jueves, 19 de febrero de 2015

Libertad de expresión: ¿cómo callar el ruido del mundo?



POR FANKLIN FALCONÍ

La tecnocracia oficial hace grandes esfuerzos para dar sustento político y hasta teórico a las acciones viscerales y autoritarias que provienen del Presidente de la República, o de algún funcionario de alto rango dentro del movimiento oficialista. La guerra declarada desde el púlpito de los sábados contra Crudo Ecuador es una de esas acciones. Tuvieron que salir al paso periodistas, académicos o intelectuales gobiernistas para tratar de persuadir a la gente de que un control mayor sobre lo que se hace o se dice en las redes sociales es necesario en una sociedad “civilizada”, de que no hay que ofender al Presidente (aunque no se diga directamente esto) con mensajes satíricos o humorísticos; que los ciudadanos deben ser disciplinados frente a la autoridad.
Se cuestiona entonces como “incivilizado” al hecho de que un ciudadano “se esconda” tras el anonimato para proferir cualquier opinión sin sustento, o cualquier ofensa a un funcionario público que, según el oficialismo, también tiene derecho a la protección de su honra. El Estado, que estos funcionarios dirigen, tiene ahora que ser defendido frente a los abusos de los ciudadanos. Suena absurdo, pero es lo que sostienen. Es decir, que quien controla las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional, quien controla a la Justicia, a la Asamblea Nacional y toda la institucionalidad del Estado, debe ser defendido frente a los ciudadanos, quienes lo único que tienen es su voz, su conciencia, su decisión de defenderse frente a las arbitrariedades, de manera organizada o no, ejerciendo sus derechos políticos.
No puede haber algo que grafique mejor esta situación, que el caso de la profesora Mery Zamora, quien luego de haber sido declarada inocente en la última instancia judicial, vuelve a ser puesta en picota bajo el supuesto de que los jueces habrían violado el derecho del gobierno (o del Presidente de la República para ser más específicos), que argumenta que esta maestra de escuela intentó derrocarlo el 30 de septiembre del 2010, “incitando” a unos cuántos chicos de un colegio de Guayaquil, a protestar en las inmediaciones de esta institución educativa.
Las redes sociales y la pulgarcita contemporánea
El debate acerca del derecho que tienen los ciudadanos a expresarse libremente a través de las redes sociales se ha intensificado. La cuestión es: ¿debe regular el Estado lo que los ciudadanos hacen o dicen a través de las redes?, ¿hasta dónde se extiende el derecho a la privacidad de las personas?, ¿qué relación tienen el concepto privacidad con el de anonimato, en cuanto a la libertad de expresión en las redes?
En realidad, ya existe un nivel de regulación para el uso del internet por parte de los ciudadanos en el Código Integral Penal, que contiene artículos como el 396, en el que se dice que será sancionado con pena privativa de la libertad de 15 a 30 días “la persona que por cualquier medio profiera expresiones de descrédito o deshonra en contra de otra”. Aunque, como argumentan varios juristas, la norma se refiere a personas naturales, no a funcionarios públicos que por voluntad propia decidieron ocupar cargos en el Estado, y que, por tanto, están sometidos al escrutinio público. La libertad de los ciudadanos de expresar su opinión sobre los funcionarios se ha reconocido a nivel internacional como condición básica para el sustento de una democracia.
Así mismo, el derecho a la privacidad tiene que ver con que una cuenta de Facebook, o de Twitter, o cualquiera otra, puedan ser creadas por los ciudadanos, protegiendo su identidad, con el propósito de evitar presiones o persecuciones de parte de quienes se sintieran afectados por las opiniones que a través de ellas se viertan.
En este sentido, el 18 de diciembre de 2013, la Asamblea General de Naciones Unidas tomó una resolución en el sentido de proteger este derecho de los ciudadanos, pues según dice en una de sus partes: “Exhortan a todos los Estados a que respeten y protejan el derecho a la privacidad, incluso en el contexto de las comunicaciones digitales”.
Así mismo, el Sistema Interamericano de los Derechos Humanos, de la que forma parte la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), cuyas resoluciones el gobierno dijo recientemente reconocer, afirma:
“En su Declaración conjunta sobre libertad de expresión e Internet, el Relator Especial de las Naciones Unidas (ONU) para la Libertad de Opinión y de Expresión, la Representante para la Libertad de los Medios de Comunicación de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), la Relatora Especial de la Organización de Estados Americanos (OEA) para la Libertad de Expresión y la Relatora Especial sobre Libertad de Expresión y Acceso a la Información de la Comisión Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos (CADHP) afirmaron que la neutralidad de la red es un principio según el cual “[e]l tratamiento de los datos y el tráfico de Internet no debe ser objeto de ningún tipo de discriminación en función de factores como dispositivos, contenido, autor, origen y/o destino del material, servicio o aplicación”. Lo que persigue tal principio es que la libertad de acceso y elección de los usuarios de utilizar, enviar, recibir u ofrecer cualquier contenido, aplicación o servicio legal por medio de Internet no esté condicionada, direccionada o restringida, por medio de bloqueo, filtración, o interferencia. Se trata de una condición necesaria para ejercer la libertad de expresión en Internet en los términos del artículo 13 de la Convención Americana y, a la vez, de un componente transversal de los principios orientadores antes mencionados”.
Pero más allá de los marcos jurídicos internacionales o locales, cabe citar a uno de los teóricos de la comunicación más importantes de América Latina y el mundo en los actuales momentos, Jesús Martín Barbero, durante su última visita a Quito entre los días miércoles 4 y viernes 6 de febrero pasados, en relación a la libertad de expresión en las redes: “lo que estamos oyendo es la voz de los que no hemos oído nunca, porque no se atrevieron a hablar, no sabían escribir, entonces, lo genial es que estamos empezando a oír el ruido del mundo, y el mundo también existe, tanto como el poder”.
Barbero afirma que “todo lo que restrinja la diversidad de voces en el debate nacional es antidemocrático”. Sostiene que, así como lo describe Miche Serres en su libro: “Pulgarcita”, aquellas personas, sobre todo jóvenes, que siempre tuvieron temor a hablar, a expresarse, ahora lo hacen de manera profusa, en una suerte de oralidad contemporánea, puesto que en un mundo de las tecnologías de la información y la comunicación no hace falta haber tenido educación formal para aprender a expresar, a relacionarse con otros de su localidad o a nivel global, y esa es la riqueza del nuevo sentido que debe tener la democracia, que lastimosamente los Estados no logran comprender ni aceptar.
Al responder, en este sentido, acerca de qué le parece que en el Ecuador hayan medios llamados públicos pero que en realidad sean medios del gobierno, dijo: “lo público no puede ser lo estatal, lo público es de la sociedad, no del Estado solo. Hoy lo público tiene que ver con que haya cada vez más gente con voz propia, con escritura propia, con modos propios de decir lo que quiere, y lo que necesita, y lo que le gusta, si hay democracia en lo público es multiplicando las voces, las escrituras, los modos de pensar el país, los modos de quererlo, porque no hay un solo modo de pensarlo, de quererlo, hay muchas maneras… ¿Cómo tiene que ser la TV? (pública): donde haya viejos, adolescentes, mujeres, homosexuales, transexuales, negros, blancos, cobrizos, eso es democracia, no hay otra democracia que la posibilidad de muchas voces”.
Para Barbero, en lo público se topan, por un lado, el Estado, que tiende a la homogenización de la sociedad, a través del principio de igualdad ante la ley, y por otro una heterogénea sociedad, que se resiste a esa homogenización. Es, en este sentido, una tensión constante, pues ¿cuánta heterogeneidad cabe dentro de un Estado para que éste no se rompa? Es una problemática de los tiempos actuales, que según Barbero los estados modernos deben saber comprender.
¿Me permiten reírme?
La persecución obsesiva hacia el caricaturista Bonil es otra de esas acciones viscerales y autoritarias que sorprenden por lo absurdas que pueden llegar a ser, puesto que ya no se trata únicamente de atacar a las opiniones contrarias a la gestión del gobierno, sino una aparente intención de regular el sentido del humor de los ecuatorianos, como si se pretendiera enseñar cómo han de tener que hacer chistes y de qué tipo de bromas deben reírse los ecuatorianos; como si se quisiera establecer, por ley, qué es chiste y qué no.
En el informe que el Consejo de Regulación de la Comunicación (CORDICOM) emitió en relación a la denuncia contra Bonil por una supuesta discriminación al asambleísta Agustín Delgado en una de sus caricaturas, se hace un despliegue de conceptos semióticos para sustentar la idea de que Bonil discriminó al ex futbolista por ser negro y pobre.
Se recurre a los planteamientos de Teun van Dijk, sobre el análisis crítico del discurso, dejando de lado un aspecto clave de sus postulados: el contexto. En su libro: “Análisis del discurso social y político”, que escribe en coautoría con Iván Rodrigo M., señala: “Pécheux (cit. Díaz y López, 1986) asume que el análisis de discurso debe estar en referencia a las relaciones de sentido que produce, es decir, ver cómo un discurso remite a otro, respecto al cual es una respuesta directa o indirecta. Y allá radica la eficiencia misma del discurso por el cual se desarticula la formación discursiva adversaria y absorbe las argumentaciones de ésta en otra problemática diferente a la planteada en forma inicial”. Bajo este criterio, la caricatura por la que se inició el proceso administrativo contra Bonil debe ser entendida como un discurso construido con referencia a otro discurso al cual se opone el autor, que no es precisamente el hecho de que el asambleísta haya sido futbolista o de origen humilde, y mucho menos negro, sino frente al discurso de la “meritocracia” que impone el régimen, y desde el cual desacredita a todo aquel que se atreve a pensar diferente.

Bonil cuestiona que la exigencia de méritos a los ciudadanos, tanto para disfrutar del derecho a acceder a la universidad, como para ocupar alguna función pública, solo sea para los que no se cobijan con la bandera de Alianza País. Y mucho más, que asambleístas como Agustín Delgado, que en una entrevista que le hace diario El Comercio el miércoles 11 de febrero, admite que tiene dificultades de formación, y por tanto para leer adecuadamente, por su mismo origen humilde, sean quienes aprueban leyes tan severas y elitizantes de la educación superior como la Ley Orgánica de Educación Superior, que no considera que millones de ecuatorianos, de la condición que en su momento tuvo Delgado, deben tener el derecho también de acceder a la educación superior. “No soy académico, tuve que dejar de estudiar por ayudar a mi familia… lógicamente va a haber dificultad, porque nos han llevado a esa opresión”, dice Agustín Delgado en la mencionada entrevista, y tiene mucha razón.

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