Antes de abandonar el cargo, María Alejandra Vicuña quiso asegurarse de dejar escrita su propia biografía. Lo ensayó a lo largo de las dos páginas en las que redactó su renuncia a la Vicepresidencia de la República. En esa biografía, Vicuña se retrata a sí mismo como una política con trayectoria y de trascendencia histórica que ha entregado su vida a las causas sociales. Además asegura que ha sido víctima de un complot orquestado por quienes quieren apartarla de cargo por ser parte de un proceso social que representa a millones de ecuatorianos.
Pero como toda política en retirada que aspira al reconocimiento social y a la misericordia de la historia, la versión que Vicuña fabricó sobre su paso por el poder está llena de mentiras y, en el mejor de los casos, de verdades a medias.
Vicuña comienza su renuncia afirmando que lo que ha ocurrido con ella, es decir todo el proceso que arrancó con la denuncia por los aportes de sus funcionarios y terminó con su obligada decisión de separarse del gobierno, se explica por el hecho de que es mujer y, además, de izquierda. Así, ella ensaya imponer para la posteridad una versión que es imposible de sostener. La ex vicepresidente no fue, como dice, víctima de un complot por su ideología o por su sexo, sino por haberse aprovechado de su cargo y de su poder para recoger aportes económicos a funcionarios nombrados por ella sobre cuyo uso jamás explicó y que, para colmo, depositó en sus cuentas personales.
Vicuña intenta, además, dejar por sentado que todo el proceso en su contra se sustenta en la denuncia “de un individuo sin escrúpulos”, cuando en realidad no fue únicamente su ex asesor Ángel Sagbay quien la denunció. Fue su propio padre, Leonardo, quien reconoció otros 12 casos de funcionarios que hacían aportes en su cuenta bancaria, amén de otros seis más que hay en curso. En total 1.2 millones de dólares se movieron en su cuenta, dicen esas investigaciones.
La distorsión de la historia que ensaya Vicuña no acaba ahí. Apenas en el segundo párrafo lanza otro intento de torcer la realidad y dice que setenta y siete legisladores pidieron su renuncia sin haber esperado una explicación suya. La ex vicepresidenta no dice, sin embargo, que cuando hubo ese pedido en la Asamblea (que no tenía ningún carácter mandatorio) ella ya había dicho a la prensa en una intervención en la que, oronda, admitió que esos aportes eran hechos en su cuenta personal y que aquello no tenía nada de ilegal ni de ni anti ético.
Exagerar, hacer afirmaciones desproporcionadas y despojar a los hechos de su contexto son también recursos de quienes tratan de imponer una biografía propia. Y eso hizo la ex vicepresidenta en su carta. Vicuña llega a decir, en tono casi épico, que se la ha sacado del cargo porque es militante de “un proceso que millones hemos ayudado a construir”. La afirmación la hace ignorando lo obvio y evidente: que llegó a ser Vicepresidenta no por representar una corriente política de peso o trascendencia sino por obra y gracia del deterioro y los accidentes de un proceso político cuyo único proyecto fue la impunidad y eternizarse en el poder.
Vicuña se presenta a sí misma como una figura política de relevancia cuando, en realidad, no fue sino una más de los cientos de casos de ascensos que se lograron gracias a la pauperización del sentido del servicio público que hubo durante el gobierno de Rafael Correa.
En el séptimo párrafo de su carta, Vicuña intenta una vez más de explicar su salida del Gobierno con la afirmación, de falsedad desfachatada, de que se trata de un complot de personas que están interesadas de reemplazarla en el cargo. Ella es incapaz de admitir, ni siquiera por un elemental y mínimo sentido de honradez, que fue una conducta delictiva suya, admitida públicamente por ella, refrendada pro su propio padre, la que ocasionó que finalmente tenga que renunciar. “No me voy a prestar a que se abone a rumores de muerte cruzada, de renuncia del Presidente o de grave conmoción interna”, agrega más adelante en su carta, otorgándose a sí misma una importancia y una trascendencia política que jamás llegó a tener ni en sueños. Y pretendiendo erigirse en protectora de la presidencia de Moreno.
Tuerce la historia, asimismo, cuando afirma, en tono adulón y sinuoso, que el presidente Lenín Moreno la ha apoyado en este trance y que cuando dijo que la liberaba de sus funciones estaba buscando garantizar su “legítimo derecho a la defensa”. Vicuña trata, así, de cimentar un relato en el que se ignora que Moreno la dejó completamente sola casi al día siguiente de que se presentó la denuncia de los aportes de Sagbay en Teleamazonas. “Presento la renuncia a mi cargo, pues prefiero que él (Moreno) pueda contar con alguien más para que asuma, definitivamente, las grandes responsabilidades que me encargó. El país quiere y necesita paz para avanzar”: lo dice con aires de grandeza y como si de ella dependiera la paz en el país.
Vicuña, en su carta, también ensaya retratarse como una funcionaria cuyo paso por la administración pública representó significativos beneficios para la sociedad cuando, en realidad, su trabajo en las tareas que le encomendó el presidente pasaron inadvertidas; amén de que eran tareas que pudieron haber hecho los ministros y subsecretarios de las áreas involucradas.
En realidad, cuando fue elegida como vicepresidenta, Vicuña no había tenido el más mínimo mérito para ocupar ese cargo que la convertía en la sucesora de Moreno en caso de que éste llegase a ausentarse del poder. Antes había sido una asambleísta mucho menos que mediocre a la que, si de algo se la puede recordar, fue por su fanática e incondicional adhesión al tiranuelo de Correa y su abominable denuncia en contra de la activista social Martha Roldós, basada en grabaciones que violaban su derecho a la intimidad y a las que pretendió conferirles carácter de subversivas y desestabilizadoras. En cualquier país con cierta memoria social y con una institucionalidad medianamente respetable, ese simple hecho la hubiera descalificado por completo como aspirante a la Vicepresidencia. Que haya llegado a la terna y que luego haya sido escogida como sucesora de Jorge Glas por la Asamblea, fue únicamente gracias a cálculos y elucubraciones políticas hechas desde escritorios donde el correísmo aún estaba fresquito.
Vicuña, con su renuncia disfrazada de biografía sobre sí misma, no logra lo que evidentemente persigue: construir un relato positivo sobre su paso por el poder para ubicarse en la historia en la vereda de los buenos. La historia la recordará, no por el retrato que ella hace de sí misma en sus dos páginas de renuncia sino por su impúdico y terco respaldo a la tiranía madurista en Venezuela, por su voluntad de posicionar a su familia en altos cargos y, sobre todo, por haber exigido a sus funcionarios aportes económicos que fueron a sus cuentas y sobre cuyo uso nunca informó al país.
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