Miércoles
18 de febrero de 2015 | Publicado en edición impresa
La
marcha del silencio
Por el rechazo de la violencia y la sinrazón
La manifestación de hoy en recuerdo del fiscal Alberto Nisman permitirá
canalizar la angustia, el enojo o la preocupación de una multitud plural de
seres que quieren expresar esos sentimientos de forma colectiva y pública
Hoy, miércoles 18 de febrero, se cumple el primer
mes de la muerte de Alberto Nisman. En la tradición judía, de la que el fiscal
era parte, la lápida puede ser consagrada al cabo de un año de la muerte o al
término del primer mes del fallecimiento. No sabemos, entonces, si eso ocurrirá
hoy o dentro de once meses. Es una decisión que su familia tomará privadamente.
Pero hoy, sí, se escribirá un capítulo importante del discurso público sobre su
muerte: la manifestación convocada para
esta tarde, que será un intento de decir algo, de comenzar a establecer
aproximativa, provisoriamente qué significa la muerte de Alberto Nisman para la
sociedad argentina.
No hay una única razón para la marcha: ni un
reclamo ni un rechazo, dado que no se sabe qué ocurrió hace un mes. Entre
quienes estarán presentes, algunos así lo han expresado, están movidos por el
deseo de rendir homenaje a un colega que, a pesar del alto rango que ocupaba en
uno de los poderes de la República, no mereció los honores que el Estado
hubiera debido conferirle. Para muchos otros, que no conocieron al hombre, el
homenaje no será la razón principal de la asistencia.
La diversidad de motivos y argumentos que se han
dado en los días previos tanto para participar de la marcha como para estar
ausente indican con más claridad el estado intelectual, político y emotivo de
la opinión pública que si la manifestación hubiera sido convocada bajo una
consigna única. Los que participarán de ella son, fundamentalmente, personas
que desean expresar preocupación, angustia o enojo, pero que quieren hacerlo
junto con otros, hacerlo en público, convertir esos sentimientos, por tanto, en
un hecho político. Un hecho político despojado, sin embargo, de toda
representación: no son los partidos políticos, ni los sindicatos, ni las
organizaciones sociales quienes convocan y dan el motivo, sino la multitud, la
multitud en el sentido que Spinoza dio a este término, como algo opuesto al pueblo.
No es en efecto el pueblo, uno, unánime, alineado detrás de un líder, o de una
palabra, o de una causa, el que toma la calle hoy por la tarde, sino una
multitud plural de seres que en su diversidad encarnan distintos ideales de
vida y de sociedad, pero que se reúnen porque sienten que lo ocurrido con la
muerte de Nisman pone en cuestión la posible realización de cualquiera de esos
distintos ideales.
Quienes se manifestarán esta tarde no lo harán
porque la muerte de Nisman sea el argumento de unos contra otros, ni porque
exprese la razón criminal contra la razón de Estado, ni la razón mafiosa contra
la razón institucional, sino porque expresa la puesta en crisis de toda razón,
la irrupción de lo irracional violento en una sociedad en la que la violencia
sustituyó ya una vez el lenguaje de la política (y las consecuencias de esa
sustitución siguen afectando, décadas después, nuestra vida en común).
Seguramente, lo único que comparten todos los que se encontrarán esta tarde, en
la plaza pública, es el rechazo de esa forma de la sinrazón, el retorno de lo
más temido.
El Gobierno es poco inteligente al condenar la
manifestación, la expresión pública en las calles del país. Debería ser parte
de la marcha, participar de ella y compartir de este modo un sentimiento en el
que no se cifra una acusación, sino un temor, el temor de que la nueva clave
que dé sentido a la partitura sobre la que se escribe la política argentina sea
la muerte. Pero el Gobierno ha perdido toda capacidad para percibir el
sentimiento público y, carente de empatía, no puede actuar de un modo distinto.
No puede, principalmente, ya que el Gobierno, y Cristina Fernández en
particular, ha renunciado a encarnar la representación que su rol institucional
le exige. En efecto, desde la muerte de Nisman, la Presidenta abandonó los
atributos simbólicos de su cargo: ni el medio ni el mensaje, nada en lo dicho
ni en el modo de decirlo desde entonces está dirigido a los siempre invocados
"cuarenta millones de argentinos".
La acusación según la cual la manifestación de hoy
por la tarde es un paso más de lo que sus funcionarios y seguidores designan
como "golpe blando", como intento de destitución del Gobierno, es más
bien la interpretación proyectiva de lo que el Gobierno mismo ha venido realizando
sistemáticamente. Porque si el resultado de un golpe de Estado significa la
interrupción del funcionamiento de las instituciones democráticas y
republicanas, algo muy parecido a eso ocurre en un país en el que la
deliberación parlamentaria es inexistente, el funcionamiento del Poder Judicial
está interferido por el Ejecutivo y el Ejecutivo convoca a la fiesta popular en
momentos de gravedad y angustia. La manifestación de hoy, entonces, es también
una manifestación a favor del Gobierno: no una exigencia de ruptura sino de
continuidad, no un apoyo a sus actos sino a su existencia misma, a una
existencia amenazada desde adentro por quienes deberían haberla protegido pero
han sido incapaces de hacerlo.
Dos epitafios suceden a la muerte de los hombres
públicos: uno, el que es común a todos, será inscripto en la lápida. Es el
texto con el que sus prójimos desean recordarlo, el que evocará algo en quienes
compartieron algún momento en el trayecto de una vida: familiares, amigos,
compañeros. Ellos conocieron el tono de una voz, los gestos de las manos,
gustos y hábitos, temores e ilusiones: lo que hace, en suma, de esa persona
alguien singular. Pero hay otro epitafio, el que el público, a lo largo del
tiempo, va inscribiendo en su propia historia con la caligrafía de la vida del
muerto. Un epitafio que no se graba en la piedra de la lápida, sino en el
relato de quienes vieron sus vidas afectadas por él, no por el hombre o la
mujer concretos, no por la interacción personal con el muerto, sino por los
efectos interpuestos que sus actos, sus hechos o sus decisiones provocaron en
la vida social.
Si el primer epitafio, el de los próximos, es la
marca del final de la vida y da inicio a la recordación, el otro, el epitafio
público, es el comentario en proceso que las diversas voces implicadas irán
articulando, nunca definitivo, nunca unánime. La manifestación de hoy, a un mes
del fallecimiento de Nisman, es parte de la escritura de ese epitafio. No
sabemos, todavía, qué quedará allí dicho, pero sabemos algunas de las cosas que
no quisiéramos que quedaran inscriptas. No quisiéramos que diga, por ejemplo,
que junto con el fiscal Alberto Nisman yace enterrada la verdad del atentado
contra la AMIA. No quisiéramos que diga que junto con Nisman yace la verdad
sobre su propia muerte. No quisiéramos que ese epitafio consagre también la
impunidad en la Argentina, el crimen sin castigo, el dolor sin reparación, el
daño sin reproche.
Las escrituras funerarias -obituarios, discursos
fúnebres, composiciones conmemorativas- son, como recuerda el historiador
Armando Petrucci, "una práctica de los vivos dirigida a otros vivos, una
práctica sustancial y profundamente política". Es en ese sentido que la
manifestación de hoy, 18 de febrero, es política: es el modo en el que la
multitud comienza a escribir sus sentimientos y sus ideas a propósito de la
muerte de Alberto Nisman en el espacio público, en el que las calles serán
convertidas en los renglones de un texto que quiere ser, también, trinchera y
muro, límite a las pasiones oscuras de una sociedad que, con frecuencia, olvida
que la vida en común sólo es posible si se organiza en torno de la palabra,
pero de una palabra que circula, que no es emitida por alguien que le habla al
pueblo devenido masa, sino una palabra de los ciudadanos, democrática, plural y
diversa. Una palabra pública, siempre más valiosa que los secretos camuflados
en supuestas razones de Estado, esas razones que llevaron a la firma de un
acuerdo espurio, furtivo, subrepticio y clandestino que tuvo, entre sus
consecuencias, la muerte de un fiscal y la necesidad de reunirnos, hoy, para
contribuir en la escritura de su epitafio.
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