viernes, 11 de diciembre de 2015

La paradoja de Trasímaco: de cómo un doctor honoris causa puede causar vergüenza ajena

Considerando la recesión económica y el posible desastre que se avecina, este artículo carece de importancia. Es un simple ejercicio de asociación libre de ideas a partir de un puñado de declaraciones del presidente de la República sobre su viaje a Francia. Salta de un tema a otro con desenfado y sin concierto. Hay, sin embargo, un hilo conductor: la fatuidad del presidente y sus títulos honoris causa. Lo dicho: carece de importancia.
En la última sabatina antes de su viaje a Francia Rafael Correa hizo como que ya perdió la cuenta del número de doctorados honoris causa que ha coleccionado. “¿Cuántos tengo?”, preguntó pidiendo auxilio a sus asistentes con su característica sonrisa agria. “¿Trece, catorce?”. De todos los personajes que ha representado éste es el menos verosímil. Porque vamos a ver: ¿cómo hace un presidente para conseguir en ocho años el doble de títulos honoris causa de los que consiguió Albert Einstein en su vida entera? Pues fácil: poniéndole empeño, dedicándose. Y cualquiera que conceda tanta importancia a una tarea tan vacua no puede menos que mantenerse al corriente de los resultados.
De conseguir títulos honoris causa parece que se encarga el cuerpo diplomático. Algún día, cuando esto haya terminado, conoceremos los entretelones cómicos o mezquinos de esta carrera de palancas y cabildeos. Oh, sí, los conoceremos. Y ese día a algunos se les caerá la cara de la vergüenza, incluidos varios decanos y rectores universitarios. Resulta patético, por decir lo menos, imaginar a decenas de cónsules y embajadores ecuatorianos haciendo lobby en las universidades del mundo para alimentar la fatuidad del jefe. Hemos visto al presidente de la República retorcerse del engreimiento con cada nuevo título, lo hemos visto envanecerse y fanfarronear, pobrecito, jactarse y escupir por el colmillo cada vez que suma un nuevo doctorado a su colección. ¿Y quiere que creamos que no sabe cuántos tiene? ¡Por favor! Como el niño que conoce con precisión el número de cromos que le faltan para llenar el álbum, como el actor porno que sabe al milímetro la dimensión exacta de su instrumento de trabajo, así el presidente –para el caso es lo mismo– debe ser capaz de enumerar uno por uno cada título ganado para mayor gloria de la revolución y, como él dice, “para que sufran los sufridores”.
El sábado pasado volvió Correa envanecido por el birrete nuevo. Francesísimo él. Los productores de la sabatina hasta le pusieron de fondo musical la clásica Sous le ciel de Paris en versión organillero de Montmartre: un lugar común en toda regla. Sólo le faltaba la cachucha y la baguete bajo el brazo. Por supuesto se explayó en los detalles de su nueva investidura: “Yo decía: habrá unas cuarenta personas. ¿Quién le va a hacer caso al presidente del Ecuador en Lyon, Francia? Y la verdad es que estaba repleto el auditorio”. Es que una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Una cosa es el Ecuador, que no convoca a nadie, otra muy distinta es Rafael Correa, cuya voz llena estadios. “Para que vean cómo nos estiman en el extranjero”. O sea: cómo lo estiman a él. Cuando el presidente no habla de sí mismo en tercera persona del singular, como Napoleón, lo hace en primera del plural, como el papa. Sólo cuando habla del Estado dice: yo.
Trece doctorados honoris causa (¿o son catorce?) es todo un récord, pero no mundial. Todavía está lejos de los treinta y pico del rey Juan Carlos y, lo que es peor, de los 66 de Mario Vargas Llosa. Tratándose de un pinche limitadito como el escritor peruano esta última cifra ha de doler. Sobre todo si se considera que, en ella, se incluyen títulos de Oxford, Cambridge, Harvard, La Sorbona, Yale, Georgetown (que también distinguió a Oswaldo Hurtado), King’s College, New York University, en fin, algunas de las mejores universidades del mundo, irreductibles al lobby de cónsules y embajadores. Más claro: para Correa, inalcanzables.
Una cosa sí logró el presidente en París que lo pone al nivel de Varas Llosa: fue entrevistado por Le Monde. Sin embargo, vino a contarlo en la sabatina como si le apestara a mierda, porque ni siquiera el mejor vespertino del mundo está a la altura de un académico de doctorados múltiples. Si concedió la entrevista, explica mientras finge reír otra vez, agrio y pedante, fue sólo “para ver qué publican”. Alguna barbaridad, sin duda. Después de todo, algo malo debe haber en un periódico que tanto nos critica, o sea lo critica a él. Ese algo malo es, claro, su dueño. Hay que oír al presidente hablar de Pierre Bergé, industrial, mecenas, editor y activista francés que encabeza la sociedad de inversionistas que compró Le Monde hace cinco años. Lo despacha en menos de veinte segundos, pero veinte segundos que no tienen desperdicio. Veinte segundos durante los cuales cada inflexión de voz, cada gesto y por supuesto cada palabra dicha por el presidente constituyen la más acabada expresión de la arrogancia, la ignorancia y los prejuicios de un doctor honoris causa.
Dice Correa: “Bueno, Le Monde cambió de dueño. Ahora es un modisto que era socio entre comillas de Yves Saint Laurent, un tipo que se encarga de informática, medios digitales, que empezó con pornografía y una banca de inversión pues”. Pronuncia las palabras “modisto” y, sobre todo, “Yves Saint Laurent”, con una enorme carga de desdén, como si se tratara de una actividad insustancial y vana, como si estuviera hablando de un farandulero cualquiera. Un subproducto cultural, para entendernos. Alguien, por supuesto, muy por debajo de su estatura intelectual y de su porte de estadista. Debe creer Correa que Saint Laurent, Marián Sabaté y la Feria de la Alegría caben todos en el mismo saco.
En cuanto a las palabras “socio entre comillas”, que acompaña con su rictus sardónico de costumbre, también traen cola. En efecto, Pierre Bergé fue socio fundador, en 1961, del emporio Yves Saint Lauren Couture House, una de las firmas que transformaron la cultura de masas de la contemporaneidad y dieron contenido a ese nuevo fenómeno de expresión individual y colectiva que Lipovetsky analizó en El imperio de lo efímero, fenómeno del que definitivamente Correa no tiene la más pálida idea. Pero más que socio Bergé fue amante y compañero sentimental de Saint Laurent por décadas. O sea, “socio entre comillas”, jejejé. Más aún: Bergé ha sido, a lo largo de su vida, uno de los activistas por los derechos de los homosexuales más importantes de Francia. Y no sólo eso: Bergé es una institución cultural en su país. Director del Théâtre de l’Athénée, donde produjo obras de Peter Schaffer, Marguerite Duras, Peter Brook, John Cage, Philip Glass… Presidente de la Ópera de la Bastilla y del comité Jean Cocteau. Amigo y contertulio de Cocteau, quien le heredó los derechos sobre su obra, así como de Aragon, Camus, Sartre, Breton, autores que seguramente el presidente no ha leído pero acaso oyó nombrar alguna vez y sí, son importantes. Ese es Pierre Bergé, accionista principal de Le Monde, ese modisto que empezó con pornografía del que habla el presidente. Alguien debería rogarle que consulte la Wikipedia antes de decir tantas boludeces. Alguien debería enseñarle, ya que él al parecer no se dio cuenta después de haber estado allá en tantas ocasiones, que la cultura francesa no se agota en el organillero de Montmartre.
Todo esto para decirnos, “queridos jóvenes”, que siempre hay que fijarse en quién es el dueño de un periódico para saber qué credibilidad se le concede.“El rato que los periodistas descubran que el dueño del periódico, evadió impuestos, vamos a ver si le permiten decirlo. Le van a permitir mientras no afecte al sistema, no nos engañemos”.
¿Habla de Le Monde y de su dueño modisto, banquero y pornógrafo? Pues sí. Ignora el presidente lo que ocurrió apenas el pasado mes de febrero: al cabo de una rigurosa investigación periodística, Le Monde empezó a publicar los nombres de personajes ricos y famosos que habían evadido impuestos a través de operaciones fraudulentas en la filial suiza del banco británico HSBC. Bergé y los otros accionistas del diario, banqueros, sí, multimillonarios, también, acaso se sintieron amenazados y pusieron el grito en el cielo. Y quedaron pésimo. Bergé llegó al extremo de declarar, refiriéndose a los periodistas de Le Monde: “No es para eso que les he permitido obtener su independencia”. ¿Y qué paso? Pasó que la redacción defendió su postura y siguió publicando las listas. Porque cuando un equipo de periodistas tiene claras sus responsabilidades, aunque su jefe sea un banquero, los temas de interés público terminan resolviéndose de cara al público. Bergé se equivocó: fue Francia, no él, quien concedió independencia a Le Monde. Y esa independencia, se demostró, es innegociable. Aun suponiendo que la independencia de Le Monde fuera una dádiva de Bergé, ocurre que esa dádiva, una vez convertida en derecho y reconocida por el público, puede volverse contra él.
Esta es, precisamente, la gran lección que aprendió Trasímaco de Sócrates.
De Trasímaco habló Correa en París. Mejor dicho: lo citó. Hombre de citas es el presidente, le encanta llenarse de ellas. Orador que gusta de aparentar erudiciones de cartón piedra. Académico que se nutre de sabidurías.com o sitios parecidos. Con la frase más célebre de Trasímaco (acaso la única) cerró el presidente su discurso magistral en la cumbre del clima. Dijo: “Como decía Trasímaco hace más de 2 mil años en su diálogo con Sócrates –aquí sacó pechito y compuso el gesto grave de un doctor honoris causa–, la justicia es sólo la conveniencia del más fuerte”. Para el bronce. Dejemos de lado el hecho de que, dicha por él y visto el desempeño de las cortes del país, la frase del griego parece más un plan de acción para el Consejo de la Judicatura que un análisis de la correlación de fuerzas en el mundo. Centrémonos en Trasímaco. Si en lugar de andar buscando citas citables en la Red el presidente hubiera leído realmente La República de Platón, sabría que Sócrates destroza esta teoría y se abstendría de citarla. De eso precisamente tratan la mayoría de diálogos de Platón: de Sócrates desasnando a sus contemporáneos. En este caso, lo que demuestra Sócrates a Trasímaco es que, cuando la voluntad del más fuerte se convierte en derecho y es aceptada por el pueblo, tarde o temprano el más fuerte termina perjudicado.
Si Correa fuera un estadista, él, que hizo de la justicia la expresión de su voluntad desde el momento en que decidió meterle mano, se pondría a reflexionar seriamente sobre estas palabras de Sócrates en lugar de envanecerse como gallito citando a Trasímaco. Claro que eso no es posible. Para empezar, si fuera un estadista, el presidente no andaría palanqueándose títulos honoris causa por el mundo, esparciendo su fatuidad a ambos lados del Atlántico.
Hasta aquí la aventura francesa de Rafael Correa y su rendición de cuentas correspondiente en la última sabatina. No ha transcurrido mucho tiempo desde entonces pero sí ha corrido agua bajo el puente. Ahora el presidente se encuentra en Argentina, adonde viajó para recibir un nuevo doctorado honoris causa del que nos contará con lujo de detalles el sábado que viene. Hay que verlo. Va a estar divertidísimo.

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