lunes, 5 de octubre de 2015

En el Ecuador la impunidad de los funcionarios está a punto de ser convertida en un derecho. Quien trate de negar ese derecho será sancionado por los jueces.
La campaña para conseguir este objetivo no es nueva. Cuando los periodistas Juan Carlos Calderón y Cristian Zurita publicaron en el 2012 los contratos del hermano del presidente con el Estado fueron enjuiciados y condenados. Los veedores que siguieron el caso corrieron una suerte similar dos años más tarde.
Lo novedoso ahora es la sostenida y entusiasta campaña a favor de la impunidad que llevan adelante los más importantes funcionarios del correísmo con motivo de la presentación de una denuncia hecha por un grupo de ciudadanos sobre un supuesto sobreprecio en la construcción de la presa hidroeléctrica Manduriaco.
“Que no se atrevan a echar sombras sobre las megaconstrucciones”, advirtió con energía evidentemente sobreactuada y poca convicción el vicepresidente Jorge Glas en el penúltimo enlace presidencial. “Tendrán que responder por todas y cada una de las cosas que han dicho”, agregó instantes antes de ordenar al solícito ministro de Electricidad Esteban Albornoz que pida a sus abogados que llamen a confesión judicial a cada uno de los miembros del grupo llamado a sí mismo como Comisión Anticorrupción. Albornoz se unió al coro.  Nerviosito e hiperventilado repitió la lección: tendrán que responder ante los jueces por haber cuestionado nuestro trabajo.
Y el presidente Correa refiriéndose al mismo tema de la presa de Manduriacu hizo más o menos la misma advertencia en el más reciente enlace de los sábados.”Tendrán que responder por sus actos. Ya basta”, dijo Correa no sin antes acusar a quienes han denunciado este supuesto sobre precio de querer robarle su buen nombre.  Correa dijo, además, que quienes andan denunciando corrupción son los corruptos. Como para que se tenga en cuenta cuando aparezca una nueva denuncia.
La idea es simple: el que se atreva a hablar sobre corrupción tendrá que responder ante los jueces (jueces propios claro) porque la honra de los funcionarios está por encima de todos los derechos constitucionales y los principios democráticos. No importa que la Constitución y la decencia establecen que el funcionario público está obligado a tolerar cualquier cosa que sobre su ejercicio del poder le pueda decir un ciudadano. O que la misma Constitución y la decencia ordenan que, a diferencia del ciudadano común, ellos tienen que demostrar su honradez y no al contrario como ocurre en el derecho privado.
No, para gente como Glas, Correa o para sus solícitos ministros y asesores, que los ciudadanos les exijan explicaciones es inadmisible. Si el contralor del Estado, hombre de extrema confianza suya y al que alaban casi todos los sábados, ya dijo que han actuado correctamente nadie tiene derecho a cuestionarlos. Si lo hacen serán juzgados.
El pretendido derecho a la impunidad de los funcionarios del Gobierno es y ha sido históricamente consecuencia de los absolutismos. En el fondo, toda forma absolutista se origina en la idea de que quien ejerce el poder lo hace en delegación de un poder divino que no puede ser puesto en duda por nadie. Es la figura del príncipe que ha recibido el poder no de quienes lo han elegido sino de un ente superior o celestial. El “no se atrevan” de Glas no puede ser más elocuente. Ni más patético.

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