domingo, 5 de abril de 2015



Francisco Febres Cordero
Domingo, 5 de abril, 2015
¡Abre esa maldita puerta!
Ahora lo sabemos: el piloto salió de la cabina y al mando de la nave quedó el copiloto, un muchacho de sólida formación, aparentemente apto para comandar la aeronave. El desenlace también lo conocemos: el copiloto cerró la puerta de la cabina y, cuando el piloto regresó, se encontró con que le era imposible entrar. “Por Dios, abre la maldita puerta!”, gritó en su desesperación, intuyendo la catástrofe.
¡Abre la maldita puerta! El copiloto tenía claro hacia qué punto iba a llevar al avión en que viajaban niños, jóvenes, parejas en luna de miel, deportistas y, en fin, personas de nacionalidad y condición variadas. Su decisión se mantuvo inquebrantable a pesar de los gritos del piloto, del hacha con que intentó abrir un boquete en esa maldita puerta, de los gritos empavorecidos de los pasajeros.
¡Abre la maldita puerta! Si el copiloto hubiera, en un instante de duda, escuchado las voces de los demás, tal vez –es solo una suposición– otro habría sido el desenlace. Pero no: quería, necia, ciegamente, ejecutar la acción por medio de la cual pretendía que su nombre fuera conocido y, con eso, pasar a la historia.
Encerrado en sus propios dramas, en sus propios delirios, en sus propias frustraciones, en sus propios sueños para alcanzar la gloria, no escuchó las voces que le llegaban de afuera y aplastó el botón, ese por medio del cual el avión iniciaba un descenso ineluctable.
Nadie ha podido salir indemne de esa tragedia: ni los padres del muchacho, ni su novia, ni los familiares de las víctimas, ni nosotros, que a la distancia aún nos estremecemos de dolor ante el absurdo.
Pero sobre todo no podemos borrar de la mente esas palabras que, a pesar de ser gritadas como una exclamación, dichas como una súplica, expresadas como una orden, no quisieron ser escuchadas: ¡Abre la maldita puerta!
La puerta de un avión es sólida, pesada, llena de seguridades, y aísla totalmente al piloto de los pasajeros, que se enteran de lo que ocurre adentro solo cuando se prenden los micrófonos y quien está al mando de la nave dicta sus instrucciones o informa sobre las condiciones del vuelo. Dice lo que él quiere decir. Nada más. El resto es hermetismo. Los pasajeros han descargado en el piloto la responsabilidad sobre sus vidas y confían en que él no les fallará.
Pero no siempre ocurre así, ahora lo sabemos con más certeza que nunca.
¡Abre la maldita puerta! Sí, las puertas cerradas, bloqueadas herméticamente, pueden ser malditas: reprimen no solo el tránsito de los extraños, sino que también acallan las voces de los otros. Aíslan. Encierran. Hacen perder contacto con la realidad o la deforman al punto de creer que el destino individual de quien está al mando de la nave es, necesariamente, el colectivo: por algo quien controla el avión está sentado en ese lugar, es el dueño del presente, es el dueño del futuro. Es un dios omnisciente, es un dios omnipotente.
¡Abre la maldita puerta! Ese grito del piloto es el mismo que, desde la historia, en otros vuelos rasantes, grita el hombre común desde la calle, desde el anonimato. ¡Abre la maldita puerta! ¡Escucha otras voces! ¡Escucha la angustia, escucha, escucha!

¡No esperes que sea tarde para todo! ¡Abre esa maldita puerta! (O)

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