Paúl Trujillo
Gestor de capital privado, con un masterado en Riesgos Financieros.
Los cuatro niños de las Malvinas o el viaje de un país a la oscuridad
El caso de los cuatro niños de las Malvinas no solo duele profundamente: advierte. Nos obliga a mirar con cautela cualquier proyecto que pueda ampliar el margen para que tragedias así se repitan hasta la náusea.
Cuando leí los testimonios de los mismos infantes aéreos sobre Steven —un niño de apenas once años— y las torturas que sufrió antes de ser asesinado y su cuerpo incinerado, sentí algo que va más allá de la indignación: sentí la evidencia cruda de lo que ocurre cuando quienes tienen el monopolio de la fuerza creen que también poseen el monopolio de la impunidad. Treinta fuetazos, un disparo junto a la cabeza para horrorizarlo, insultos deshumanizantes… Nada de eso ocurre en el vacío. Ocurre cuando alguien, dentro de una institución armada, piensa y calcula que puede hacerlo, y que nada le va a pasar.
Y ese cálculo no es espontáneo: nace de un clima, de un discurso, de una atmósfera política que envía señales. El caso de los cuatro niños de las Malvinas me obliga a preguntarme: ¿Qué señales estamos enviando hoy como sociedad? No porque todos los militares o policías sean violentos, sino porque cuando desde arriba se habla de “expandir el uso de la fuerza sin consecuencias”, “quitar derechos a los delincuentes” o «brindar indultos anticipados a agentes acusados de crímenes»… quienes ya están dispuestos a abusar del poder, sienten el terreno más blando bajo sus pies.
No es casual que los responsables de la tortura y asesinato de estos niños actuaran con tanta certeza de impunidad. No es casual que, días después, el propio Ministro de Defensa afirmara que no hubo participación institucional en las desapariciones forzadas de Steven, Nehemías, Josué e Ismael, incluso cuando los hechos y testimonios decían lo contrario. Ni es casual que existan otros treinta casos de desaparición forzada y doce ejecuciones extrajudiciales documentados, junto con el enorme subregistro inevitable, que nace del miedo a las represalias.
Cuando contemplo ese panorama, lo que me inquieta no es solo la violencia en sí, sino la facilidad con la que puede normalizarse. La seducción del discurso belicista —esa idea de que todo es guerra y que la única respuesta es dar más poder a quienes ya lo tienen— promete orden, pero a veces lo que produce es oscuridad. Y en la oscuridad, los abusos no disminuyen: simplemente dejan de verse.
Por eso, cuando escucho propuestas que buscan debilitar leyes y controles, reducir garantías o ampliar la fuerza sin contrapesos claros, me pregunto algo, que la sociedad no debe dejar de preguntarse: ¿Cuántos seres inocentes más tendrían que morir para que entendamos que los derechos no son obstáculos, sino límites que protegen vidas? ¿O es que solo importan nuestras vidas mientras las víctimas sean otros?
Siempre viene a mí lo que Hannah Arendt llamó la banalidad del mal: atrocidades que no nacen del monstruo excepcional, sino de personas comunes que dejaron de pensar, que dejaron de preguntarse por las consecuencias, que dejaron de ver la humanidad en el otro. Cuando un país enfrenta reformas profundas —como una constituyente que redefine el uso (y abuso) del poder—, ese recordatorio se vuelve urgente.
Y ahí, en esa urgencia, aparece nuestra responsabilidad individual. No la de votar por una opción específica sino la de pensar, de no dejarnos arrastrar por la adrenalina de lo punitivo ni por la comodidad de lo simple. De reconocer que las decisiones colectivas tienen efectos reales sobre personas reales —a veces, lamentablemente, de los más vulnerables, de los más inocentes—.
El caso de los cuatro niños de las Malvinas no solo duele profundamente: advierte. Nos obliga a mirar con cautela cualquier proyecto que pueda ampliar el margen para que tragedias así se repitan hasta la náusea. Nos recuerda que la fuerza sin límites no construye seguridad, sino miedo y violencia. Y que, antes de apoyar cualquier cambio institucional profundo, debemos mirar no solo lo que nos promete, sino también lo que habilita a quienes ostentan Poder.
Porque, al final, lo que está en juego no es un trámite político, sino la frontera —siempre frágil— entre el Estado que protege y el Estado que aterroriza. Y esa frontera debe importarnos, incluso cuando no somos nosotros precisamente, quienes corremos el riesgo de caer del otro lado.
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