viernes, 7 de agosto de 2015

Yachay

  Orlando Alcívar Santos


 

Hay que reconocer que el Gobierno ha tratado de hacer un buen trabajo con las universidades al suprimir algunas de ellas que funcionaban con profesores no idóneos, en locales precarios y con otras condiciones supuestamente académicas pero indignas de ser admitidas en institutos de educación superior, como por ejemplo cuando extendían títulos supuestamente obtenidos a través de dudosos cursos a distancia falsamente soportados y jamás examinados idóneamente.
Pero también hay que señalar que junto con ese afán depurativo, donde hubo aciertos, hubo asimismo muchos errores, como aquel de jubilar obligatoriamente a maestros con experiencia y conocimientos simplemente porque habían llegado a los 70 años de edad (una especie de gerontofobia), a pesar de tener la plenitud de sus facultades, su capacidad intelectual intacta, hoy que la expectativa de vida se ha incrementado considerablemente. Esos talentos despedidos de las aulas universitarias, además, recibieron como indemnización, después de 30 o 40 años de labores científicas y docentes –como me decía hace poco uno de ellos–, solo una pequeña parte de lo que recibe un futbolista de nuestra Selección por formar parte de ella.
Con este entorno nació Yachay, la universidad de punta con nombre quichua que quiere ¿o quiso? ser emblemática del avance científico y tecnológico diseñado e impulsado por el Gobierno y que –como aspiración, como deseo– no hay nada que censurar, aunque si miramos los enormes costos y las dificultades propias de nuestra condición de país, luce como un propósito sobredimensionado, fíjense que no digo alucinado, porque todavía es posible recanalizar esos afanes y los mismos proyectos –por cierto, con las variantes y correcciones de rigor– a través de universidades en desarrollo y de prestigio internacional como la Escuela Superior Politécnica del Litoral (Espol), que tiene centros de investigación relacionados con empresas nacionales y extranjeras, programas académicos singularizados en varios niveles, maestrías y doctorados, y clasificada entre las más destacadas del continente y con la mejor reputación entre las universidades públicas del Ecuador, según lo dicen publicaciones especializadas del globo, y que cuenta, además, con un campus de más de 100 hectáreas que puede permitir una planificación física ambiciosa.
Comulgo con el concepto de que una universidad como la que se persigue debe ser una de investigación, de rigor académico, de alto nivel de estudios, orgullosa de los profesionales que egresen de su claustro, pero parece una extravagancia –por expresarlo con benevolencia– que los principales directivos de Yachay Tech –su nueva nomenclatura identificatoria– no residan cerca de sus instalaciones y ni siquiera en el país, y que los bolsillos que contienen sus fondos se aprecien como agujereados por las cifras que se han divulgado y que están cercanas a lo que se conoce como dispendio de los dineros públicos.
No descalifico, más bien aplaudo, la idea de tener algún día –y obviamente si no se comienza el proyecto nunca alcanzará su culminación– una universidad a la altura de las grandes instituciones académicas de renombre mundial como Harvard, Oxford, Stanford, Cambridge, Sorbona, Salamanca, pero para eso hay que trabajar a fondo, con grandes sacrificios y conocimientos y mística y disciplina y recursos y talentos, y sobre todo por largos y espesos años. No es una tarea de improvisación ni de ciclo corto. En una labor de esa envergadura no es posible quemar etapas ni ilusionarse con fantasías. (O)

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