Publicado el 2016/10/22 por AGN
Publicado en Diario El Mercurio
Alberto Ordóñez Ortiz
Por regla general, las huellas que los hombres comunes dejamos sobre la arena del tiempo, son volátiles. Extremadamente volátiles. Pronto viene el viento o se sobreponen otras huellas y, no queda rastro. No pasamos de ser sino sombras pasajeras. Ese es nuestro sino. Esa, nuestra dolorosa condición. Pero hay hombres que buscan realizarse en toda su plenitud, animados del propósito de tocar ese racimo de vibrantes estrellas y ponerlas en nuestras manos, hombres que en su irrevocable empeño no cesan en su búsqueda de absoluto, y lo alcanzan, porque entendieron que lo esencial reside en el deseo de una visión ampliada del mundo y de nuestras mentes. Hay hombres que logran que la totalidad de los tiempos humanos sea honrada con la mayor disposición al respeto, a la admiración y al asombro. Hombres que en su avidez por la verdades sagradas vuelven místico el aprendizaje y consiguen que sea una celebración litúrgica. He allí nuestros verdaderos Maestros.
Decurría el año 1959. Estaba en el sexto curso -así se llamaba entonces- de mi amado colegio Benigno Malo. Nos correspondía a los jóvenes de mi generación la primera clase de Literatura. Dominados por nuestra delirante juventud, propia de nuestra edad, no le dimos mayor importancia. Llegó él. Impecable en todos los órdenes. Dueño y señor de una autoridad que por verdadera, impuso el inmediato respeto y nos cautivó con el primer par de frases. Se trataba del doctor Carlos Aguilar Maldonado. Pronto nos abrió las puertas de nuestra literatura patria y nos descubrió su deslumbrante mundo. Ponía tal énfasis en lo que decía, que en sus clases reinaba la atención más cerrada.
Como adelantado de su tiempo nos obligaba a utilizar la razón por encima de cualquier otra exigencia. Nos permitió -sin que lo notáramos- que en alguna medida -al estilo socrático- fuéramos nuestros propios alumnos y maestros. Sabio en su decir y hacer, nos volvió seres hondamente pensantes. Avivó nuestra aún no desarrollada espiritualidad, despertó nuestras ocultas vocaciones y a muchos nos dio un destino y un lugar en el mundo.
Abocados por el despertar de esa experiencia interior, pudimos enrumbarnos en dirección al porvenir, sólidamente conectados con su sabiduría de vanguardia, preparándonos para el advenimiento de un mundo que no tenía medida y que estaba en línea con su inconmovible vocación de absoluto.
Dio prioridad a la poesía de los autores que dominaban el mundo de la época. Fue así como afianzó mi destino. Después tuve el privilegio de conocerle en el ejercicio de la abogacía -cuando empleado de la Función Judicial- donde sus magistrales intervenciones demostraron su condición innata de maestro, condición que se extendía a su vida pública y privada. Tengo una evocación vívida: ocurrió que en el último examen del sexto año, me quitó delicadamente la hoja de papel. No estoy copiando, doctor: tienes 20 sobre 20, me dijo con una sonrisa que copó su rostro de viva luz. Mi preferido e ilustre
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