domingo, 30 de agosto de 2015

El aroma del dispendio

Francisco Febres Cordero
Domingo, 30 de agosto, 2015


Según van las cosas, el último gran dispendio que quedará registrado en nuestra historia será el Campeonato Mundial del Encebollado, grandilocuente denominación con que se bautizó a un encuentro criollo que costó trescientos cuarenta y nueve mil dólares.
Remitiéndome a la pregunta que a lo largo y ancho de sus primeras sabatinas hacía el excelentísimo señor presidente de la República cuando criticaba el derroche de Ivonne Baki en el torneo de Miss Universo, podríamos repetir: ¿Cuántos tomógrafos pudieron haberse comprado con ese dinero?, ¿cuántos mamógrafos?, ¿cuántos centros de salud hubieran podido construirse?
Ahora que la plata escasea, parece que estamos entrando a la etapa del llanto y el crujir de dientes. El Cotopaxi nos tiene con el alma en un hilo y las grandes cantidades de ceniza que vomita cotidianamente están sepultando cultivos y matando de hambre al ganado. El fenómeno de El Niño se acerca, amenazante, para devastar lo que encontrará a su paso.
Eso, que no es poco, se ve magnificado por la caída en picada del precio del petróleo y los tremores con que la economía china pone a temblar al mundo.
Parece que estamos llegando al fin de una época y si sobrevivimos –Cotopaxi mediante– seremos testigos de aquella realidad que vivía el país antes de que la opulencia se convirtiera en polvo y en ceniza.
¿Cuántos hospitales, cuántas escuelas del milenio, cuántos kilómetros de alcantarillado y de tuberías de agua potable podían haberse construido con los mil doscientos millones de dólares que están enterrados en El Aromo, donde iba a ser la refinería del Pacífico? ¿Cuántos? Pero no importaba: éramos tan ricos…
Éramos tan ricos que las obras públicas se otorgaban sin licitación y a un precio que nadie controlaba. La justificación estaba dada por la declaratoria de un estado de emergencia que alcanzaba a casi todo. Teníamos emergencia para gastar la mucha plata que entraba gracias al petróleo y que, según pregonaba el excelentísimo señor presidente de la República, convertía a nuestra economía en un ejemplo para el mundo. Y a él, en un doctor honoris causa múltiple que, con su colección de togas y birretes, estaba llamado a dictar cátedra en todas las ciencias y las artes. Por eso su palabra tenía la fuerza incontrastable de quien se siente poseedor de la verdad absoluta. Y así nos gobernó.
¿Que un avión? Dos, para sus muchos viajes internacionales, siempre con una numerosísima comitiva. ¿Que catorce ministerios? Treinta y cinco, para satisfacer la apetencia de una burocracia de dedos voraces y mentes calenturientas. ¿Que Unasur requiere un edificio? Allá va uno, faraónico, con monumento a un pillastre, incluido. ¿Que las costosísimas sabatinas igual podían hacerse desde Chilibulo que desde Nueva York? Cuatrocientas treinta y nueve, para que su palabra iluminara y sus enemigos recibieran el título de idiotas, entre cánticos revolucionarios, burlas y vituperios.
La lista es extensísima y termina en el Mundial del Encebollado, a un costo de mil dólares por plato, más o menos. Ese regusto a cebolla nos quedará como el último aroma del derroche populista con el que el más grande dilapidador de la riqueza nacional entrará a la historia. (O)

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