domingo, 17 de enero de 2016

ETERNIDAD DE MONTALVO
Han transcurrido más de tres décadas desde que escribimos estas páginas para incluirlas en un libro, que no se cristalizó. Puse en ellas toda la verdad y toda la emoción de nuestro espíritu. La emoción y la verdad con que siempre buscamos a Montalvo en aquella estupenda frase unamuniana: “Nada más, pero nada menos que todo un hombre”. En la literatura y en el amor humano. En el combate político y en la soledad de la proscripción. En el encuentro con la muerte y en el encuentro con Dios.
Gran parte de esa verdad la meditamos y la intuimos. La encontramos luego en un parvo epistolario oficial y en íntimas cartas familiares sobre la prolongada enfermedad y las horas que antecedieron al fallecimiento del grande hombre. En una conferencia de singular valía, y en un ensayo periodístico publicado antes de que se cumpliese un mes del suceso infausto. Y, como inscripción jeroglífica, en el mismo despojo de don Juan, en su Casa solariega de la ambateñía eterna.
Pertenece este trabajo a la que podría llamarse belle epoque, ya desaparecida, de mediados del decenio del 40, en que llegó a Ambato, tal vez en busca de un reencuentro consigo mismo, César Andrade y Cordero. Artista y poeta ilustre de ilustres abolengos espirituales del Azuay. Escritor y prosista de altas jerarquías. César se sumergió en la paz provinciana, que entonces era recoleta. Inmerso en ella, inscribió en el pórtico su “Ambato, Caricia Honda”. Encaminó sus pasos a la Casa de Montalvo porque, “visitando Ambato no se puede por menos que, en obediencia a una suerte de ley de gravitación, ir a parar a la Casa de Montalvo”.
Y, ya en ella, el Mausoleo montalvino. “Solemnemente, a pedido mío –agrega Andrade y Cordero- Pablo abrió la puerta del Templo. Con una doble sensación: recogimiento casi místico y curiosidad casi salvaje, mis pies me llevan hacia lo hondo. Me parezco a la sombra fantasmal que, en un cuadro de Mideros, penetra por la puerta de lo Impenetrable…”.
“Ocho cuartas –de las mías gigantoides- hacen a toda broza, y con mente de leñador (nacieron mis abuelos maternos a filo de bosque y de resinas aromáticas, cabe el Ñamurelti), el pellejo sagrado de Don Juan”.
“Tendido en tronco yacente, la línea horizontal es, ahora, su única expresión. Liviana como la balsa, su carne de momia no es despojo: es, se diría, decúbito vegetal de árbol abatido en tempestad, sin caudal de hojas ni de ramas. Como esos troncos totémicos que hacen Historia, Geografía y Mito: Vegetal sagrado…”.
Han pasado desde este acontecimiento largos años, los mismos de haber escrito las presentes páginas. La meditación acendrada de nuestra madurez las ratifica total y absolutamente. Por esta razón fundamental, con muy ligera rectificación de forma, las incluimos en este “Testimonio Documental Montalvino”.
Escribimos estas páginas en la Casa de Montalvo, sintiendo la presencia espiritual del ambateño egregio.
Sin embargo, es más todavía. Porque él se encuentra aquí de cuerpo entero, a la luz del día, pleno de eternidad, colmado de silencio, no obstante el clarín sonoro de su fama, llenándose de la tiniebla luminosa de los siglos, indiferente a los elogios y los insultos humanos, atento únicamente a la voz de ultratumba.
Las escribimos con la emoción profunda de contemplar todos los días, mañana y tarde, en su perenne posición supina de inmovilidad, el cuerpo yacente de Montalvo. De mirar su “estatura excelsa”, tendida de largo en largo, como eucalipto descuajado bajo el sol, en un repecho de los Andes. Su cabeza –que jamás conociera Roberto Andrade otra “cabeza de varón mejor colocada sobre los hombros” aún permanece inclinada ligeramente “en actitud de escuchar –como solía hacerlo en vida-, doblándose un poco al peso de hondas desdichas y altas ideas”; y que “era en él más característica que el arrogante porte con que se levantaba cuando sentía los ojos del observador fijos en los suyos”, según le pinta su amigo el escritor peninsular Leopoldo García Ramón. Esa cabeza ya no es “continua explosión de enormes anillos de azabache, aunque todavía se advierten, después de medio siglo vencido de tumba las serpientes lucias, que dijera Blanco Fombona, salpicadas de hilos de plata, que se retuercen como añorando la línea en espiral de sus mejores días”.
Su rostro ya no tiene cejas arqueadas, ni nariz valiente y aguileña, ni pupilas centelleantes que se iban “como balas negras al corazón de sus enemigos, y como globos de fuego celeste al corazón de las mujeres amadas”. Pero aún conserva ancha la frente para nobles pensamientos, ya plácida y serena por el soplo de la Eternidad. Parece acentuado el rictus de nostalgia, de desdén o tristeza, que contrajera la comisura de sus labios. Y, en irónica compensación, si hubo de “vivir y morir sin ella, gustándole tanto como le gustó gastarla, le ha crecido en la tumba una barba gris, partida en dos alas, a la moda castellana del siglo XIX”.
Porque él está de cuerpo presente, y puedo contemplar todos los días, en su escalofriante actitud hierática, a don Juan Montalvo, acicalado con traje de etiqueta. Escuálido y exento de vísceras, menos de la más noble: el corazón. Porque si amó entrañablemente a París –antorcha de cultura que ilumina al mundo- su corazón no podía reintegrarse a la tierra ni en el ilustre, pero extraño, Cementerio de Montmartre, sino descansar para siempre en el centro de su patria.
Más cenceño que nunca, adosada la piel al hueso, pero vestido con camisa de finísima batista color perla (1.- La camisa que viste el cuerpo de Montalvo, similar a las que se guardan en la Casa ambateña del mismo nombre, tienen las iniciales J.M. – Además, la marca comercial: “37061 Gde Maison de Blanc – París – Bd. Des Capucines – 6 J.M. – 83), a la moda del siglo, en los puños y el cuello, bajo el que se abre donairosa lazada de corbata negra, que extiende hacia los hombros su cuerpo de mariposa. Con levita de impecable corte, que lleva sobre el pecho el “ala de buitre” de la solapa. Con pantalones estrechos y chaleco cerrado de fino paño azul oscuro, y flamantes zapatos de charol (2.- Los zapatos, de manufactura francesa, son de R. Cadet, en finísimo charol de piel de búfalo), como para penetrar, con pulcritud y sin ruido, en el ancho campo de lo eterno.
Más grávido e ingrávido que nunca. Tan leve como brizna en el azul infinito. Unido su cuerpo a la tierra cual si estuviese sembrado con raíces profundas. Simiente en surco ecuatoriano, generoso y úbero, que germina en eclosión espiritual de lecciones y ejemplos permanentes.
Cruzadas sus manos, finas y largas, de falanges puntiagudas, que parecen llevar guantes de color ocre oscuro. Sobre la izquierda aquella diestra que fue también derecha para el noble manejo de la pluma, la efusión del saludo varonil, y la sabia caricia del amor.
Ostentando todavía la nuez, que él orgullosamente dijera “símbolo de masculinidad”. Al lado derecho del cuello, “nervudo y flexible”, las profundas huellas de las intervenciones quirúrgicas que le realizaron en la garganta. Luenga y ancha herida sobre el pulmón izquierdo, de la operación para evacuar el foco purulento de la pleuresía que le mató, e inyectar soluciones bactericidas quemantes como fuego. Bajo la cintura, al costado diestro, la tremenda rotura del cuerpo para el embalsamamiento. Fémures y tibias de color indefinido, entre azul y sepia, con el músculo apergaminado sobre el hueso. Aún se hace visible la diferencia de más de un centímetro para la pierna derecha por la polineuritis que sufrió en su juventud, y que le obligaba a caminar con “esa elegancia cojitabunda de Lord Byron”.
Él está aquí –en su capilla funeraria de severa arquitectura- roble descuajado del bosque de la fama propicio para meditar ante él en el soberano imperio de la Nada. Para que, quienes nos hemos llenado el espíritu con la obra montalvina acendremos el anhelo, no solo de comprender todo su panorama literario y de interpretar su pensamiento filosófico, sino, de llegar a su profunda realidad espiritual y biológica, al margen de fantasías novelescas y de suposiciones seudocientíficas (3.- Montalvo falleció el 17 de enero de 1889 en una habitación del cuarto piso de la casa Nº 26, de la calle Cardinet, de París. Fue depositado el cadáver, luego de solemnes exequias, en el Templo de San Francisco de Sales, en espera de su repatriación o de su entierro definitivo en el Cementerio de Montmartre. Llegó a Guayaquil el 10 de julio del mismo año, a bordo del vapor inglés “Mendoza”, para ser inhumado en la bóveda 437 del Cementerio Municipal. (No del caletero ”Ylo”, como asegura Reyes, que incurre en nuevo error por fundamentar su aserto en el testimonio de un testigo presencial, sin acudir, como historiador, a la fuente de noticias de los diarios guayaquileños de la época). Se le trasladó a la bóveda 469, el 1 de noviembre de 1894. Y desde el 13 de abril de 1932, fecha centenaria de su nacimiento, duerme en la capilla funeraria levantada en su Casa solariega de Ambato).
Dos épocas cenitales de la existencia del grande ambateño le perennizan para la admiración de sus compatriotas y de todos los países de habla española. La de 1860 a 1881: de sus 28 a sus 49 años, de la mayor parte de su vida de amor y de acerbitud, de combate político sin tregua, de forzados o voluntarios destierros, de polémica fustigadora e iconoclasta, de su más exacta y fulgurante obra literaria, de incomparable estilo “unas veces esculpido en bronce, otras en terso alabastro, y otras modelado en carne viva”, en criterio de insoslayable justicia de la Condesa de Pardo Bazán; y la que va de 1882 a 1889, en que su frente se encendió con la luz fulgurante, pero esquiva de la gloria. Época en la que publicó algunas de sus obras capitales, y supo también de ternura y de dolor, de combate sin cuartel. Época en que el fuego llameante de su juventud y de madurez tropical comenzó a tornarse en tibieza de sosegados ímpetus, y esperó a la muerte, “a la que ni temía ni la llamó”.
El retrato de la primera época se estereotipa en la fotografía del Estudio de E. Courret, de Lima, y con los bustos en piedra y bronce de Luis Mideros. Allí está el hombre con la columna vertebral en actitud prócera, erguido el espíritu como antena abierta hacia los cuatro ángulos del horizonte, a todos los mensajes culturales del mundo. El de la segunda época se compagina mejor con la fotografía de Van Bosh, el artista de París, y el busto en bronce de Michelet. En estos, el hombre, de siempre arrogante espíritu, tiene lavado el ímpetu de los años mozos y bravíos: la melancolía del inicio de la nieve en la sien pensativa, la nostalgia de la juventud que se va sin retorno posible. El final de esta época, que lo es también de su existencia, constituye el comienzo de uno de los grandes mitos de Montalvo.
Su primer biógrafo, en orden cronológico, el doctor Agustín L. Yerovi, publicó su esbozo biográfico en 1901 (4.- París – Imprenta Sudamericana – 36, rue du Colisée). Son apenas 85 páginas que parecen escritas de prisa, con alguna premura circunstancial por entregarlas al público. Carentes de mayor interés en cuanto a noticias que, siendo como son de quien fue testigo presencial de los últimos días de Montalvo, debieron abundar en detalle documentado y auténtico para la historia. El amigo y confidente del moribundo relata en cinco páginas incompletas todo el prolongado proceso de los once meses de enfermedad, de las varias intervenciones quirúrgicas. Y propicia la fantástica escena de la muerte del ambateño excelso, a la que da contornos ceremoniosos y teatrales. Después de varios años expresará que lo hizo por imperativas circunstancias supeditadas a insoslayables intereses de la política. Yerovi, ilustre ecuatoriano, que prestó valiosos servicios a su patria, es culpable de mixtificar la realidad de tan trascendentales acontecimientos de esa grande vida, suplantándolos con el mito, que los biógrafos continúan conservando sin sentido responsable de su deber de historiadores. No les justifica que Zaldumbide haya escrito al respecto: “La alta y acompasada cortesía que Montalvo solía desplegar no sin énfasis caballeresco, aun en el trato ordinario y corriente, le dictó sin duda como un deber el deseo de apercibirse al encuentro inevitable en forma condigna. No es de extrañar, dados sus hábitos señoriles, la escena que talvez parezca a lectores desprevenidos algo teatral en el relato de sus biógrafos; y nadie puede menos de mirarla como prueba de ánimo entero, que agranda la figura grave del luchador moribundo”. Así lo dice Zaldumbide en su Prólogo a “El Espectador”, aunque en nota marginal, como quien dice a renglón seguido, se refiere a la “bibliografía confusamente abocetada”, del mismo doctor Yerovi.
Ya lo denunció Blanco Fombona, como que se denunciara también él mismo: “…la vida de Montalvo, la verdadera vida, los detalles, nos son casi desconocidos a todos, y una vegetación de leyendas empieza a florecer sobre la tumba del maestro y a desfigurar aquella fisonomía. Estas leyendas que trepan como enredaderas sobre la estatua y la ocultan a los ojos del que pasa y quiere observar, no son sino desviaciones de la gratitud y la admiración. En vez de plantar un árbol junto al sepulcro del maestro hemos plantado un bosque. El hacha tiene mucho que hacer en torno de esa tumba”.
El mito de la operación sin anestesia y de la ceremoniosa espera de la muerte, vestido de negro y con frac, no es sino producto, por decir lo menos, de la desviación admirativa de Yerovi, quien, al publicar su ensayo biográfico, olvidó que contradecía su propia carta de doce años atrás, escrita con la emoción de contemplar una tumba recién abierta, y en ella el cadáver de un amigo, lejos, muy lejos de la patria.
Según los datos que suministra Yerovi –médico también él- la última intervención quirúrgica, “riesgosa y cruenta”, que sufrió Montalvo “consistió en levantar dos costillas de la región dorsal, después de cortar en una extensión de un decímetro las partes blandas de la región; dar la mayor dilatación posible a la herida, mediante pinzas que recogen carnes sangrientas, y luego colocar algo como bomba, que tiene el doble objeto de aspirar productos del foco purulento e inyectar líquidos antisépticos; es decir, algo como fuego”.
El diagnóstico fue probablemente, de pleuresía purulenta generalizada, es decir, que un gran volumen de líquido séptico ocupaba toda la cavidad pleural. Esta condición patológica, unida a la fatiga que trae consigo toda enfermedad caquectizante, debía ya producir en el enfermo un estado físico deplorable, proclive al colapso.
Y si a esto se agrega que la operación, según la describe Yerovi, fue de alta cirugía, tan delicada y difícil que estuvo a cargo de especialistas, se deducirá, por lógica irrebatible, que no pudo realizarse sin anestesia.
El dolor intenso que produce cortar piel y músculos en regiones tan sensiblemente inervadas como las paredes torácicas, seccionar y levantar dos costillas, abrir el absceso dejando al descubierto parte de los pulmones, e instilar en la cavidad pleural soluciones bactericidas, ningún ser humano podría soportarlo sin caer en shock inmediato.
Por otra parte, debió ser imposible técnicamente que distinguidos cirujanos de París, uno de los centros médicos más adelantados del mundo, en aquella época, hubiesen arriesgado su reputación y violado la ética profesional para efectuar sin anestesia una operación tan “riesgosa y cruenta”, en la que un involuntario y espasmódico movimiento del paciente habría traído fatales consecuencias por hemorragia incontenible. Ni ellos lo hubiesen hecho por complacer a alguien, menos a un americano, de reputación esclarecida y respetado por sus compatriotas, pero desconocido en otros círculos sociales y científicos. Ni Montalvo, en la severidad de sus principios éticos, habríase permitido tal insinuación a los facultativos exponiéndose a un lógico y terminante rechazo.
Agrega Yerovi que habiendo sido inútil el resultado de la intervención, y comprendiéndolo así, pidió Montalvo que lo condujeran a su casa para morir en ella. “En carruaje especial, y con los mayores cuidados, pudo llevársele. Dos días después, en la fatal mañana del 17 de enero de 1889, llegaba uno de los amigos más íntimos a la calle Cardinet, número 26, para informarse de la situación del enfermo en las horas de la noche, y no sin gran sorpresa, lo encontró vestido de negro y con frac. “Puede que llame su atención, le dijo el moribundo, verme de la manera que me encuentra. El paso a la eternidad es el acto más serio del hombre. El vestido tiene que guardar relación”. Hízole algunas confidencias y pedidos, siendo el último dirigido a una doméstica de toda confianza: “No olvides mi encargo. Un cadáver sin flores me ha entristecido siempre”. No habló más. Sin alteración en el semblante, sin dejar oír un estertor, agonizó”.
Grandilocuente escena de tragedia antigua para que la represente en un teatro un consumado actor, pero imposible para la realidad de un agonizante de varias horas, luego de grave operación quirúrgica.
Sin embargo, Yerovi la da por cierta. Y Rufino Blanco Fombona, que pedía un hacha para decapitar las leyendas que desfiguran la fisonomía del maestro, la acoge, aumentándola a su arbitrio, para asegurar que en ella se retrata el carácter “ceremonioso y estoico de Montalvo, a quien le faltó quizá naturalidad para morir”.
La verdad es otra, sin duda alguna. A la una de la tarde del día jueves 17 de enero de 1889, entraba Montalvo en la eternidad, después de 56 años, 9 meses y 4 días de “vida arrebolada y fiera”; y luego de una agonía de 22 horas, de las cuales estuvo las tres últimas sin conocimiento. Acompañado por uno o dos de sus compatriotas más allegados a él, y por una mujer francesa, que recibieron, con emocionada angustia, el suspiro definitivo del agonizante. Sin escena de estudiada ceremonia, antes bien con impresionante naturalidad. Acostado en su lecho para morir, como Don Quijote, en actitud cristianamente humana. Supo que manos cariñosas pondrían flores en su féretro y vestirían su cadáver con la decente pulcritud que acostumbró en vida. Como quien desgarrara las páginas de un libro para dejarlo inconcluso, había roto los lazos que le unían a la existencia, al encargar al doctor Yerovi su adiós y su última voluntad para su familia. Desasido estaba ya de todo cuanto la muerte, piadosa para quienes van a entrar en el sendero ilímite, veló su pensamiento con niebla de olvido, tres horas antes de acogerlo en la tiniebla luminosa de su seno.
Sencillo y natural fue el fallecimiento de Montalvo. Con lento paso se fue acercando la muerte hasta su lecho para descuajar el milenario secoya de la floresta tropical de América.
Leopoldo García Ramón, que le visitó cuatro meses antes, ya lo encontró irreconocible. La enfermedad había vencido a la ciencia. “Cuando a mi regreso de España, en septiembre del año pasado, dice, fui a visitarle, se me oprimió dolorosamente el corazón al comprobar los progresos de la terrible neumonía purulenta que le consumía. Le consideré perdido. Llevaba en el costado una herida que a propósito mantenían abierta los médicos: habían practicado en su garganta una operación difícil y dolorosa; y a pesar de todo, ¡qué limpieza la de su ropa interior! ¡Con qué afán arreglaba los puños de su camisa de dormir para ocultar sus pobres muñecas! ¡cuánto agradeció a mi mujer que consintiese verle así, sin afeitar, despeinado, hecho una ruina!”.
Eso fue cuatro meses antes. ¿Cómo se encontraría cuando agonizaba? En realidad el último día de la vida de Montalvo fue aquel de sus encargos y confidencias a Yerovi, cuando el convencimiento de que iba a morir se hizo garra en su espíritu. No se vistió de frac, Montalvo, para morir. Lo dice así el señor Clemente Ballén, en carta publicada por el doctor Juan Benigno Vela, en el número 20 del periódico “La Idea”, del 9 de marzo de 1889:
Consulado General del Ecuador
París, 22 de enero de 1889
Señor doctor
Francisco Javier Montalvo
Ambato.
Muy señor mío:
Muy penoso es para mí que la primera vez que tengo el honor de dirigirme a usted sea para hablarle de la desgracia que va a afligirle. Doy a usted por ella, mis más sinceros pésames y le ruego que se los presente de mi parte a su familia.
La cruel enfermedad que ha llevado al sepulcro a nuestro amigo don Juan ha durado once meses. En febrero del año anterior, pasando por un puente del Sena para ir a una imprenta que está del otro lado del río, fue sobrecogido por una ráfaga helada que le penetró hasta los huesos. Regresó hasta su casa y se acostó para no volverse a levantar. El médico que vino a verle no conoció la enfermedad, según se vio después, y perdió un tiempo precioso con una asistencia desacertada. Vino otro médico, reconoció la pleuresía y le hizo una punción, que dio por resultado la extracción de dos litros de agua. Ese segundo médico, uno de los mejores de París, le dejó plantado y se fue a Constantinopla. Vino un tercero, tan bueno como el anterior, y declaró que la operación había sido incompleta, que había quedado agua y que ésta se había convertido en pus. Para sacarle, hubo necesidad de una nueva y terrible operación, y a pesar de que don Juan tuvo la herida abierta hasta su muerte, nunca logrose que saliera toda la materia. Mientras más salía, más quedaba. Al mismo tiempo se presentaron postemas en la garganta, que hubo que operar también, y tampoco se logró extirparlas, porque se habían extendido hasta el interior del pecho, y no había instrumento que penetrara hasta allí.
Así fue que extenuado poco a poco hasta quedar en huesos y pellejo, martirizado por agudos dolores en el brazo derecho, el hombro y la espalda, valiente para las operaciones, en completa lucidez de espíritu y con la voz entera, conservó su energía hasta las diez de la mañana del jueves 17 del corriente, y a la una de la tarde expiró tranquilamente. La agonía había durado veintidós horas, pero diez y nueve de ellas estuvo en pleno conocimiento. La víspera había tenido don Juan una conversación con el doctor Yerovi, de lo que este amigo dará a usted cuenta. Ordenó que se entregara a su criada todos los muebles que había en su apartamento. Esta criada lo había asistido con una asiduidad y abnegación ejemplares. Ordenó también que sus papeles fuesen remitidos a su familia, y que el doctor Yerovi dispusiese de sus libros. Tengo en mi poder los papeles y los vestidos, de los cuales haré una lista para la familia, a cuya disposición los conservaré. El 20 tuvieron lugar las exequias, y los restos han quedado en la misma Iglesia hasta que la familia ordene si se deben remitir al Ecuador o enterrarse aquí.
Concluyo esta tristísima carta, suscribiéndome de usted, muy señor mío, su muy obediente y apenado servidor.
f.) C. Ballén
Y por si no bastara el testimonio del distinguido caballero y cónsul ecuatoriano, lo ratifica otra carta. La que, con igual fecha y destino, escribiera el doctor Yerovi, aunque para contradecirla después, en varios detalles, en su esbozo biográfico. La referencia de hechos que consigna en la mencionada carta tiene enorme importancia histórica y se la dio a inmediata publicidad en el mismo periódico ambateño que la anterior. Sin embargo, ha caído en total desconocimiento de la generación contemporánea, tanto como la del señor Ballén. Es que todos los biógrafos de Montalvo, Reyes inclusive –en quien se advierte algo como un constante rencor para su biografiado-, han preferido olvidarlas, y que todos las olviden, antes que borrar la fulgurante pincelada del mito.
No obstante, es necesario que la verdad prevalezca. Que se conserve exacta la autenticidad del supremo instante de un varón ilustre, liberándolo de una escena ficticia, teatralizada –lo sabemos ahora!- por intereses políticos. Una escena que rechaza la razón porque no tiene fundamento alguno ni en el aspecto físico ni en el moral.
En efecto, aunque Montalvo hubiese estado en pleno uso de sus facultades en los momentos que antecedieron a su muerte, fue físicamente imposible que el mártir de casi un año de extenuante enfermedad, con la carne desgarrada por el bisturí; con heridas siempre abiertas; quemadas las entrañas por antisépticos químicos; con dolores lacerantes en el tórax, la garganta y el brazo derecho, se levantara en su agonía para vestirse con frac de líneas ajustadas al cuerpo, y esperara la hora definitiva. En un instante de reacción magnífica, sólo pudo sentir que la vida se le concentraba en el cerebro como para escribir una elegía… Pero, en contrapuesto equilibrio de fuerzas, no obstante toda su heroica fortaleza anímica, su vigor físico debió estar casi aniquilado.
En el segundo aspecto se demuestra también la falsedad del mito. Montalvo guardó siempre severa pulcritud en su persona y en su traje. Cuidó de su presentación física durante su enfermedad, cuando arreglaba afanoso “los puños de la camisa de dormir para ocultar sus pobres muñecas”. ¡Que Montalvo quisiera vestirse de frac, que estiliza la figura, estando como estaba “en huesos y pellejo”! ¡Que se afeitase las mejillas demacradas, peinándose y arreglándose el bigote con esmero, si el busto no podría mantenerse erecto, y antes bien doblegaríase como abatido por la tormenta! Y, sobre todo, porque nunca pudo dejar de lado su propia sentencia: “El que no tiene algo de Don Quijote…” hasta para morir como el soñador Caballero andante, acostado en humana actitud, y no apercibido de lanza y metido en armadura, menos pronunciando retóricas frases declamatorias para la posteridad… Y, finalmente, porque “él, espíritu religioso que acataba sacerdotalmente la penumbra de los santuarios”, había leído una y cien veces el libro de los libros, al que llamaba “fuente inagotable de virtudes, mar de poesía y monumento digno de la inspiración divina”, y sabía que el Eclesiastés dice que “todo tiene su tiempo y todo cuanto se hace debajo del sol tiene su hora: tiempo de llorar y tiempo de reír; tiempo de amar y tiempo de aborrecer; tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de destruir y tiempo de edificar”; tiempo de vestirse como para ir de fiesta y tiempo para morir sencilla y cristianamente.
La carta del doctor Yerovi dice lo siguiente:
París, 22 de enero de 1889
Señor doctor
Francisco Javier Montalvo
Ambato.
Muy apreciado señor y amigo:
No había contestado inmediatamente a su última, aún con tiempo sobrado. Para hacerlo, quise interrogar antes a su hermano Juan de lo que deseaba comunicara a usted en su nombre. La contestación fue esta: “por hoy no escriba a mi familia, es muy triste hablar de un agonizante. Quiero sufran un solo golpe, le comunicará mi muerte”. Precepto tan cruel, forzosamente tengo hoy que llenarlo: su predilecto hermano, el más notable de cuantos escritores hemos tenido; el liberal inmaculado; el carácter catoniano; el mártir por sus principios liberales y padecimientos personales, dejó de existir el 17 del presente.
Mal pretendería con reflexiones rebuscadas, ni siquiera disimular mi propio dolor, menos que ellas llevasen cerca de deudos como usted algo como un consuelo, un alivio. Si la patria, los indiferentes y hasta enemigos ven en esta desgracia un duelo nacional, qué otra actitud puedo asumir, sino tomar como propia la desgracia y desolación de seres que pertenecieron de cerca al finado.
A la distancia y en condiciones especiales y aunque no sea lo más usado, creo merecerá especial interés para ustedes llegar a saber los últimos deseos de don Juan, cuánto ha ocurrido después de su fallecimiento. Necesito esforzarme para semejante relato: Ante todo, bueno es conozcan la actitud de la colonia: la mayor parte de ella ha manifestado las mejores disposiciones. Debo no obstante hacer mención especial de los señores Seminarios y Ballén quienes en unión mía han sufragado todo lo necesario para los gastos de entierro, ceremonias de Iglesia, pago de varias cuentas, etc.
Tuvieron lugar las exequias el 20 según verá por una invitación que le acompaño, a las cuales concurrieron casi todos los sudamericanos residentes en París. Concluida la ceremonia fue depositado el cadáver en la misma Iglesia donde permanecerá, mediante un pago mensual, hasta que ordenen ustedes el traslado a la patria, de tan preciosos restos. A propósito de esto el señor Ballén y yo escribiremos a Guayaquil.
Entre otros compatriotas, fui pocos días antes de su muerte, el preferido para ciertas revelaciones, así como para el encargo de la realización de algunos mandatos. No me es permitido confiar a una carta lo principal, y sólo indicaré lo referente a ciertos legados. Los manuscritos y obras inéditas me encargó pusiera en manos de su sobrino Adriano, quien de acuerdo conmigo, daría los pasos convencionales para su publicidad. Una obra que le había obsequiado yo en el año pasado me encargó entregase a su sobrino César. Su retrato y libros de uso me autorizó dispusiera de ellos, tomando para mí lo que más me gustare. Exceptuando lo primero, todo lo demás pondré en manos suyas. Toca a la familia esas prendas.
Nada me dijo respecto a unos muebles de su propiedad; pero después de su muerte vinimos a saber que el departamento figuraba desde hace meses en nombre de la mujer que, con una abnegación rara le había asistido durante toda su enfermedad.
La donación tiene que ser cierta, y nosotros no sólo la consideramos justa sino que creímos nuestro deber hacerle una demostración particular a esta señora: se le ha regalado una cantidad de dinero que le ha pagado por nueve meses la casa en que habita.
Siento no poder indicarle el número y títulos de las obras inéditas; por seguridad fueron depositadas en el mismo día de su fallecimiento, donde el señor Ballén, quien por falta de tiempo no ha podido formar una lista. En esta semana se hará un inventario de las otras cosas.
Junto con mi dolor reciba las consideraciones y amistad de su afectísimo amigo.
f.) A. L. Yerovi
“¡Era ya tiempo!”, escribió el ilustre Ciego Vela, en sentida nota necrológica al conocer la muerte de Montalvo. “Era ya tiempo. Veinte años de rudos sacudimientos, de constante y heroica tempestad, abaten y destrozan la más corpulenta encina: veinte años de tempestad en el alma, e infinita pesadumbre en el corazón, consumen y aniquilan la naturaleza del ser más fuertemente organizado…”.
No, todavía no era tiempo. El espíritu de Montalvo fue como rompeolas en que se estrellaban el egoísmo, la inverecundia y el rencor de los déspotas. No era tiempo todavía. Montalvo se encontraba en la plenitud de su existencia física y en el cenit de su obra intelectual. Nunca debió ser tiempo para su muerte porque los hombres superiores no deberían desaparecer, sino ser inmortales para continuar alumbrando el sendero de los hombres comunes.
La muerte abatió al adalid y su caída produjo estupor en quienes le querían y le admiraban, y hasta en los que le hacían expiar con represalias y odio su grandeza. ¿Cuál la razón para la fulgurante pincelada del mito en el instante de la muerte de Montalvo? ¿Por qué propósito inexorable de mixtificar la manera sencillamente humana con que se extinguió la antorcha de una vida nacida para la gloria? Montalvo no necesita agigantar su figura. Le basta con la luz que irradia su propia personalidad, vigorosa en sus grandezas y gallarda en sus miserias. Lo demás es sólo frondosa fantasía intrascendente. Afán literatizante de los últimos episodios que Yerovi atribuye a Montalvo y que Blanco Fombona los distorsiona a su manera: hasta de sus últimas palabras, que debió conservárselas exactas si se las daba por auténticas.
Resalta lo ficticio de la entrevista entre Montalvo y el sacerdote, forjada por la fantasía de Blanco Fombona. De igual manera que otro de sus últimos ademanes que también le atribuye el venezolano, al asegurar que entregó una moneda para que le compraran flores. Fue más propia de su carácter señorial de orgulloso solitario la recomendación que, en momento oportuno, hiciera a la mujer que le asistió durante su enfermedad: “Te pido no olvides mi encargo. Un cadáver sin flores me ha entristecido siempre”. Compraríale ella, talvez, sólo cuatro rosas porque la nieve de enero ponía blanco manto sobre París. Más, parece que la colonia hispanoamericana se hizo presente para satisfacer con largueza el pedido de Montalvo, el caballero Quijote de América, digno –por su permanente actitud de combate en pró de toda causa noble, por idioma o por raza- del inmortal caballero Don Quijote de la Mancha. Así como también, por ser “grande de España de las letras”, aunque nació en tierra americana, fue el único escritor que pudo tomar, gallardamente, para su pluma los “Capítulos que se le olvidaron a Cervantes”.
No se vistió de frac, Montalvo, en el momento supremo de su vida. No le faltó naturalidad para morir. Estoico y sereno, días antes de su muerte, sólo “ordenó a la muchacha que le servía y le cuidaba con adhesión casi filial, que tan luego como cerrase los ojos a la luz, le vistiese con su mejor camisa de batista, sus botas nuevas, su más fino pantalón negro, un chaleco abierto y el frac, como para ir de baile. Ya cadáver, quería agradar y no espantar a los que fuesen a verle, conservando en la rigidez de la muerte la misma pulcritud que en la flexibilidad de la vida. ¡Así bajó a la tumba, en traje de etiqueta, el gran escritor y pensador don Juan Montalvo!”.
Sólo que no se cumplió con estrictez, en toda su amplitud, esta disposición casi testamentaria, que la dio a la prensa su amigo Leopoldo García Ramón, el 15 de febrero de 1889, es decir, antes de que se cumpliera un mes de la muerte del eminente ambateño. (5.- El artículo de Leopoldo García Ramón: “Escritores americanos: Don Juan Montalvo”, fechado el 15 de febrero de 1889 y publicado en la revista “La España Moderna”, de Madrid, lo reprodujo el Diario guayaquileño “El Telégrafo”, el 13 de abril de 1932, fecha centenaria del nacimiento montalvino. Pero, ya se lo conocía en el Ecuador desde años atrás. Don Roberto Andrade se refirió a él y transcribió algunos de sus párrafos en su obra “Montalvo y García Moreno”, de la que, a su vez los reprodujo Don Juan de Dios Uribe, en su libro de divulgación: “Lectura de Montalvo”, editado en 1912”).
Embalsamado el cadáver, por voluntad y generosos auspicios de la colonia guayaquileña en París; ella, la mujer francesa que le acompañó hasta en sus últimos instantes con adhesión filial, más todavía, creo yo, con el beso de amor que no le faltó a Montalvo ni después de muerto, le vistió, sí de etiqueta, pero, no con la pulcritud y estrictez que él mismo, personalmente, lo hubiera hecho como para ir de baile o esperar la muerte, sino, con la angustiada premura de alguien que preparase a un deudo querido para un funeral de primera clase. Le vistió con el mismo traje con que atravesara, por última vez, clavado dentro de un cajón mortuorio, el Atlántico, majestuoso y turbulento como su espíritu. El mismo con el que me es dable verle todos los días, mañana y tarde, en su perenne posición supina de inmovilidad y de silencio: finísima camisa de batista color perla, ancha lazada de corbata negra que extiende hacia los hombros sus alas de mariposa, levita de impecable corte, que lleva sobre el pecho el “ala de buitre” de la solapa, pantalón azul oscuro, chaleco cerrado, zapatos de charol, como para entrar con pulcritud y sin ruido en el ancho campo de la eternidad. Y las flores que le puso sobre el pecho el amor, en homenaje a quien, durante toda su vida, amó fervorosamente, dolorosamente, y lo enalteció y sublimó hasta ser digno de autor, aunque no protagonista de “Geometría Moral”, su Octavo Tratado inconcluso.
Así murió y así está en la tumba, vestido de etiqueta, el ilustre escritor americano don Juan Montalvo.
Pablo Balarezo Moncayo
(Del libro “Montalvo – Testimonio Documental” - 1995)

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