El periodismo,
oficio ilegítimo
La política del Estado correísta frente al
periodismo y los medios de comunicación fue definida tempranamente por Fernando
Alvarado como la política de la podadora. Según su visión, el periodismo es
como un campo de hierba que crece incontroladamente y sin concierto, y el
Estado es como el jardinero que poda a diario para mantener el terreno igualado
y al ras. Se supone que el fin último de esta estrategia es mejorar el
periodismo, pero a poco de cumplirse ocho años de su aplicación es difícil
reconocer el menor indicio de que este objetivo se encuentre siquiera en
proceso de cumplirse. El periodismo ecuatoriano no ha mejorado porque la
política de la podadora implica un proceso de desprestigio y deslegitimación
del oficio. Y no se puede mejorar un oficio a fuerza de declararlo ilegítimo.
Los
correístas sólo conciben una manera de tratar al periodismo: a empellones.
Basta con leer las cartas que llegan todos los días a las redacciones: el
procedimiento habitual es entrar pateando al perro. ¿Han escuchado al ministro
de Educación cuando impone su presencia en Radio Democracia para replicar una
opinión periodística que no comparte? Ese es el tono: a la patada. Hasta los
funcionarios de cuarta categoría se creen autorizados a dar lecciones de moral,
amenazar con acciones legales, fijar plazos perentorios e imponer sus propios
conceptos sobre la práctica periodística como si fueran la verdad revelada.
Personas incapaces de articular con corrección dos ideas seguidas en un texto
escrito pretenden enseñar a las redacciones qué cosa es una crónica o cómo
deben manejarse las políticas editoriales. Todo ello con un tono de hostilidad
que no da tregua y una ignorancia sobre la materia que abruma. Como
consecuencia, hoy el periodismo en el Ecuador se practica a la defensiva. Es un
oficio ilegítimo a tal extremo que ha dejado de ser una cuestión de periodistas
para convertirse en una cuestión de abogados. ¿Qué clase de periodismo se puede
practicar ahí donde la figura de los abogados llega a tener mayor autoridad que
la de los editores, como ya ocurre en muchas redacciones? Y el proceso
contempla aún otra vuelta de tuerca: en el futuro inmediato hasta esos abogados
serán sustituidos por defensores del lector nombrados por el Estado con oficina
en las redacciones.
En realidad no se necesitaba llegar tan lejos: ya
es el Estado el que dicta las políticas editoriales sin necesidad de tener
agentes infiltrados. Si un medio, después de evaluar los documentos y los
hechos, interpreta por ejemplo que el viaje a Chile del Presidente de la
República es menos trascendente para la nación que para el ego de un coleccionista
de títulos honoris causa y, en
consecuencia, decide conceder a esa noticia un espacio secundario en páginas
interiores, inmediatamente recibirá un llamado de atención de parte del Estado:
una carta altisonante y amenazadora llegará a la redacción para recordarle que
no corresponde a los periodistas evaluar la importancia editorial de esa
noticia, que tal papel concierne únicamente al Estado.
Hoy
los medios de comunicación en el país ni siquiera se sienten con la libertad
para contratar a los periodistas que quieren. Algunos de los mejores se
encuentran en el desempleo a pesar de que muchas redacciones darían lo que
fuera por tenerlos. Simplemente no se atreven a contratarlos.
Y
como el periodismo ya no puede decidir ni siquiera sobre estas cuestiones tan
básicas, hoy tiene que ceder al Estado hasta el propio espacio físico en el que
se ejerce: etapa avanzada de su ilegitimidad. Cualquier ministro llega a una
estación de radio con el pretexto de ejercer su derecho a la rectificación o a
la réplica y se instala a hablar una hora seguida. O un funcionario glosado por
la Contraloría termina dictando la primera página de diario Expreso. O un
noticiero cualquiera debe perder cinco o diez minutos de su tiempo para que el
Estado se dedique a desprestigiarlo. ¿Hay alguna manera de resistir a esta
invasión y a este acoso? Sí, pero no es periodística sino jurídica y no pasa de
reivindicar el derecho al pataleo.
¿Es
esta una estrategia para mejorar el periodismo? No, desde luego. Si al Estado
realmente le interesara conseguir ese objetivo, en lugar de acosar a los medios
privados se preocuparía por impulsar un verdadero periodismo público en medios
con independencia editorial. En su lugar, utiliza los medios financiados con el
dinero de todos como piezas de su propio aparato de propaganda, de suerte que
no hay ningún modelo de periodismo alternativo a aquel se pretende cambiar.
Hasta
el más recalcitrante de los correístas puede darse cuenta de una cosa: el
periodismo ecuatoriano es hoy peor que hace ocho años. Si el objetivo del
régimen era mejorarlo, es hora de que acepte su aparatoso fracaso.
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