jueves, 17 de septiembre de 2015

Correa: de producto de mercadeo a tesoro de la revolución



Por José Hernández
No queda nada del proyecto que un día prometió refundar el país. Bueno sí una cosa: la credibilidad del Presidente. La credibilidad que el Presidente se otorga y que calificó en la última sabatina, la 441, como el “tesoro más grande que tiene la revolución ciudadana”. Se entiende que él pida a los suyos que la cuiden.
¿Qué credibilidad se otorga el Presidente? Su frase dice mucho. Más de lo que parece. En ella Correa confiesa lo que siempre negó: ser el principio y el fin de todo este proceso. ¿Qué había dicho? Que era un instrumento. Que era uno más. Un compañero con cargo alto, pero solo un compañero. Que esta supuesta revolución (que nunca definió) lo encontraría donde lo necesitara. Un peón, en suma.
Con el tiempo, sin plata, sex-appeal revolucionario en declive y facturas por montones a pagar, el Presidente entendió que a su alrededor no hay nada. No hay partido. No hay relevos. Algunos de los suyos se despedazan por obtener una supuesta sucesión. El derrumbe de los precios del petróleo hizo el resto: mostró que no hay milagro ecuatoriano. Que “el nuevo jaguar de América Latina” es algún verso impublicable de esos cantantes que tanto le gustan. Que las páginas históricas que escribió son tan vulnerables como la situación de la clase media. Y que su gesta épica no es otra cosa que la consecuencia directa en Ecuador de la década dorada que vivió toda Latinoamérica gracias al súper ciclo de los productos primarios.
Años hablando de genialidad económica. Años burlándose de los economistas ortodoxos. Años administrando bonanza económica y haciendo creer que aquello no era producto del petróleo sino de la tecnocracia y la sapiencia correístas. Años denostando contra la empresa privada. Años haciendo creer que el país, la educación, la salud, las vías, el periodismo… empezaron en 2006. Con él. Años afirmando que renovó la política. Años perorando sobre la nueva institucionalidad. Años repitiendo que Ecuador sí cambió… Tantos años con la misma cantaleta y por fin el Presidente confiesa que de toda esa hojarasca, de todo ese montaje, lo más valioso es su credibilidad. Él. Es una confesión que se agradece.
No hay sorpresa para aquellos que, desde hace ocho años, lo habían advertido. ¿Acaso podía terminar en otra cosa una Constitución hecha a la medida y al gusto del Presidente? En Montecristi se sabía que él enviaba mensajes, textos, emisarios con sus disposiciones. También asistía a sesiones de trabajo, a altas horas de la noche y con tarrina en mano (con comida china) para convencer a los suyos del bien fundado de sus posiciones. En algunos puntos cedió, pero en los fundamentales marcó el sendero por donde debía transitar el texto constitucional.
El gobierno es él. El Estado es él. El proceso es él. La revolución es él. La credibilidad es él. Lo sabe Vinicio Alvarado que trabajó su imagen como un producto comercial. Como una marca. Como un mito que no admite competencia ni aspira a tener delfín. El ciclo es él. Con él empieza y (un día) con él terminará. Correa es un producto hecho para sobrevivir ante cualquier circunstancia, crisis o imponderable. Como Coca-Cola. Está concebido para habitar en los imaginarios por encima de las contingencias y las minucias de la realidad.
No importan las características de Alvarado ni su nivel de cinismo. Correa es su producto: explotó lo que es Correa y agregó el teflón que necesita para blindarlo contra todo aquello que pudiera corroerlo: convicciones, ideas, programas, valores, legalidad, lealtad, amistad, historia… No importa si Correa miente. Si dice hoy y se desdice luego. Si defiende al primo y enseguida lo acusa. Si hoy usa el lenguaje del Papa y mañana el del bacán de la esquina. El producto Correa fue hecho para durar mediante un canje simbólico que desde el poder hizo con los electores: su credibilidad a cambio de estabilidad y bonanza económica que no se depende de su buena administración sino de la década dorada que llegó con un barril de petróleo a casi 100 dólares.
A Alvarado no le importa el país: no es su trabajo; él forja marcas. Le importa el destino del producto-Correa. Para eso necesitaba a un hombre como su hermano, tan cínico como él. Lo requería para potenciar y re-potenciar su producto. Eso no se hace sin propaganda. Y la famosa credibilidad solo requiere que se repita una y otra vez lo que quiere el poder. Y que se diga una y otra vez, una y otra vez que los otros mienten.
En la propaganda no importa si lo que se dice es ético, decente o justo. Alvarado dirige un aparato celoso de un producto. Eso lo faculta a usar todas las formas desleales de competencia. No dejar que nada le haga sombra. No dejar que nadie la ponga en entredicho. No permitir que crezcan competidores en su sector. Volver la política un pulso diario de mercadeo. Y la esfera pública una alcantarilla. Convertir la popularidad en el único termómetro de legitimidad democrática. Asegurar, mediante cualquier método -y cualquiera puede ser el más rastrero- que su marca no salga de la percha de moda. Usar si es necesario jueces y fiscales. O cadenas mentirosas y difamatorias. Perseguir. Valerse de personajes deleznables en los tribunales de la inquisición. Exponer y sobre exponer el producto. Crear la sensación en cada ciudadano, que esa marca está en cada hogar, en cada alcoba, en cada mente. Hacer de Correa un ícono imprescindible. Creíble.
Correa no se equivoca cuando pide a los suyos que cuiden su credibilidad… No dijo sus valores. No dijo el programa de la supuesta revolución. No dijo la institucionalidad que dice haber creado. Dice su credibilidad. Habla de él consciente de ser un ser desdoblado, mercadeado, engendrado artificiosamente. Dice ese otro yo que no soy yo: dice el Correa que Vinicio y su equipo crearon. Dice ese ser mitológico en el cual el aparato de Estado ha invertido centenares de millones de dólares para posicionarlo como la única marca creíble en el mercado político.
Correa, el terrenal, se sabe lleno de defectos. Pero pasa por encima porque ese ser, iracundo y autoritario, ya no es él. Lo ha dicho. Él es la revolución. Él es un gigante, como pocos en América, según Lenin Moreno tan dado a vivir en estándares dobles. Él es una reencarnación de próceres y héroes. Él es la verdad.
Cuidar la credibilidad significa palpar pero no rayar el mito creado por Vinicio Alvarado. Ahora que la realidad lo saca del ensueño fabricado con los petrodólares, Correa se descubre: es el único tesoro que tiene la revolución. Y tiene razón: todo ha sido hecho, todo ha sido permitido, todo ha sido constitucionalizado, todo ha sido usado, todo ha sido violado, todo ha sido concebido para que él resplandezca. La revolución tiene un tesoro: un ser que ha sido despojado de sus características humanas y de sus enormes defectos. Ese mito fabricado es el que gobierna.

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