Benjamín
Fernández Bogado
La soberbia del
poder
Sabemos que es
uno de los siete pecados capitales y que es muy frecuente encontrar su
manifestación en la política. Una especie de patología congénita al poder. No
se puede en apariencia concebirlo sin soberbia que es un adorno insultante en
democracia. Si uno tiene poder y no lo expresa de manera soberbia pareciera que
no lo tuviese. Hace unos días la presidenta argentina, Cristina Fernández, en
su primera alocución luego de la muerte del fiscal Nisman, mostró su rostro más
perfecto con una seria insinuación sin base legal y sin nada de humanidad de
que el magistrado se había suicidado, no expresando sus condolencias por lo
menos a la familia del fiscal muerto. La soberbia es una debilidad de quien la
padece y suele generar antipatías profundas que tardan en olvidarse, a tal
punto que el emperador Julio César requería de alguien que le recordara
diariamente que él era un ser humano.
En nuestras democracias de fachada,
donde todo acaba en el ritual electoral pero sin vivir los valores constitutivos
de ellas, suele ser muy frecuente que quien es electo termine espetando al que
no con la afirmación de: “... ¿cuántos votos obtuviste?” como si la razón o la
verdad estuviera en el número de sufragantes de su candidatura. La razón muchas
veces en el poder no está en los adulones que agregan el combustible necesario
al soberbio de turno sino en aquellos que ven cómo la soberbia aleja de la
razón el ejercicio del poder. El sentido del servicio, que debería ser
connatural al gobierno, es sustituido por una sensación de enojo, desprecio e
insultos constantes con el que el soberbio presidente ejerce el poder de
ocasión. Requerimos personas con mayor sensibilidad en el poder. La defensa
inveterada de la “verdad oficial” termina convirtiéndola en mentira constante.
Los mandatarios que se creen mandantes, y como tal admiten que los votos
obtenidos muchas veces a través de mecanismos turbios y que lo legitiman con el
barniz de la soberbia efectiva, en realidad son seres solitarios, desconfiados
y frágiles. La fuerza del poder es el servicio y los que sustituyen este acerto
pasan a convertirse en rehenes de sus propias emociones y limitaciones.
El enojo constante del poderoso acaba
con disuadir a sus mejores hombres de la tarea de ayudarlo a gobernar con acierto
y en cambio los sustituyen por los adláteres dispuestos a soportar las peores
vejaciones a las que pueda ser sometido un ser humano. Con el paso del tiempo,
el que padece todo esto considera que es parte natural de la personalidad del
mandatario, a quien denominan jefe o patrón, con lo cual la adulonería se hace
parte de la definición de quien ostenta el poder.
El soberbio pasa así a creerse por
encima de los demás y, por supuesto, de las normas o limitaciones jurídicas,
que finalmente son obras no de las sociedad sino argumentaciones sostenidas por
los “enemigos del régimen” que buscan acabar con el mandato popular del
gobernante de ocasión.
Hay un factor permanente en el
soberbio que lo asocia al del resentimiento, ese odio larval del que hablaban
los griegos y que con mucha frecuencia el gobernante pasa a convertirlo en
virtud, cuando en realidad es un defecto que lo perjudica, primero, a nivel
personal y luego, a nivel nacional.
El soberbio es un débil que esconde
su fuerza en el error reiterado. Hacerles entender que en democracia es el
pueblo y la sociedad organizada los que buscan su mejor destino es una lección
sencilla pero necesaria para los muchos que con esos defectos gobiernan en
América Latina.(O)
El sentido del servicio, que
debería ser connatural al gobierno, es sustituido por una sensación de enojo,
desprecio e insultos constantes con el que el soberbio presidente ejerce el
poder de ocasión. Requerimos personas con mayor sensibilidad en el poder.
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