ANÁLISIS: El correísmo y el derecho de nombrar las cosas
El aparato de propaganda correísta lo logró: el término “enmiendas” se impuso en el debate público.
El aparato de propaganda correísta lo logró: el término “enmiendas” para designar los cambios a la Constitución propuestos por el oficialismo se impuso en el debate público. A tal extremo que incluso aquellos que se oponen al procedimiento adoptado para su aprobación, quienes siempre creyeron que el contenido de dichos cambios exigía la convocatoria a una consulta popular, los llaman de esa forma. Enmiendas. Así dicen los analistas y políticos de cualquier signo que opinan sobre el tema: enmiendas. Así escriben los diarios cada vez más vaciados de contenido y capacidad de lectura política: enmiendas. Así terminan llamándolas hasta quienes creen que así no se llaman.
Los enredados artículos 441 y 442 de la Constitución elaborada por esa fábrica de ladrillos jurídicos que fue la Asamblea de Montecristi dejan más dudas que certezas. Sin embargo, cuando surgió este debate, el año pasado, se asumió que el título de reformas se aplica a aquellos cambios constitucionales que alteran la estructura del Estado o disminuyen derechos, y el de enmiendas a aquellos que no lo hacen. En el primer caso se requiere una consulta popular para su aprobación; en el segundo, basta con una resolución apoyada por la mayoría de integrantes de la Asamblea. Al menos así dicen quienes se atribuyen la improbable capacidad de entender los citados artículos de la Constitución, que más bien parecen redactados con el inconfesable propósito de que nadie pueda hacerlo.
Las primeras confusas explicaciones que prodigaron los asambleístas del correísmo hace más de un año, antes de que tuvieran tiempo para unificar su discurso (y aprendérselo de memoria en el caso de los menos aventajados, que son legión), eran para morirse de la risa. Daban a entender, cuando no afirmaban directamente, que los cambios propuestos a la Constitución eran enmiendas porque iban a ser tratados por la Asamblea. O sea que serían reformas si se hubiera convocado a una consulta popular. Como si el procedimiento elegido para su aprobación determinara la naturaleza de los cambios y no al revés. Para ese entonces el gobierno ya había decidido no arriesgarse a la consulta, así que su Corte Constitucional no tuvo más remedio que actuar en consecuencia. El informe que parió la Corte es un fárrago aún más hermético que el texto constitucional, lo cual debe ser un récord. Fue aprobado, qué cosa tan rara, en pleno feriado de Difuntos y fiestas de Cuenca.
Si el debate, que ha tenido una duración de año y medio, se hubiera sujetado a los términos establecidos en la Constitución, lo primero que hubiéramos tenido que hacer en el país es aclarar la diferencia que existe entre “enmienda de uno o varios artículos” y “reforma parcial”, que son los términos contemplados en los artículos 441 y 442. Y ahí te quiero ver. Porque, claramente, entre “enmienda de uno o varios artículos” y “reforma parcial” no existe diferencia alguna. Tampoco la Corte Constitucional se preocupó por explicarlo. Le bastó con cumplir con el papel que tenía asignado en el libreto. En otras palabras: el debate sobre las reformas constitucionales, que culminará este 3 de diciembre con su aprobación por cómoda mayoría en Asamblea, nunca fue un debate constitucional.
Por eso no importa, nunca importó si la reelección indefinida o la atribución de tareas de seguridad interna a las Fuerzas Armadas alteran la estructura del Estado. No importa, nunca importó si limitar el derecho del pueblo a la consulta popular, por ejemplo, o transformar un derecho (el de la comunicación) en un servicio público implica una restricción de derechos ciudadanos. Fruslerías. El correísmo decidió llamar enmiendas a sus reformas constitucionales porque con ese término estaba implícitamente justificada su negativa a someterlas a una consulta popular. El tema no es constitucional sino político. Y en el terreno político, con cien legisladores correístas fácilmente sustituibles por cien alternos en caso de disidencia, el gobierno gana por goleada.
De modo que se llaman enmiendas. Punto. Aunque sean reformas. Si el gobierno, en su proyecto, hubiera decidido llamarlas “tachones” hoy estaríamos hablando todos de tachones. O lo que fuera. Y este no es un detalle menor. Porque un aparato autoritario que controla todos los poderes del Estado obviamente tiene la capacidad política de imponernos la Constitución que quiera, la justicia que quiera, la legislación que quiera. Pero ¿en qué momento le concedimos la atribución de nombrar las cosas a su antojo? ¿En qué momento empezamos todos en el Ecuador, inclusive los políticos de oposición que exigieron durante un año y medio la realización de una consulta popular, a llamar enmiendas a las reformas? ¿En qué momento los medios de comunicación decidieron que había que imitar al aparato de propaganda en este aspecto? ¿Por qué lo hicieron? ¿Por temor? ¿Por costumbre? ¿Por pereza mental?
Si la capacidad de nombrar las cosas es el primer paso esencial para entenderlas, está claro que la victoria que el correísmo se apunta en esta fecha es mucho más que constitucional y política: es mental.
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