martes, 24 de marzo de 2015

Por Roberto Aguilar
·         Manifiesto
No es ceguera: es mala fe. El Presidente tuvo drones que sobrevolaron Quito durante la concentración de protesta del 19 de marzo. Tuvo un helicóptero que aterrorizó a los manifestantes por la inquietante posibilidad de que se tratara de un Dhruv. Tuvo escuadrones policiales dispuestos a intervalos regulares desde El Ejido hasta Carondelet, cuyos responsables debieron informar constantemente sobre el desarrollo de los acontecimientos. Sabe, por tanto, que esta marcha fue más concurrida que la anterior, por lo menos en la capital. Sabe que al filo de las seis de la tarde, cuando se llenó la plaza de San Francisco, la abigarrada multitud que esperaba su turno para entrar se extendía a lo largo de 12 cuadras de las del centro histórico, por las calles Bolívar y Guayaquil hasta más allá del Teatro Sucre. Sabe que desde esa hora hubo un constante flujo de personas que abandonaba la plaza y otro río no menos caudaloso que ingresaba, y que este movimiento duró quizás una hora. Que la plaza, a la cual atribuye una capacidad para acoger a 20 mil personas, se llenó dos veces. O más. Todo eso lo sabe a ciencia cierta. Sin embargo, a la hora de hacer un balance público de lo ocurrido, elige mostrar una fotografía aérea quizás captada a eso de las cinco, cuando no había llegado a San Francisco más que la cabeza de la manifestación. Y asegura que las fotos que circulan en las redes sociales, en las que aparece una multitud mucho más grande, han sido trucadas con Photoshop. Miente no más el Presidente.
No es ceguera: es deshonestidad intelectual. Por retorcida que sea la concepción de la política que uno tenga (y el correísmo ha dado pruebas suficientes de retorcimiento), los hechos son lo que son y no pueden ser cambiados, hay que rendirse a ellos. Y los hechos del 19 de marzo son los de una manifestación cuyo 99 o más por ciento de integrantes no lanzó una piedra, no apaleó a nadie, no cree en la fuerza como mecanismo para resolver conflictos, no simpatiza con el Grupo de Combatientes Populares ni con ninguna de esas células diminutas de gente violenta que por desgracia todavía existen. Los dirigentes correístas conocen esa dinámica y lo saben. Los periodistas de los medios oficiales estuvieron ahí y lo saben. El ministro del Interior, José Serrano, fue informado y lo sabe. Rafael Correa participó en manifestaciones parecidas cuando aún no era Presidente y también lo sabe. Lo sabe de sobra. Sabe que los adoquines levantados, los policías lastimados, los golpes infringidos y todos los hechos de violencia que se produjeron al final de la jornada, siempre al final, cuando el 99 o más por ciento de los marchantes se había retirado ya de vuelta a casa, no representan al conjunto de la manifestación ni resumen su espíritu. Que son (por reprochables que a todos nos parezcan) hechos marginales en comparación con la unánime voluntad de expresión de una multitud de ciudadanos que ejerció en la calle su derecho de participación política y emitió un mensaje de insatisfacción incontrastable. Pretender lo contrario, resumir la marcha del 19 de marzo con una cifra de vidrios rotos, es de una mezquindad de espíritu que da grima. Deshonestidad intelectual pura y dura.
El Presidente se sirve de sus vivencias de ese día como de una coartada: “Estaba saludando a la comunidad –contó el sábado– y de repente veo una lluvia de tubos, piedras y botellas… Resulta que era un turba de los tirapiedras que se avalanzó…”. Fue su versión sobre los hechos ocurridos en Riobamba, cuando pretendió ejecutar una entrada triunfal en olor de multitudes a la ciudad aún bullente de manifestantes, a bordo del vehículo que él se complace en llamar, con aura pontificia, “el Correamóvil”. Comparó la escena con una película “de esas de romanos” y es difícil imaginar una analogía más exacta, pues a bordo de su carroza el Presidente se comporta como Coriolano invicto. Un video lo muestra investido con el atributo principal de su poder, el micrófono, dirigiendo con voz quebrada el asalto final contra los volsgos que le cierran el paso: detengan a ese de ahí, detengan al de más allá, aleeerta, aleeerta… En cuanto a la “lluvia de piedras, tubos y botellas” que en su delirio bélico creyó ver cayendo sobre su cabeza, no parece existir prueba documental que la certifique (y la verdad es que tanto nos ha mentido Rafael Correa que ya va siendo horita de exigirle pruebas documentales de lo que dice). Seguramente su versión puso en aprietos a los operadores del aparato de propaganda, quienes al parecer se hicieron figurillas para mostrar imágenes que medianamente se aproximaran a lo narrado. Esto fue lo que encontraron, recuadraron y ralentizaron en el video correspondiente:

¿Será piedra? ¿Será tubo? ¿Será botella? Esto parece un chiste. Hemos descendido al punto en que el debate sobre una manifestación democrática de ciudadanos que expresan su disconformidad con el Gobierno bien podría centrarse en detalles de este tipo. Es el punto al que nos han conducido la mala fe, la deshonestidad intelectual y los aspavientos de un presidente incapaz de relacionarse con sus contradictores políticos en pie de igualdad, incapaz de reconocer la naturaleza de los hechos y de asumir que la disidencia existe y es inevitable. Hemos descendido al punto del ridículo. Y el ridículo puede ser más peligroso de lo que aparenta.
Claro que hubo alguna ceja partida y eso está muy mal. Pero ese es un problema policial. De un estadista de verdad se espera una lectura política de los hechos. El problema es que Rafael Correa es tan incapaz de generar sentidos políticos como un olmo de dar peras. Su única conclusión del 19 de marzo es que hizo falta más presos. El sábado retó al ministro del Interior, José Serrano, por esa causa. Y todavía tiene la jeta de compararse (lo hizo al arrancar una entrevista transmitida el mismo jueves 19) con la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, quien también afrontó grandes manifestaciones de ciudadanos inconformes. ¡Con Dilma, cuya pedagogía política consiste precisamente –y así lo declara– en escuchar lo que dice la calle! ¿Acaso ella cometió la insensatez de treparse en el Rouseffmóvil y situarse en la cabeza de la contramarcha? ¿Acaso calificó a los manifestantes como una manga de sufridores y tirapiedras que no saben lo que quieren? ¿O pidió más detenidos a su ministro de la Policía? ¿No alcanza el Presidente a ver las diferencias o su comparación es otra muestra de su deshonestidad intelectual?

Dijo Correa el sábado sobre los ciudadanos que se manifestaron en todo el país: “¿Quieren hablar conmigo? Primero que pasen un test sicológico, compañeros”. Esta declaración lo retrata de cuerpo entero. Con semejante filosofía convertida en política de Estado, el Ecuador parece dirigirse hacia un peligroso cuello de botella en el cual la resolución de los conflictos podría estar determinada, de un lado, por la incapacidad del Gobierno de asumir la realidad; y de otro, por su vocación para dirimir los temas de la política con respuestas policiales. Se tiene la inquietante sensación de que Rafael Correa es un tipo cada vez más peligroso a medida que se acerca su final. ¿De qué será capaz con el fin de postergarlo?

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