Publicado el 2016/09/10 por AGN
Diario El Mercurio
Alberto Ordóñez Ortiz
Cuando la mugre destilada más por descaro que por aseo, es puesta a circular como si de una límpida moneda de oro se tratara, es que hemos tocado fondo. Cuando el roñoso ardid de trastienda rompe la tranca para erigirse en verdad y la impostura se corona con sus grasientas manos, es prueba -manifiesta y maloliente- de que han tapiado a cal y canto la puerta de salida. Entonces es el momento -no hay otro- en que por fuerza debamos reconocer que no era necesario que se hundiera el barco para que las ratas estuvieran conduciéndolo. Quien haya llegado a ese descorazonador punto, sabrá mejor que yo que Joyce tenía toda la razón del mundo cuando dijo que ”la historia era una pesadilla de la que estaba tratando de despertarse”.
A la verdad desbancada ahora por el mal hilvanado subterfugio, le está sucediendo el abuso, la estulticia, el saqueo y cuantas cosas más que al momento no se ven pero que llegada la hora y el día se verán. Entre tanto el ceremonial conducido por una retórica plana y de chingana de mala muerte y peor suerte, sembrado por pretenciosas afectaciones de pulcritud, de imitaciones al “loco que ama”, de chabacanerías vulgares; avanza -si es que avanza- o se ha quedado -como todo indica- refosilándose en el mismo nauseabundo sitio, porque la higiene tiene también su pudor y sus límites. La elocuencia propia de los charlatanes de feria es la consigna, como el análisis inescrupuloso y la pantomima gesticular de los que en la forma de andar revelan su más guardado secreto, que, -dicho de paso-, es un secreto que se desgañita a gritos.
El propósito de tanta retahíla de sandeces al mayoreo, es el de que avancemos como los cangrejos, sin darnos la oportunidad de que podamos acogernos a la veda salvadora, y de que andemos hacia atrás, siempre hacia atrás, porque de cerca somos peligrosos. Podemos enrostrarlos y lograr que alguien abra la boca. La tramoya -desde luego- es una misma trampa. Ordenada de distintas maneras, en momentos y lugares diferentes. En aquellos en que se obtengan réditos contantes y sonantes. Repetida y recontrarepetida en el desfalco que infama -siempre en el desfalco- y animada de la insoportable pretensión de subyugar lo único que no pueden ni podrán: nuestra sacrosanta e irreductible conciencia. Que sigan no más en su tramoya. Mientras puedan. Que ya les va quedando poco. Que hasta el cansancio nuestra conciencia les dice y les dirá que no. Que jamás. Que se vayan con su música a otra parte.
Sin perder el hilo, ni la debida compostura, se vuelve imprescindible que les digamos -ellos lo saben bien, y por qué- que hasta los sumideros tienen su vida útil. Y, por supuesto, tienen también el derecho a explotar. Entonces: “Acuérdate ahora de tu creador, antes que vengan los días calamitosos y todas las puertas hayan sido cerradas por dentro y las plañideras marchen alrededor de tu calle. No olvides que las moscas muertas hacen que el aceite del unguentario hieda y haga bastante tontedad en el que se cree dueño de la verdad por sabiduría y gloria. Vanidad de Vanidades, todo es vanidad”. (O)
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