domingo, 4 de septiembre de 2016

El Justiniano

Francisco Febres Cordero
Domingo, 4 de septiembre, 2016 - 00h08


¿Estoy ante un jurista? ¿Quien aparece en la pantalla es un discípulo de Papiniano? ¿De Justiniano? ¿De Kelsen? ¿De Duguit? ¿De Douglas? Ay no, ¡qué bruto!, ese no es jurista sino actor. Kirk se llama. Pero ¡qué conocimiento de las leyes que tenía el actor! No pues Kirk, sino el actor que llenaba la pantalla y estaba actuando en la penúltima sabatina. Y yo, estupefacto, contemplaba cómo se refería a la Constitución y con desparpajo citaba uno y otro artículo. Después, sacaba a relucir disposiciones, reglamentos, normas.
¡Qué conocimiento del Derecho del que hacía gala! ¡Qué pertinencia para traer a colación (aunque en realidad la colación ya se había comido antes, en el desayuno) las disposiciones que, en el caso que le ocupaba, todos tenían que acatar. ¿Y qué es lo que le ocupaba?, me preguntarán ustedes. Y yo les responderé que el hecho de que un tribunal militar hubiera exculpado a un militar por el “delito” de haber respondido al excelentísimo señor presidente de la República una carta que le llegó a su correo personal. Eso le ocupaba.
Pero lo sorprendente era ver cómo el excelentísimo, en la parte culminante de su actuación, con gesto amenazador e inocultable rictus de ira, apelaba a la Constitución a la que –decía– todos tenemos que respetar, a las leyes cuyas disposiciones –aseguraba– todos tenemos que cumplir.
¡Qué bestia! Y ahurita me doy cuenta de que, como actor, encarnaba perfectamente a Papiniano. ¡Y qué actor! Porque cualquiera que lo miraba se convencía de que el excelentísimo señor presidente de la República siempre había puesto por delante de sus ejecutorias la sumisión al Derecho.
Lo único que no cuadraba en esa puesta en escena era la confrontación con la realidad: el que se presentaba como jurista era el mismo que durante su gobierno se había encargado de violar las leyes según su conveniencia y su voluntarismo, al vaivén de sus circunstanciales intereses.
Él se había erigido como juez y era el único que podía dictaminar dónde estaba el bien y dónde el mal, dónde la virtud y dónde el pecado, dónde la lealtad y dónde la traición. Bastaba una sola palabra suya para que aquel a quien consideraba reo, fuera sancionado por una justicia en la que él –impúdicamente– metió las manos en cumplimiento de una promesa que le dio el poder que requería para pisotear las libertades.
¡Pobre de aquel que se atreviera a contravenir su palabra sacrosanta! ¡Pobre de aquel que, en una sabatina, fuera sometido por él al escarnio público y así resultara sentenciado de antemano! ¡Pobre de aquel!
Por eso, en esa penúltima sabatina, verlo actuar como alguien que invocaba al Derecho, causaba estupor. ¿Era un Justiniano redivivo? ¿O era un autócrata que, viendo cómo sus designios de sancionar a un militar no habían sido acatados ciegamente, se había chantado su careta de jurisconsulto, una de las tantas que tiene guardadas en el arcón de su impredecible personalidad?
Escuchar al excelentísimo señor presidente de la República invocando legalidad, resultaba patético. ¿Qué leyes han existido durante los largos años de su mandato que no fueran las impuestas por su voluntad omnímoda, por su ilimitada prepotencia, su vanidad y sus rencores? ¿Qué leyes? (O)

No hay comentarios:

Publicar un comentario