Por Roberto Aguilar
El
secretario general de la Administración del Ecuador, Vinicio Alvarado, en un
arrebato de sinceridad que se agradece, comparó al correísmo con el fascismo de
Mussolini y de Franco. Dijo que esos gobiernos, lo mismo que el suyo, tuvieron
muchas cosas buenas más allá de la política; ellos también desarrollaron a sus
países; ellos también construyeron carreteras. Es verdad. La bonanza económica
de España durante la década de los sesenta, por ejemplo, es un mérito que nadie
puede negárselo a Franco. En esos años España mantuvo un crecimiento sostenido
del siete por ciento, sentó las bases de su industria y se afianzó como
potencia turística mundial gracias a la inversión en infraestructura, hasta el
punto en que se llegó a hablar, seguramente con exageración, de un milagro
español comparable al alemán.
Lo
que pasa es que, cuando se revisa los expedientes del franquismo en materia de
derechos humanos y se observa sus cárceles llenas de presos políticos, la
proscripción de partidos, los fusilamientos y la supresión de libertades
públicas, cualquiera pierde las ganas de celebrar los logros económicos. Un
periodista extranjero que, en esa época, hubiera viajado a España para
entrevistar a Franco sobre esos logros de forma que el dictador apareciera como
ejemplo para países menos desarrollados no sólo habría cometido una torpeza
política sin nombre: habría hecho un flaquísimo servicio a los españoles al
ayudar a consolidar la imagen internacional del viejo crápula.
Eso que con Franco habría sido inadmisible es lo
que acaba de hacer el periodista español Jordi Évole con Rafael Correa. Ya, que
Correa no es Franco, que no ha fusilado a nadie, apenas ha institucionalizado
el asesinato simbólico y el insulto como recurso habitual del debate público
(se dice fácil). No le hace. Évole llega a un país donde no existe
independencia de funciones, donde la tesis oficial al respecto, proclamada por
el propio secretario general del partido en el Gobierno, es que Montesquieu y
su teoría de los tres poderes han sido superados; un país cuyo Presidente
emprende una reforma del sistema judicial con el
objetivo confesado de “meterle la mano”; un país donde el secretario
jurídico de la Presidencia dirige cartas amenazadoras a los jueces para
recordarles lo que él considera son sus obligaciones; un país donde las
organizaciones sociales se controlan por decreto;
un país donde se proscribió una organización ecologista con el argumento de que
se metió en política, como si la militancia ecologista pudiera ser otra cosa
que política; un país donde el Estado ha declarado la guerra a los medios de
comunicación que no controla; un país donde la Constitución aprobada por el
pueblo está a punto de ser reformada sin consulta democrática para permitir,
entre otras cosas, la reelección indefinida del caudillo; un país que ya cuenta
sus primeros muertos entre los líderes indígenas que se oponen a la extracción
minera en lugares de altísima biodiversidad que además forman parte de sus
territorios ancestrales; un país que reconoce el estatus beligerante de las
FARC pero acusa de terroristas a sus dirigentes sociales, y donde los
estudiantes de colegio que salen a manifestarse y quiebran un vidrio son
encarcelados por meses y condenados por el delito de rebelión; un país cuyo
gobierno, lo mismo que el de Fujimori o el de Videla, se ha propuesto acabar
con el Sistema Interamericano de Derechos Humanos, que durante décadas ha sido
el último recurso de los perseguidos y los torturados en el continente… En fin;
Jordi Évole llega a ese país para entrevistar a su Presidente y el resultado es un programa de televisión en el cual se consagra a
ese Presidente como ejemplo para el mundo, especialmente para España y el resto
de países endeudados de la Europa en crisis. Una ingenuidad política
imperdonable en un periodista de su experiencia y un flaco, flaquísimo servicio
para los ecuatorianos.
¿Ingenuidad o negligencia? Cuando uno observa el programa
de Évole, que en realidad no trata sobre el Ecuador sino sobre España y,
concretamente, sobre la deuda española, es imposible no pensar en Julien
Assange. El hacker australiano, refugiado en la embajada ecuatoriana en Londres
y considerado por muchos como un apóstol de la libertad de prensa, tiene del
Ecuador –país del que lo ignora todo– un concepto más bien pobre. De haber
vivido en el Ecuador, Assange probablemente estaría preso y con toda seguridad
enjuiciado por atreverse a publicar documentos reservados. Cuando en CNN le
pusieron esa realidad por delante y le preguntaronsobre los difíciles momentos que
atraviesa la libertad de prensa en el Ecuador, este apóstol de la libertad de
expresión respondió: “Ecuador es un país insignificante”. Esta semana repitió
algo parecido en una entrevista con Perfil.com.
Le preguntaron si no le preocupaba asilarse en Ecuador, “un país que no tiene
fama de tratar bien al periodismo”, y contestó: “no entiendo por qué estamos
hablando de esto”.
Y
sí. Ecuador es un país pequeño que no pinta mucho en la geopolítica mundial.
Sin embargo, los ecuatorianos creíamos merecer al menos un poco de solidaridad
internacional cuando se atropellan nuestros derechos y se disminuyen nuestras
libertades. Especialmente de gente tan abiertamente identificada con la
izquierda o aparentemente tan preocupada por las cuestiones sociales, los
derechos de las minorías y la resistencia de los indignados, como Julien
Assange o Jordi Évole. Gran error. Esa arrogancia primermundista según la cual
la política es algo que sólo ocurre en los países importantes está hoy tan
vigente como siempre. Parece una actitud tan natural que probablemente Jordi
Évole ni cuenta se dio de lo que hizo. Así, mientras el correísmo sea funcional
al proyecto político de Podemos o lo que fuese, los ecuatorianos deberemos
sufrir nuestra propia insignificancia y sentarnos a contemplar cómo el
prestigio político de nuestro caudillo se afianza en el planeta.
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