«El susurro de las hojas»
A orillas de un río serpenteante, en un pequeño y olvidado pueblo, vivía una anciana llamada Elena. Su cabello plateado caía sobre sus hombros como hilos de luz apagada, y sus ojos, una vez brillantes y llenos de vida, ahora parecían reflejar la tristeza de mil años. Todos en el pueblo la conocían, pero pocos la visitaban. Decían que su casa estaba llena de recuerdos que dolían demasiado como para ser compartidos.
Elena solía pasar los días en su jardín, sentada bajo un viejo roble, observando las hojas caer lentamente con el viento. Cada hoja que caía le recordaba una parte de su vida que ya no volvería. Pero había una en particular, una hoja seca que Elena guardaba en su regazo, la que le traía el recuerdo más doloroso de todos: el de su hijo, Lucas.
Lucas había sido la alegría de Elena y su esposo Andrés. Un niño risueño, lleno de curiosidad y sueños. A pesar de que la vida no les había dado riquezas materiales, su pequeño hogar estaba lleno de risas y amor. Pero cuando Lucas cumplió ocho años, la tragedia llegó sin previo aviso, como una tormenta que devora el sol.
Una tarde de otoño, mientras jugaba cerca del río, Lucas desapareció. Elena y Andrés buscaron por todas partes, llamándolo por su nombre hasta que sus voces se quebraron, pero solo encontraron silencio. Durante días, semanas, y luego meses, la búsqueda continuó, pero nunca hubo rastro de él. El río, traicionero y misterioso, se lo había llevado para siempre.
La desaparición de Lucas destrozó sus corazones. Andrés, incapaz de soportar el dolor, se hundió en la tristeza y falleció poco tiempo después, dejando a Elena sola en una casa vacía que antes estaba llena de vida. Todos los días, Elena se sentaba junto al río, esperando escuchar la risa de su hijo o ver su pequeña silueta corriendo por la orilla, pero lo único que escuchaba era el murmullo del agua, llevándose consigo cada esperanza.
Un día, mientras recogía hojas en el jardín, encontró una hoja de roble con la forma perfecta de una mano pequeña. La guardó en su regazo, y desde entonces, esa hoja se convirtió en su único consuelo, como si fuera lo único que quedaba de Lucas. Se convenció de que, de alguna manera, su hijo le había dejado ese mensaje, una señal de que aún estaba con ella, aunque no de la forma en que lo deseaba.
Los años pasaron, y la vida en el pueblo continuó, pero Elena permanecía atrapada en el mismo día, en el mismo dolor. Nadie la entendía, nadie sabía lo que era perderlo todo de una sola vez. Y así, cada tarde, con la hoja en sus manos, ella le susurraba al viento:
—Lucas, si estás ahí, mamá está esperando.
Un invierno particularmente cruel llegó al pueblo. Las tormentas de nieve cubrieron todo con un manto blanco, y el frío era insoportable. A pesar de ello, Elena seguía saliendo al jardín, sentándose bajo el viejo roble, aferrada a la hoja de su hijo.
Una mañana, los vecinos notaron que hacía varios días que no la veían. Alguien decidió acercarse a su casa y encontró la puerta entreabierta, el fuego en la chimenea apagado, y la anciana sentada en su silla habitual, con la hoja seca entre sus manos.
Elena ya no respiraba.
Murió como había vivido sus últimos años: esperando. Aferrada a un recuerdo, a un amor que nunca dejó de sentir. En su regazo, la pequeña hoja se desintegraba poco a poco, al igual que lo había hecho su corazón.
El pueblo entero acudió a su funeral, aunque pocos la conocían bien. A su lado, enterraron la hoja que había guardado durante tanto tiempo, como un último tributo al hijo que había perdido, y que en su corazón, nunca dejó de buscar.
Y así, el viento siguió soplando a través del roble, llevándose las hojas caídas, pero esta vez, llevando también los susurros de una madre que jamás dejó de amar a su hijo.
-Texto y foto tomados de la red.
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