domingo, 25 de octubre de 2015

Sangre

Francisco Febres Cordero
Domingo, 25 de octubre, 2015 - 00h07


De tiempo en tiempo, el excelentísimo señor presidente de la República tiene sed de sangre. Quiere verla derramándose, quiere verla correr.
No le basta con la violencia verbal que emplea en cada sabatina, en la que cualquier opositor recibe una andanada de injurias que no son sino arteras, lacerantes puñaladas contra la dignidad.
No le basta con romper frente a las cámaras los periódicos con ira incontrolable, en un gesto que habla de su intemperancia y su irrespeto a las ideas ajenas.
No le basta con pisotear la Constitución y las leyes para, en su reemplazo, hacer lo que su omnímoda voluntad le dicta.
De tiempo en tiempo el excelentísimo señor presidente de la República quiere sangre. Roja, fresca, olorosa, palpable.
Y la quiere él, que es el mandatario de un país que observa con detenimiento cada gesto suyo, cada acción. Que escucha las palabras que brotan según el dictado de su mente que, como la de todas las de sus conmilitones, se mantiene en estado de perpetua lucidez.
De tiempo en tiempo y a lo largo de sus largas hemorragias verbales, su deseo de sangre se exterioriza: por eso reta a alguien a dirimir sus diferencias a puñetazos. Lo ha hecho cada vez que siente cómo crece, trepida, explota el rencor que se almacena dentro de su corazón ardiente. Entonces aflora el varón que lleva dentro. El macho.
Y con ello probablemente intuya que la admiración que siente el pueblo ante la posibilidad de saciar su venganza, sube. Y con ello, también, echa mano a una vieja ley, la del talión, cuya necesidad de ponerla en práctica se vuelve recurrente, regresa con furia inusitada desde el más recóndito lugar de su conciencia.
Las ideas, las palabras, las mediaciones, los consensos, son innecesarios, son instrumentos inventados por cobardes. La fuerza –y por tanto la razón– está en los puños.
El excelentísimo señor presidente de la República da una lección al pueblo: para zanjar las controversias no existen tribunales, ni códigos, ni leyes. La verdad se impone a mandoblazos.
¡Niños, mujeres, minusválidos, viejos, tiemblen! Bastará un bofetón que reciban como respuesta para que sus palabras dejen de tener sentido.
Hombres de manos limpias: ¡Aprendan a hacerse respetar como varones!
Con esa máxima, todo queda claro: ocho largos años hemos sido gobernados por un macho cuya voluntad se ha impuesto a contravía de cualquier razonamiento. Las leyes, rotas; los periódicos, rotos. El sentido común, roto. La democracia, herida, vapuleada, descoyuntada, rota.
¡Tiemblen, niños; tiemblen, mujeres; tiemblen, minusválidos; tiemblen, viejos!, que la ley que nos rige es la de la fuerza. ¡Tiemble la razón! ¡Tiemble la idea! (O)
Las ideas, las palabras, las mediaciones, los consensos, son innecesarios, son instrumentos inventados por cobardes. La fuerza –y por tanto la razón– está en los puños.

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