lunes, 28 de diciembre de 2015

POR: Gabriela Astudillo P.

Publicado en la Revista El Observador (Diciembre del 2015) 

El patio de la casa es particular
Atardecía. Lloviznaba en el centro histórico de la encantadora Santa Ana de los Cuatro Ríos, ciudad tranquila y colonial. Se distinguían en el horizonte, aquellas cadenas montañosas azuladas. Brillaban las torres de las iglesias. Los traspatios se llenaban de rocío. Calles adoquinadas sin tanto tráfico vehicular, donde los transeúntes caminaban hasta altas horas de la noche y no sucedía nada malo, únicamente “cuando llovía se mojaban, como los demás…” Las paredes de la casa eran champeadas y blancas, la puerta de madera con arco de medio punto, daba acceso al pequeño y acogedor hogar. Ahí crecía Janina  –con 5 añitos recién cumplidos, tierna y pícara, a veces no obedecía, ya que como primera hija y nieta, era muy consentida– estaba recostada con su pijama rosada, junto a ella, su mamá se frotó con la mano izquierda el vientre de casi 9 meses de embarazo, y con la derecha le dio la bendición, se quedó profundamente dormida. Al amanecer, el sol asomaba radiante, desayunó entusiasmada, esperando que Arsenio, su divertido abuelito, la recogiera para llevarla a la escuela. Entre números, colores, juegos, frutas y canciones “agáchate y vuélvete a agachar…” la mañana pasó rápidamente, sonó la sirena y salió inquieta al ver a sus padres esperándola al fondo del pasillo. Regresaron a pie, ya que estaban cerca de la casa, pero a sus papás, ese camino les resultó interminable, la niña quiso que le compren todo lo que veía en las vitrinas de las tiendas. No lo hicieron –pues no siempre se disponía del dinero– entonces se arrancó la chaqueta amarilla del uniforme y pataleó todo el trayecto. Al llegar, cansada de gritar y más calmada, entró a su habitación llena de muñecas, arrepentida meditó “tengo mucho para estar contenta” y empezó a juguetear colocándole nombres a todas y cada una de ellas “Paola, Apachurra, y tú… Natalia”.

Al día siguiente, con la placidez que un sábado implica, decidida e ilusionada llevó al papá hacia el patio para que la enseñara a manejar su triciclo de color rojo metálico. Luego de guiarla cuidadosamente, su padre entró satisfecho y se quedó dormido en una mecedora blanca que tenían en la sala. Conducía complacida y a la par coreaba canciones del grupo Menudo. Luego de tanto retozar, se sentó en una esquina, observó a unas gallinas que reposaban en el lugar, por supuesto no eran de ella, pertenecían a los dueños de aquella casa –que vivían en el segundo piso– se acercó sigilosamente, pero fue inevitable y las espantó, salieron despavoridas, dejando a la intemperie sus huevitos; la niña alarmada los agarró y empezó a tirarlos uno a uno contra el piso imaginándose inocentemente, que saldrían los críos a jugar con ella. A los pocos minutos llegó el joven propietario de las gallinas, ansioso corrió a ver cuántos huevitos habían puesto, porque los vendía y juntaba dinero para comprarse una moto, ¡Oh sorpresa! lo único que encontró, fueron las gallinas corriendo por doquier y huevos rotos en el césped. Muy furioso y decepcionado entró a la casa sin decirle nada a la niña. Más tarde sus padres se dieron cuenta de lo sucedido y muy apenados fueron a pedir disculpas al joven. 

Entre travesuras, alegrías y picardías pasaron unos días. Una buena tarde de noviembre, su padre la llevó al hospital, Janina no percibía muy bien lo que pasaba, pues vio a su madre en una camilla pero lucía radiante. La enfermera trajo a un hermoso bebé –con los ojos grandes y el cabello negro– asombrada porque sus padres lo contemplaban y mimaban con el mismo amor que le daban a ella, frunció el ceño, cruzó los brazos y se arrinconó en una banquita mirando de reojo; su padre se acercó y lo puso en sus brazos, de pronto recordó el vientre de su mamá y sintió que esa habitación fría de hospital se pintaba de arcoíris, “¡es mi hermanito!” dijo sonriendo, lo besó y lo abrazó como para siempre. Muy orgullosa regresó a la casa brincando de felicidad pues era la hermana mayor, sin imaginarse que aquel hecho iba a bendecir su vida inmensamente. 

Cuando sus papás le pidieron que lo cuide, que ayude a preparar el biberón, o que escoja los escarpines para su hermanito, se llenó de emoción, era su nuevo juguete, ayudó a inventar canciones de cuna, y cuando hacía sol no había mejor cosa que sacar la tina amarilla al patio para bañarlo en medio de juguetes chillones. Sebastián tenía ojos de azabache, una boquita pequeña y sus cachetes eran rojos como una manzana, su sonrisa transmitía energía positiva, y su mirada inocente, una transparencia indescriptible. Los padres dichosos cuidaron de sus hijos como a un tesoro, trabajaron duro y con gran esfuerzo dieron la primera cuota para una vivienda propia, empacaron todas sus ilusiones y se mudaron al nuevo hogar. La niña subía y bajaba las gradas. Abría y cerraba las puertas sin saber que habitación escoger. Entraba y salía de la casa, hasta que se detuvo en el traspatio, rodeada del marrón del ladrillo visto y el verde prado que apenas empezaba a florecer, se recostó con los brazos cruzados detrás de la cabeza, y mirando al cielo se imaginó todos los juegos que juntos iban a plasmar en aquel espacio.

Pasaron como tres años, los niños crecían y crecían, Janina muy dedicada a los estudios, llegaba de la escuela a contarle a sus papas todo lo que había aprendido, luego de almorzar se sentaba juiciosa para hacer las tareas, y después, a jugar. Lo que no entendía era porque su hermanito no caminaba ni hablaba. Ella lo agarraba de la mano, “¡vamos a correr!” exclamaba, pero no podía, algo se lo impedía, algo que ni sus padres sabían explicarlo. Decidieron viajar al exterior para buscar las respuestas a todas sus inquietudes, ya que en su país no las encontraron. Sin darse cuenta Janina ya se encontraba en el aeropuerto despidiendo a su familia, ella no viajó para no abandonar la escuela. Vio despegar el avión, y sintió que su corazón se desprendía, aún no estaban las cosas claras, solo pensaba que esa lágrima que le corría por su mejilla era como una gota de fe para que su hermanito regrese “aliviado”. Se quedó en la casa de Arsenio –que por cierto ya era viejito, tenía su cabellera blanca como la nieve– sus abuelitos, primos y tíos, todos le dieron el cariño que ella necesitaba. Al cabo de unos meses el gran día llegó, había que ir a recoger a su mamá y hermanito. Su padre tuvo que quedarse trabajando un tiempo más en el exterior para pagar las deudas; sentía tristeza por ello y al mismo tiempo ilusión de ver a Sebastián, que llegó corriendo hacia ella moviendo su melena, vestido con una camisa a cuadros y un mameluco azul. Ya podía caminar y decir algunas palabras de una manera simpática y particular… Era discapacidad intelectual, la cual fue diagnosticada como Síndrome de Saethre Ghotzen. Al poco tiempo su padre estuvo de vuelta y se completó la felicidad. 

Empezó entonces un recorrido complejo para sus padres, conformarse no equivale a renunciar, buscaron escuelas aptas para él… la una era para tratar el Autismo, la otra para personas con Parálisis Cerebral o con Síndrome de Down, así que Sebastián se adaptaba en cualquiera de ellas, pero de pronto no eran las más adecuadas para tratar su discapacidad. Janina y su hermanito se formaban en el afecto y la ternura, era un amor incondicional y sincero, ella poco a poco lo fue entendiendo, sabía a su corta edad que lo cuidaría más que nunca y que sus padres debían estar más pendientes de él. Siguió siendo consentida, a veces se ponía celosa, pero pronto recapacitaba; aprendía de Sebastián a disfrutar de las cosas más sencillas… Cargar a Cuki, su conejo blanco, y pasearlo en el triciclo rojo por toda la hierba; escuchar y cantar, a media lengua, cualquier canción que escuchaba en un radio antiguo que Arsenio le regaló; ver las coloridas piruetas de los Guppys en la pecera; armar un rompecabezas de 6 piezas; observar curiosamente a un tractor operando; dibujar con su mano zurda una buseta llena de niños; reír a carcajadas viendo un capítulo del Chavo del 8; correr descalzo por toda la casa; recibir la visita de un ser querido; y decir “Ti amo” todos los días. 

Llegó la época del colegio, Janina ya era una señorita, sustituyó sus muñecas por posters de Menudo. Estaba en la etapa de la adolescencia, se ofuscaba por nada, prefería estar a solas o con sus amigas escuchando música. Con el tiempo alcanzó la madurez para comprender que su hermanito necesitaba mucho de su cariño, pero a veces se le terminaba la paciencia y discutía con él. Sebastián entró a aprender Arte en un Centro Especial, que se emplazaba cerca de la vivienda. Un día lo llevó a este lugar, llovía fuertemente, pero eso no era impedimento, más bien al andar le preocupaban los prejuicios de la sociedad; por ahí un grupo de muchachos se burlaron de él –era el mal llamado “retraso mental”, asombroso, menospreciado o incluso temido– a tal punto que Janina no soportó esas actitudes, se puso de malgenio y muy rebelde, rodeó a su hermanito y gritó “¡qué nos miran!”. La ruta de la casa a la Institución resultó larga y tediosa, sin embargo, al llegar, automáticamente cambió la expresión de sus rostros, Sebastián saltó de emoción al ver a sus compañeros y profesores, corrió a saludarlos. Janina únicamente sonrió. Y ese día gris nuevamente se pintó de arcoíris. Ya de regreso a su casa perdonó a los curiosos que miraban en son de burla, y más bien sintió lástima de ellos porque ignoraban la dicha de tener en sus hogares a una persona con discapacidad, pensó en la humildad de su hermanito, a él se le olvidó por completo aquel hecho con sólo llegar al Centro de Arte, donde fortalecía su talento con la pintura, música, expresión corporal, escultura, computación… Con la amistad. Ella cada día trataba de ayudarlo en lo que podía, sobre todo a que sea educado, e independiente al momento de comer o de asearse, a pronunciar claramente las palabras y el abecedario: “H-I-J-K-L-M-N-O si usted no me quiere, otro niño me querrá…”, pero pensaba que eso resultaba poco comparado a las lecciones que él le daba. 

Cuando Janina entró a la Universidad, Sebastián era todo un joven, muy enamoradizo, se ilusionaba con cada compañerita nueva que ingresaba al Centro de Arte. Un día ambos amanecieron indispuestos, tenían temperatura, les picaba la cara y el cuerpo,  asomaron unos granitos en sus rostros, parecían payasitos mal pintados. ¡Claro! les dio la varicela. Sebastián aguantó varios días en la cama, muy sereno escuchaba su radio, y con paciencia esperaba la comida y la hora de dormir, en cambio ella sólo lloraba, no tanto por la piquiña, sino porque no pudieron ir a ver a su abuelito. Arsenio había fallecido. 

Atardecía. La ciudad de los cuatro ríos continuaba hermosa, pero ya era más moderna y turística, con alto flujo vehicular, un mundo globalizado, rodeado del avance tecnológico, paradójicamente dentro de una sociedad más humana y accesible. Con el tiempo aceptaban la partida de su abuelito. Janina meditaba en que quienes conviven con personas con discapacidad fortalecen sus valores para enfrentar los problemas y salir adelante en momentos difíciles. Por otro lado se requería de una profesión para conseguir un buen trabajo, de tal forma que buscaba siempre estar actualizada, pero recalcaba que su mejor educación era la de su hogar y su forma de vida, porque gracias a su hermano, vio fluir –con aciertos y desaciertos– la emoción, la transparencia, la fe, la ilusión, la solidaridad, la ternura, la sencillez, el perdón, la humildad, la paciencia, la aceptación, el amor, la discapacidad y la inclusión. Ahí seguía Janina, se graduó, se casó con un buen hombre, y se mudó a otro lugar, pero cada vez que podía volvía a jugar con Sebastián en el patio de la casa.
(Dedicado a mi hermanito Sebastián ¡en sus 30 años de vida!)

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