Publicado en la Revista El Observador (edición 122, abril de 2021)
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El poeta Miguel Moreno Ordóñez nació el 3 de Marzo de 1851, en la hacienda Tutupali. Fue hijo primogénito del señor Manuel Moreno Aguirre y de la señora Carmen Ordóñez y Veintimilla. Sus estudios de primaria y secundaria realizó en Cuenca, graduándose bachiller ingreso a la Universidad de Cuenca, obteniendo el título de Doctor en Medicina en 1876. Luego viajó al Perú, ejerciendo su profesión de médico hasta 1882, retornando a Cuenca. Desde su juventud desarrolló su creación poética, tanto que ya en 1872 había escrito el célebre poema “Sábados de Mayo”; obra publicada junto con poemas de su amigo Honorato Vásquez, en un libro del mismo título, en 1877. La segunda edición se publicó en 1907 y la tercera en 1977. En 1892 fue elegido Diputado de la Provincia del Azuay, para el Congreso Nacional. Además fue Decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Cuenca. En 1893, con Honorato Vásquez y los hermanos Cornelio y Remigio Crespo Toral, fundó la Revista “La Unión Literaria”. Al fallecer tres de sus hijos, su señora y después su padre, le doblegó una inmensa pena, escribiendo “El Libro del Corazón”, publicado en Madrid, en 1907. Dos años más tarde, en 1909, publicó su último libro “Morayma”. Fue un verdadero católico. Se dedicó a mejorar las iglesias de la Ciudad, a embellecer los altares y a construir el templo de Santo Cenáculo. Ayudó a los pobres, alimentó a los niños desvalidos, visitó a los desheredados llevando siempre la ayuda que necesitaban. Sanó a los enfermos, curó las heridas ajenas. Inclusive enterró al Coronel Luis Vargas Torres, fusilado en Cuenca en 1886. En reconocimiento a su labor social y religiosa, el Papa Pío X, le otorgó la Condecoración de “Caballero de San Gregorio Magno”. Falleció en un trágico accidente, en Cuenca, el 30 de Agosto de 1910. De su producción literaria, en esta página se publica un romance triste, sencillo y comarcano, llamado: LA GARZA DEL ALISAR Tendido sobre una roca, orillas del Macará, suelta el ala del sombrero, melancólica la faz, macilento y pensativo joven simpático está, que así le dice a un correo de Cuenca, lleno de afán: -Correo que vas y vuelves por caminos del Azuay, adonde, triste proscrito, ya no he de volver jamás; di, ¿qué viste de mi Cuenca en el último arrabal, en una casita blanca que á orillas del río está, coronada de un molino, perdida entre un alisar? -Diez días ha que saliera de los valles del Azuay: yo vi del río a la margen la casa de que me habláis, coronada de un molino, perdida entre un alisar. -Está bien, ¿pero no viste en este sitio algo más? -Os contaré, pobre joven, que vi una tarde, al pasar, una niña de ojos negros y belleza angelical, toda vestida de blanco, vagando en el alisar. -¡Ay!, no te vayas, correo, por Dios, suspende tu afán; tú, que dichoso visitas las calles de mi ciudad, aunque estés de prisa, dime de esa joven algo más. -Caballero, cual los vuestros, cual los vuestros eran, ¡ah!, los ojos encantadores de esa niña del Azuay: tras de unas negras pestañas, como el sol que va expirar, velado por densas nubes que ocultaban el cielo ya, melancólicos, a veces, miraban con grande afán a todos los caminantes que entraban a la ciudad. Pobre niña, pensativa, cubierta la hermosa faz con sombras de honda tristeza y una palidez mortal, otras veces contemplaba las hojas del alisar que, arrastradas por el río, no volverían jamás. Pobre niña, no lo dudo, estaba enferma, quizá ese momento se hallaba pensando en la eternidad. -¡Ay!, mi correo, correo tan veloz en caminar, tú que dichoso transitas por donde mi amor está, dime, por Dios, si supiste de esa joven algo más. -Cuando una vez de mañana paseábame en la ciudad, vi esparcidos por el suelo rosas, ciprés y azahar, que formaban un camino que, yendo desde el umbral de una iglesia, terminaba en la casa de que habláis. Luego escuché en su recinto el tañido funeral de una campanilla, y luego de la salmodia el compás, y olor de incienso espiraba el ambiente matinal. -Dime, amigo, ¿no supiste quién se iba a sacramentar? -Una niña a quien llamaban, por su nívea hermosa faz, porque de blanco vestía, ¡La Garza del Alisar! -¡Oh! ¡Basta, basta, no sigas! Es ella… ¡Suerte fatal! ¿Y habrá muerto? |
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