Publicado el 2016/09/24 por AGN
Diario El Mercurio
Alberto Ordóñez Ortiz
Nada permanece. Todo muta. La vida adopta nuevas formas y renueva constantemente los sucesivos trajes con que aparece y desaparece. Se extiende en un infinito juego de espejos. Nunca se detiene. El cambio es su rúbrica. Su destino. El hombre -usted y yo- de un instante para otro -sin que nos percatemos- no podemos evitar que la indetenible rueda del tiempo deje en nosotros su indeleble y, en veces, perversa huella: “fiera venganza la del tiempo”, como dice un magistral tango. En apariencia, pero las apariencias engañan, no notamos el cambio, sin embargo, la suma de esos imperceptibles cambios convirtieron al niño que fuimos en adolescente, luego en el joven, para a continuación permitir que sobre nuestros hombros caiga el peso de la edad provecta, deliciosa expresión con que inútilmente se pretende maquillar la vejez. Mutar es lo nuestro. Su presencia es, en suma, una constante universal que no podemos eludir.
Está en el aire que respiramos; en los ríos que corroen de manera lenta pero firme los cañones rocosos; en la oposición de lenguas que provocó -según la leyenda bíblica- la mítica Torre de Babel; en la violencia enterrada de razas humanas y animales prehistóricos desaparecidos; en los innúmeros misterios que se supone que yacen en la profundidad insondable de los abismos; en los imperios que un día izaron sus blazones supuestamente invencibles y que ahora constan en un párrafo de la historia. La vida desaparecida es un volcán apagado por un horizonte perturbador que, en parte es sueño, en parte la desesperanza de sabernos de paso y nada más. La mutación domina, aunque por fuera todo parezca inamovible, por dentro: todo está lleno de la urgencia inalterable del cambio, basta una chispa de tiempo y todo cambia. La mutación triunfa inexorablemente.
La vida nos rebautiza sin pausas. Y, en tal medida, que confundimos fechas, rostros y nombres. Inclusive usamos el pretérito para referirnos a nosotros. Como si estuviésemos muertos. Y en verdad, entre paso y paso hay una muerte más real que los diez mandamientos. Solo se salvan los recuerdos que nos marcaron con el crujiente fuego del amor o del desamor. Ese algo que nos había matado y que, sin embargo estaba vivo. Ese algo que perduraba sin nombre, separado de la esperanza, como del remordimiento o de la puñalada de la desventura. evocación
Causa grima saber que ese [algo] tan muerto pudiera resucitar y nos obligara a cargar una vez más el árbol muerto de los recuerdos, cuyo follaje permitirá que las hormigas cumplan con su fúnebre ceremonia. Entre la nostalgia que nos consume como la concha a la ostra, hay un momento en que no hay placer ni dolor, sino simplemente la oscuridad que cede ante la luz. Cuando comprendemos que todos no es sino cuestión de nuestra remembranza, comprendemos también que con ella concluirá todo. El infinito juego de espejos estará listo para cumplir con su nuevo e inevitable ciclo. Alcemos la vista tan alto como podamos, porque es inapelable y porque cuando el pájaro de la memoria alce el vuelo. No quedará nada de nada. Tal vez, la jaula.
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