POR FANKLIN FALCONÍ
La tecnocracia oficial hace grandes esfuerzos para dar sustento
político y hasta teórico a las acciones viscerales y autoritarias que provienen
del Presidente de la República, o de algún funcionario de alto rango dentro del
movimiento oficialista. La guerra declarada desde el púlpito de los sábados
contra Crudo Ecuador es una de esas acciones. Tuvieron que salir al paso
periodistas, académicos o intelectuales gobiernistas para tratar de persuadir a
la gente de que un control mayor sobre lo que se hace o se dice en las redes
sociales es necesario en una sociedad “civilizada”, de que no hay que ofender
al Presidente (aunque no se diga directamente esto) con mensajes satíricos o
humorísticos; que los ciudadanos deben ser disciplinados frente a la autoridad.
Se cuestiona entonces como “incivilizado” al hecho de que un
ciudadano “se esconda” tras el anonimato para proferir cualquier opinión sin
sustento, o cualquier ofensa a un funcionario público que, según el
oficialismo, también tiene derecho a la protección de su honra. El Estado, que
estos funcionarios dirigen, tiene ahora que ser defendido frente a los abusos
de los ciudadanos. Suena absurdo, pero es lo que sostienen. Es decir, que quien
controla las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional, quien controla a la Justicia,
a la Asamblea Nacional y toda la institucionalidad del Estado, debe ser
defendido frente a los ciudadanos, quienes lo único que tienen es su voz, su
conciencia, su decisión de defenderse frente a las arbitrariedades, de manera
organizada o no, ejerciendo sus derechos políticos.
No puede haber algo que grafique mejor esta situación, que el
caso de la profesora Mery Zamora, quien luego de haber sido declarada inocente
en la última instancia judicial, vuelve a ser puesta en picota bajo el supuesto
de que los jueces habrían violado el derecho del gobierno (o del Presidente de
la República para ser más específicos), que argumenta que esta maestra de
escuela intentó derrocarlo el 30 de septiembre del 2010, “incitando” a unos
cuántos chicos de un colegio de Guayaquil, a protestar en las inmediaciones de
esta institución educativa.
Las redes sociales y la pulgarcita contemporánea
El debate acerca del derecho que tienen los ciudadanos a
expresarse libremente a través de las redes sociales se ha intensificado. La
cuestión es: ¿debe regular el Estado lo que los ciudadanos hacen o dicen a
través de las redes?, ¿hasta dónde se extiende el derecho a la privacidad de
las personas?, ¿qué relación tienen el concepto privacidad con el de anonimato,
en cuanto a la libertad de expresión en las redes?
En realidad, ya existe un nivel de regulación para el uso del
internet por parte de los ciudadanos en el Código Integral Penal, que contiene
artículos como el 396, en el que se dice que será sancionado con pena privativa
de la libertad de 15 a 30 días “la persona que por cualquier medio profiera
expresiones de descrédito o deshonra en contra de otra”. Aunque, como
argumentan varios juristas, la norma se refiere a personas naturales, no a
funcionarios públicos que por voluntad propia decidieron ocupar cargos en el
Estado, y que, por tanto, están sometidos al escrutinio público. La libertad de
los ciudadanos de expresar su opinión sobre los funcionarios se ha reconocido a
nivel internacional como condición básica para el sustento de una democracia.
Así mismo, el derecho a la privacidad tiene que ver con que una
cuenta de Facebook, o de Twitter, o cualquiera otra, puedan ser creadas por los
ciudadanos, protegiendo su identidad, con el propósito de evitar presiones o
persecuciones de parte de quienes se sintieran afectados por las opiniones que
a través de ellas se viertan.
En este sentido, el 18 de diciembre de 2013, la Asamblea General
de Naciones Unidas tomó una resolución en el sentido de proteger este derecho
de los ciudadanos, pues según dice en una de sus partes: “Exhortan a todos los
Estados a que respeten y protejan el derecho a la privacidad, incluso en el
contexto de las comunicaciones digitales”.
Así mismo, el Sistema Interamericano de los Derechos Humanos, de
la que forma parte la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), cuyas
resoluciones el gobierno dijo recientemente reconocer, afirma:
“En su Declaración conjunta sobre libertad de expresión e
Internet, el Relator Especial de las Naciones Unidas (ONU) para la Libertad de
Opinión y de Expresión, la Representante para la Libertad de los Medios de
Comunicación de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa
(OSCE), la Relatora Especial de la Organización de Estados Americanos (OEA)
para la Libertad de Expresión y la Relatora Especial sobre Libertad de
Expresión y Acceso a la Información de la Comisión Africana de Derechos Humanos
y de los Pueblos (CADHP) afirmaron que la neutralidad de la red es un principio
según el cual “[e]l tratamiento de los datos y el tráfico de Internet no debe
ser objeto de ningún tipo de discriminación en función de factores como
dispositivos, contenido, autor, origen y/o destino del material, servicio o
aplicación”. Lo que persigue tal principio es que la libertad de acceso y
elección de los usuarios de utilizar, enviar, recibir u ofrecer cualquier
contenido, aplicación o servicio legal por medio de Internet no esté
condicionada, direccionada o restringida, por medio de bloqueo, filtración, o
interferencia. Se trata de una condición necesaria para ejercer la libertad de
expresión en Internet en los términos del artículo 13 de la Convención
Americana y, a la vez, de un componente transversal de los principios
orientadores antes mencionados”.
Pero más allá de los marcos jurídicos internacionales o locales,
cabe citar a uno de los teóricos de la comunicación más importantes de América
Latina y el mundo en los actuales momentos, Jesús Martín Barbero, durante su
última visita a Quito entre los días miércoles 4 y viernes 6 de febrero pasados,
en relación a la libertad de expresión en las redes: “lo que estamos oyendo es
la voz de los que no hemos oído nunca, porque no se atrevieron a hablar, no
sabían escribir, entonces, lo genial es que estamos empezando a oír el ruido
del mundo, y el mundo también existe, tanto como el poder”.
Barbero afirma que “todo lo que restrinja la diversidad de voces
en el debate nacional es antidemocrático”. Sostiene que, así como lo describe
Miche Serres en su libro: “Pulgarcita”, aquellas personas, sobre todo jóvenes,
que siempre tuvieron temor a hablar, a expresarse, ahora lo hacen de manera
profusa, en una suerte de oralidad contemporánea, puesto que en un mundo de las
tecnologías de la información y la comunicación no hace falta haber tenido
educación formal para aprender a expresar, a relacionarse con otros de su
localidad o a nivel global, y esa es la riqueza del nuevo sentido que debe
tener la democracia, que lastimosamente los Estados no logran comprender ni
aceptar.
Al responder, en este sentido, acerca de qué le parece que en el
Ecuador hayan medios llamados públicos pero que en realidad sean medios del
gobierno, dijo: “lo público no puede ser lo estatal, lo público es de la
sociedad, no del Estado solo. Hoy lo público tiene que ver con que haya cada vez
más gente con voz propia, con escritura propia, con modos propios de decir lo
que quiere, y lo que necesita, y lo que le gusta, si hay democracia en lo
público es multiplicando las voces, las escrituras, los modos de pensar el
país, los modos de quererlo, porque no hay un solo modo de pensarlo, de
quererlo, hay muchas maneras… ¿Cómo tiene que ser la TV? (pública): donde haya
viejos, adolescentes, mujeres, homosexuales, transexuales, negros, blancos,
cobrizos, eso es democracia, no hay otra democracia que la posibilidad de
muchas voces”.
Para Barbero, en lo público se topan, por un lado, el Estado,
que tiende a la homogenización de la sociedad, a través del principio de
igualdad ante la ley, y por otro una heterogénea sociedad, que se resiste a esa
homogenización. Es, en este sentido, una tensión constante, pues ¿cuánta
heterogeneidad cabe dentro de un Estado para que éste no se rompa? Es una
problemática de los tiempos actuales, que según Barbero los estados modernos
deben saber comprender.
¿Me permiten reírme?
La persecución obsesiva hacia el caricaturista Bonil es otra de
esas acciones viscerales y autoritarias que sorprenden por lo absurdas que
pueden llegar a ser, puesto que ya no se trata únicamente de atacar a las
opiniones contrarias a la gestión del gobierno, sino una aparente intención de
regular el sentido del humor de los ecuatorianos, como si se pretendiera
enseñar cómo han de tener que hacer chistes y de qué tipo de bromas deben
reírse los ecuatorianos; como si se quisiera establecer, por ley, qué es chiste
y qué no.
En el informe que el Consejo de Regulación de la Comunicación
(CORDICOM) emitió en relación a la denuncia contra Bonil por una supuesta
discriminación al asambleísta Agustín Delgado en una de sus caricaturas, se
hace un despliegue de conceptos semióticos para sustentar la idea de que Bonil
discriminó al ex futbolista por ser negro y pobre.
Se recurre a los planteamientos de Teun van Dijk, sobre el
análisis crítico del discurso, dejando de lado un aspecto clave de sus
postulados: el contexto. En su libro: “Análisis del discurso social y
político”, que escribe en coautoría con Iván Rodrigo M., señala: “Pécheux (cit.
Díaz y López, 1986) asume que el análisis de discurso debe estar en referencia
a las relaciones de sentido que produce, es decir, ver cómo un discurso remite
a otro, respecto al cual es una respuesta directa o indirecta. Y allá radica la
eficiencia misma del discurso por el cual se desarticula la formación
discursiva adversaria y absorbe las argumentaciones de ésta en otra problemática
diferente a la planteada en forma inicial”. Bajo este criterio, la caricatura
por la que se inició el proceso administrativo contra Bonil debe ser entendida
como un discurso construido con referencia a otro discurso al cual se opone el
autor, que no es precisamente el hecho de que el asambleísta haya sido
futbolista o de origen humilde, y mucho menos negro, sino frente al discurso de
la “meritocracia” que impone el régimen, y desde el cual desacredita a todo
aquel que se atreve a pensar diferente.
Bonil
cuestiona que la exigencia de méritos a los ciudadanos, tanto para disfrutar
del derecho a acceder a la universidad, como para ocupar alguna función
pública, solo sea para los que no se cobijan con la bandera de Alianza País. Y
mucho más, que asambleístas como Agustín Delgado, que en una entrevista que le
hace diario El Comercio el miércoles 11 de febrero, admite que tiene
dificultades de formación, y por tanto para leer adecuadamente, por su mismo
origen humilde, sean quienes aprueban leyes tan severas y elitizantes de la
educación superior como la Ley Orgánica de Educación Superior, que no considera
que millones de ecuatorianos, de la condición que en su momento tuvo Delgado,
deben tener el derecho también de acceder a la educación superior. “No soy
académico, tuve que dejar de estudiar por ayudar a mi familia… lógicamente va a
haber dificultad, porque nos han llevado a esa opresión”, dice Agustín Delgado
en la mencionada entrevista, y tiene mucha razón.
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