domingo, 31 de enero de 2016

Izquierdas, derechas y esas persistentes confusiones




Dos Latinoaméricas se encontraron cara a cara en la cumbre de CELAC

HÉCTOR E. SCHAMIS

30 ENE 2016 - 22:50 CET

“Se dice que la década pasada ha sido una década de la izquierda en América

Latina, una década de gobiernos progresistas. ¿Se puede decir que ha habido

progresismo, progreso social de izquierda estos años?” Así comenzó Moisés

Naím su programa, Efecto Naím, al que fui invitado junto con el ex presidente

de Bolivia Jorge Quiroga. “Eso si uno toma esas palabras como

válidas”—repliqué, con más reflejos que reflexión—“las palabras de los

gobiernos que se han definido a sí mismos como izquierdistas”.

“Izquierda dirán ellos”, agregué al final, esos quince segundos de televisión que

obligan a omitir varios aspectos de esta discusión, comenzando por la propia

definición de “izquierda”. La clarificación es oportuna, dadas las ambigüedades

vigentes. Especialmente porque la contraparte del argumento es que quien se

opone a esos gobiernos “de izquierda” termina siendo “de derecha”. Falacias

por las que transcurre el no-debate, la incesante repetición de clichés que

sustituyen la verdadera conversación. Es el fin de la política.

Ser de izquierda se basa en la convicción que la desigualdad no es pre política.

Esto es, no está constituida ex ante, ni pertenece al orden natural de las cosas.

Por el contrario, la desigualdad se entiende como la consecuencia de un

conjunto de relaciones de clase e instituciones: las primeras le dan sustancia,

las segundas la reproducen en el tiempo.

Ante eso, la estrategia del socialismo revolucionario fue la toma del poder,

súbita y violenta, para desmantelar las relaciones capitalistas de producción y

su superestructura jurídica. El problema fue que en el camino de la expansión

de derechos sociales se eliminaron por completo los derechos políticos y

civiles. El socialismo realmente existente terminó siendo el régimen del Estado-

Partido y su burocracia. Resultó que para comer había que dejar de votar y

dejar de hablar. Conocido pero falaz razonamiento, sobre todo si, en el largo

plazo, tampoco se come.

Mientras ocurrían las masacres del estalinismo, asomaba otra versión de

izquierdismo en Europa: el reformismo keynesiano y el Estado de Bienestar de

la postguerra. Hacia los 70 el eurocomunismo rompía con Moscú, nótese, antes

de la caída del Muro de Berlín. Surgió la izquierda socialdemócrata, que no

rechazó la idea de mayor equidad social pero con el capitalismo—no contra

él—y en combinación con la democracia competitiva.

La pobreza no se mide, la inflacion es incierta, las cuentas nacionales,

una ficcion. Izquierda dirán ellos

Todo ello dio forma al progresismo, un izquierdismo superador, capaz de

operar con un concepto más amplio de desigualdad. Más amplio porque para

reducir la desigualdad tiene que funcionar el mercado, mecanismo que alienta

la iniciativa, la creatividad y la toma de riesgo, la receta de la prosperidad. Pero

también porque el mercado es socialización, genera pluralismo y sociedad civil,

o sea, ese espacio autónomo de deliberación y agregación de intereses e

identidades diversas: de clase tanto como religiosas, étnicas, de género y de

orientación sexual. Y todas ellas superpuestas.

Es que en nuestras sociedades complejas y diversas tener politicas de ingresos

no es más importante que tener normas para corregir asimetrías en la

distribución del reconocimiento social de esas minorías. El progresismo,

entonces, solo puede ser liberal-constitucional y, con ello, democrático.

Esta problemática ha sido ajena a la hipocresía de la auto proclamada

izquierda de América Latina. Su retórica anti-capitalista no desmanteló el

capitalismo. Ni mucho menos, tan sabroso botín para enriquecerse con los

amigos. La redistribución no fue financiada con políticas de inversión

sustentables y productividad creciente, sino con precios internacionales

favorables que, ante el cambio de ciclo, comienza a revertirse. Su ignorancia

económica ha producido una monumental distorsión de precios que, financiada

con recursos fiscales, generó déficits a su vez financiados con emisión. La

pobreza no se mide, la inflación es incierta, las cuentas nacionales, una

ficción.

Izquierda dirán ellos. Ni hablar de los derechos identatarios. Esto no ha sido

progresismo sino su opuesto, una arqueología del estalinismo modelada en la

dinastía despótica de los Castro, tan venerados por los bolivarianos. Es un

capítulo que llega a su fin, por la biología en Cuba, las elecciones en Argentina

y Venezuela, las protestas contra la perpetuación en Ecuador, Bolivia y

Nicaragua, y las marchas contra la corrupción en Brasil y Guatemala. Y por el

cambio de precios en todas partes.

Como se vio en la Cumbre de CELAC, donde dos Latinoaméricas se

encontraron cara a cara. Una, la del dueño de casa (y del micrófono), es la de

las consignas melancólicas y los clichés gastados. Es aquella del comandante

tal o cual, la de una pseudo teoría de la dependencia, un anti-imperialismo

impostado sin otro propósito que justificar la perpetuación en el poder. Es la

América Latina que invoca difuntos, a los que busca canonizar, y a

expresidentes procesados por corrupción, a quienes intenta restaurar en el

poder.

La otra América Latina que se vio en Quito es la del pragmatismo, la que mira

hacia delante, la que busca resolver los problemas de sus sociedades e

imaginar soluciones ante una economía internacional incierta. Es la que busca

atraer inversión y crear empleo frente al cambio de ciclo, los erosionados

recursos fiscales y las decrecientes reservas del Banco Central.

Esa otra América Latina busca recuperar sus mejores tradiciones de derechos

humanos, como en el auténtico progresismo de Gabriela Michetti,

vicepresidente argentina, al recordarle a Maduro que debe respetarlos,

habiendo sido Venezuela amparo de tantos exiliados. Esa es la América Latina

de la democracia, la alternancia en el poder y las garantías constitucionales.

Izquierda o derecha, esa es la única que tiene futuro.

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