martes, 15 de septiembre de 2015

Si se va Correa, ¿se va el caudillismo?



Por José Hernández
“A nosotros no nos interesa alguien que piense nuestro presente y proyecte nuestro futuro, todo lo contrario, preferimos el que nos hace olvidar nuestra realidad y nos arranca carcajadas con el recurso fácil de la imitación o el insulto. El puteador, el contador de chistes, el bailarín o showman que hace de su discurso un monólogo cómico y de sus apariciones en público una ópera bufa. Ese es el que nos produce suspiros”.
¿Es pertinente lo que afirmó Ramiro García en diario El Universo? ¿Es “en ese tren –como él escribe– que hemos pasado desde que somos república?” Si lo es –y no es el primero en expresarse así– su convicción inspira preguntas. Por ejemplo: ¿es posible romper esa suerte de determinismo psicosociológico? ¿Cómo hacerlo? ¿Cuándo empezar?
Se entiende que este no es una tarea para los seguidores del Presidente, convencidos de que el país ya cambió y se encuentra, bajo su guía, en ruta hacia un futuro radioso. El problema es para aquellos que, ante 8 años y medio de correísmo, expresan cansancio y quieren que Correa (que cumplirá 10 años en el poder en 2017), se vaya. Nada es sencillo: aún sin Correa, el modelo caudillista habrá tenido aquí, como nunca antes en la historia, tiempo y dinero para perfeccionarse.
¿El correísmo es lo que dice Ramiro García? En ese caso, habrá que admitir que es un producto genuino de la política nacional. Correa es el protagonista. Pero no hubiera podido ser esta realidad mayúscula sin la acquiescencia de una mayoría del electorado que, en diez elecciones, lo ratificó. Él es, entonces, el resultado de cierto ADN de la política criolla.
En esas condiciones, hay una pregunta irremediable: ¿sacarán los electores lecciones de la década correísta? ¿O asumirán que el único equivocado fue Correa, repitiendo el síndrome del chivo expiatorio que usó tras haber votado por el loco que ama y por outsiders que no exhibían otro pergamino que ser nuevos en el horizonte político?
Es posible que los electores no quieran responder preguntas engorrosas. Pero otorgaron todo el poder al correísmo en Montecristi. Le dieron permiso para meter la mano en la Justicia. Y votaron por él sabiendo su aversión por la democracia formal y la opinión ajena. Hubo alertas desde el inicio, provenientes sobre todo del sector periodístico, que no fueron oídas. ¿Por qué? Preguntas incómodas hay por montones. Y debieron haber disparado la reflexión en la oposición política y movilizado la academia que puso buena parte de los tecnócratas del correísmo. Pero no.
Al parecer solo interesa que Correa se vaya. ¿Se ha entendido que no habrá post correísmo sin que el electorado decante lo que ha vivido desde 2007? ¿Se habrá entendido que no habrá alternativa democrática sostenible sin que la mayoría del electorado entienda que para salir del correísmo se necesita dinamitar el modelo caudillista?
La construcción de una alternancia electoral supone desentrañar la lógica que hizo posible el correísmo. Y poner patas arriba por lo menos seis de sus trincheras políticas:
Pasar del discurso refundacional a la gestión de la realidad: tras un populismo desaforado, se reduce el margen de maniobra para la sociedad post correísta. No hay cómo hacer promesas insostenibles. No hay cómo incrementar el presupuesto. Las facturas que quedan invalidan el discurso mesiánico y obligan a pensar en una gestión ajustada a la realidad. En vez de refundar el país, volver a la realidad: es el espacio que deja el correísmo para otro imaginario político. Es poco, pero ese será el costo de diez años de despilfarro (con algunas obras).
Pasar de la política de personas a la política de programas: el correísmo podría entenderse como una década de cesarismo. El mito del líder que concentra todos los poderes y pretende representar la sociedad y también encarnarla. Si hay péndulo, tras una década de culto a Correa, la sociedad debería hacer un salto cualitativo: cesar de confiar su destino a un ser supuestamente providencial y basar sus certezas en acuerdos programáticos mínimos y consensuados. No hay espacio para otro Yo Supremo.
Pasar del caudillo ilustrado al imperio de la ley: bajo el correísmo, la ley faculta o prohíbe según la voluntad del monarca. La legalidad quedó supeditada al nivel de legitimidad que se otorga el Presidente. De él dependen fiscales y jueces; cortes e instancias constitucionales. Él es el dueño de la Justicia y del destino de los individuos. Él y su partido forjaron, en los hechos, un poder político inmune e impune. Una sociedad post correísta necesita instalarse en el imperio de la ley al cual debe someterse, en primera instancia, el poder Ejecutivo.
Pasar de la realidad-mitómana a la realidad-real: diez años de buen vivir, de manos limpias, de mentes lúcidas, de corazones ardientes… Diez años de sabatinas, cadenas propagandísticas y discursos de autoelogio. Diez años negando la realidad y pretendiendo que esta no está en los hechos sino en la verdad oficial. Diez años de discursos parroquianos en los que se ha dicho, sin sonrojarse, que el mundo tiene los ojos puestos en el milagro ecuatoriano… Se entiende que uno de los mayores retos de la sociedad post-correísta es este: salir de esa vacuidad retórica para situarse pragmáticamente en el mapa regional y mundial. Solo así el país podrá sopesar los enormes retrasos que tiene y, sin nacionalismos pendencieros y arcaicos, evaluar las ventajas con que cuenta.
Pasar de la vanguardia esclarecida a la sociedad: En la era correísta, la sociedad desapareció como actor preponderante del juego político; actor totalmente independiente de la sociedad política. El partido, erigido en casta vanguardista de corte leninista, la oficializó mediante el quinto poder. La sociedad se encontró sin organizaciones sociales, sin entes de mediación, sin voces. Resulta impensable que la alternancia política no contemple un retorno masivo y pujante a la escena pública de la sociedad civil y de sus organizaciones espontáneas de control.
Pasar del gobierno que impone al gobierno que sirve: en la relación gobernados-gobernantes el correísmo devolvió un siglo al país. Entendió que un grupo de políticos, supuestamente esclarecidos, más un puñado de tecnócratas pueden imponer políticas, comportamientos y hasta actitudes personales y confinar los ciudadanos al silencio y a la autocensura. El reto contemporáneo para el poder es comprender que la política es el arte de lograr consensos entre ciudadanos híper individualizados que, sin embargo, tienen que conectar sus nichos privados con la esfera pública. La mayor tarea para la sociedad post correísta es negociar con la sociedad política un nuevo pacto entre gobernados y gobernantes: entender que el poder político está a su servicio. No al revés.
Sin preguntas engorrosas a la sociedad no habrá respuestas. Y sin respuestas lúcidas, que en este caso impliquen licuar el caudillismo, el país hasta puede cambiar de huésped de Carondelet. Pero volverá al ciclo vicioso evocado por Ramiro García.

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