viernes, 23 de abril de 2021

 

POR: Andrés Bucheli P.

Publicado en la Revista ElObservador (edición 121, febrero de 2021) 

 


Virulenta incompetencia
En febrero del 2020, el virus del COVID-19 habría llegado por primera vez al país, a través de un huésped humano, quien se convertiría días más tarde, en otra víctima mortal de esta grave enfermedad, entre miles en el Ecuador, cientos de miles en la
región y millones en el planeta, donde se sigue librando una batalla contra este invisible invasor. A finales de marzo de 2020, el impacto de la pandemia nos habría azotado de manera descomunal, sin precedentes, pero sobre todo sin ninguna medida
preventiva, equipamiento adecuado, ni una certeza técnica – científica o una medida efectiva para combatirla, y no solamente por el devastador impacto en la salud, si no también en el efecto socio económico negativo que deja al mundo en medio de una inmensa crisis integral y a la especie humana en frente de una verdadera prueba de supervivencia.

A lo que nos enfrentamos, aún no conocemos a cabalidad, pero es imperante atribuir gran parte de las mortales consecuencias que soportamos, a la desatención histórica de la salud y la educación, aquí, en el centro del mundo y en pleno siglo XXI, donde se conocían anticipadamente los efectos causados en otras latitudes por la enfermedad, y sin embargo, varias autoridades nacionales y locales, totalmente desalineados a la coyuntura, pero siempre fieles a la tradición, lo manejaron “a la voz del carnaval”; claro, ni siquiera hubo tiempo para un inestable gobierno central, que intentaba superar el sacudón de ese octubre lacrimógeno de 2019, donde “salvaron el pellejo”, en medio de una “rendición televisada”, vergonzosa por supuesto, porque ponía en evidencia una vez más, la incapacidad de conducir un país, la incoherencia
de los actos y la precaria argumentación para la toma de decisiones; así es que en medio de la trifulca de todos los bandos, irónicamente, la bandera gubernamental era “la paz” y el escudo “el diálogo”; entonces luego la pandemia, además de dejarnos muerte, desolación y hambre, desveló en su totalidad, una putrefacta ambición y el reparto de intereses de aquellos falsos servidores, algunos disfrazados de autoridades, que cínicamente además peleaban por el manejo del timón, sobre el
puente de un barco a la deriva.

Como una verdadera epidemia, la corrupción se ha propagado en todos los niveles de la administración, y como todo virus, se necesitan huéspedes vulnerables, de poca ética, de principios quebrados, irresponsables con su proceder, inconsecuentes con los actos, y es de esta forma que se van destruyendo las familias, la sociedad, la ciudad. La nuestra no es la excepción, pues somos testigos de la deficiencia que se mantiene por más de un año en su administración, parece que la gestión estuviera en cuidados intensivos y es nuevamente dependiente del poco oxígeno que otorga el gobierno central a través de una insolvente asignación de recursos.

En el gobierno local, no se ha demostrado solamente inexperiencia en el manejo y la administración pública, esta claro, que además existe una falta de compromiso con la ciudad y sus habitantes; sobre todo cuando es evidente la inoperancia de las
empresas o direcciones que conforman la corporación, resultado inherente a la incapacidad técnica de sus funcionarios.

Con las debidas excepciones, muchos han aceptado cargos para los cuales no están preparados, ni tienen el debido conocimiento o criterio suficiente, inclusive para dimensionar el significado y la responsabilidad en la que están inmersos, pues simplemente entraron por la ventana; otros, denotan un empalago con el servicio, y a la vez una embriaguez por el poder y el interés propio.

Servidores que desconocen, desestiman o simplemente delegan responsabilidades, no son servidores, son servilistas. La ignorancia es atrevida, pero el desconocimiento no exime de responsabilidad, la misma que nos da el derecho de alzar la voz en protesta, por nuestra Santa Ana de los Ríos, de majestuosa riqueza natural y paisajística, convertida en la ciudad de las orillas olvidadas, donde el mantenimiento de la infraestructura pública ni siquiera está en segundo plano, sino que parece descartado, donde el trabajo ejemplar en gestión ambiental, se cambió por la obsecuencia política que permitió la agresión y destrucción de la naturaleza; la ciudad del agua, donde existen más fuentes contaminantes, que actividades comprometidas por la conservación de los recursos; la ciudad patrimonial, en donde el patrimonio se agrede a diario, con la complicidad incluso de las autoridades.

Cuenca bicentenaria, hoy d pendiente del nefasto centralismo, que atropella los derechos de los ciudadanos y los principios de la administración descentralizada; la ciudad de belleza arquitectónica incomparable, está sufriendo las consecuencias de una gestión mediocre, que pretende dinamizar la economía a través de actividades como la construcción, pero la burocracia y tramitología es más fuerte que antes, la planificación deficiente y obsoleta parece favorecer a grandes grupos económicos, y simplemente no demuestra un entendimiento eficaz y lógico del ordenamiento territorial.

La ciudad del tranvía luce desordenada y descuidada, evide temente además los recursos económicos son escasos; la ciudad para vivir en paz, es el lugar, donde hoy sus ciudadanos lloran con frecuencia por las víctimas de muertes y atentados de una violencia criminal desalmada, mientras ciertas autoridades lloran a través de sus redes sociales por las innumerables críticas en contra de su virulenta incompetencia.

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