Correa ama su Hummer

correa en el hummer 2La imagen es poderosa: el Hummer militar embanderado, la profusión de granaderos de Tarqui con las picas, los solados de camuflaje con el chaleco antibalas y el dedo en el gatillo de la carabina en ristre, el personal de civil con el cable en la oreja, esculcando en los rincones, mirando con sospecha todo lo que se mueve… Y en el centro, él: rodeado de edecanes, las manos rígidas sobre el parapeto, la cinta tricolor en bandolera, las significativas, inolvidables gafas negras que combinan a la perfección con la pétrea compostura del rostro inexpresivo, poseído por su personaje. Le fascina.
¿Así quiere ser recordado el presidente? Debería tener más cuidado con lo que desea. La posteridad es caprichosa y las imágenes, traicioneras: pueden acarrear asociaciones indeseadas. Al consultor español Decio Machado lo primero que se le vino a la cabeza cuando vio la foto –y así lo puso en un tuit– fue el generalísimo Franco rodeado por la guardia mora. De este lado del charco esas gafas negras, esa parafernalia militar, esa impavidez en el gesto de dientes apretados y mejillas tensas, no hace falta ni decirlo, recuerdan al general Pinochet dirigiéndose al pueblo chileno la noche del 11 de septiembre de 1973: esa imagen lo sintetizaba todo, lo que acababa de ocurrir en La Moneda y lo que estaba por experimentarse en el país en los años venideros. Y así pasó a la historia. ¿Qué cree Rafael Correa? ¿Que en el futuro, cuando se hable de sus informes a la nación pronunciados en la Asamblea, recordaremos sus citas de Martí y del obispo Romero? ¿Sus cifras sospechosas? ¿Sus frases vacuas? ¿O sus gafas negras, su Hummer embanderado, su rostro inexpresivo, sus gorilas? De verdad, de corazón, ¿qué cree?
Se dirá que es una exageración. Que Correa no es Pinochet, no es Franco. Es verdad. Pero no es menos cierto que escenas como la del Hummer no se encuentran fácilmente en los países democráticos. Que a una determinada estética del poder corresponde, de forma inequívoca e irrefutable, una concepción del poder. Que no hay puesta en escena en la que no se vea reflejado un argumento. Que si se anda de Franco por la vida es porque algo se tiene de generalísimo en la cabeza. Y que el recurso de la alegoría, esa disposición iconográfica de los personajes y de las cosas, esa exhibición pedagógica de los atributos del poder, esa disposición coreográfica de sus círculos, todo eso corresponde a una manera de entender el ejercicio del poder que, en la modernidad, pertenece únicamente a los autoritarismos y a los fascismos. Bastaba con un golpe de vista sobre el montaje escénico al interior del recinto legislativo el día del informe a la nación para observar cómo las gracias y mercedes del poder descienden materialmente a través de la escala jerárquica hasta la multitud que vuelve hacia arriba la mirada para agradecer y aclamar, retribuir y glorificar. Semejante papel atribuido a las masas en la puesta en escena del poder corresponde, también, a la estética fascista, y es lo que otorga contenido real a toda la alegoría. Por eso, cuando el presidente, caretuco, avanza por la calle, a falta de masas verdaderas el aparato de propaganda dispone que un grupete de militantes vaya caminando junto al Hummer –como notó Luis Verdesoto al observar la transmisión televisiva– para que el presidente tenga quien lo aclame y pueda saludar histriónicamente a lado y lado.
Nada retrata a Rafael Correa como la escena del Hummer. Es la imagen del triunfador invicto. En la historia de las representaciones del poder, proviene directamente del imperio romano, donde el privilegio de marchar de esa manera por las calles, entre las aclamaciones de la multitud, estaba reservado para los generales vencedores en batalla. Con una diferencia: junto a los generales romanos se encontraba siempre un siervo que le susurraba al oído: “Recuerda que eres mortal”. Rafael Correa ya lo olvidó. Su vida ya no es suya: le pertenece al pueblo. Lo que su ingreso triunfal entre los granaderos de enjaezados caballos revela sobre su concepción del poder se ve corroborado por la gestualidad y el lenguaje corporal con que minutos más tarde se dirige a la nación desde el podio de la Asamblea. No hay sombra de duda en su mirada. Sólo envanecimiento y desdén, desprecio y soberbia. Él está ahí para ser aclamado y glorificado. Y las dos mil personas presentes en el hemiciclo lo confirman estallando en aplausos cada treinta, cada quince segundos. “Aplaudan no más, no se preocupen”, autoriza cuando las palmas se reprimen porque él no hizo la pausa adecuada para que prosiguieran: los únicos atisbos de humor que se permite (y eso también ocurre en el día a día, también ocurre en el Twitter, donde bromea con expulsar del país a un jugador de fútbol o pone a sus perros por encima de sus rivales políticos) tienen que ver con las posibilidades de su propio poder. De otras cosas no se ríe. Rígido, tenso, contenido, Rafael Correa ya no es humano: ocho años de poder absoluto lo han robotizado.
En las democracias de verdad, donde el parlamento sirve, entre otras cosas, para ejercer el control político del Ejecutivo, el informe anual del presidente es un acto sustantivo. Tanto es así que en algunos países adquiere la forma de debate. En el Ecuador, en cambio, donde la Asamblea es la viva imagen de su presidenta (la nada con alpargatas), no es más que un montaje propagandístico. Da grima imaginar los esfuerzos logísticos desplegados por la Secretaría de Comunicación para juntar en el recinto legislativo al puñado de personajes que el presidente o sus asesores consideraron oportuno citar a la hora de la lágrima. Álex, hijo de Paulina, el niño con discapacidad auditiva, o sea sordo, que recibió un implante coclear gracias al gobierno; los familiares de Tatiana, la joven afro, o sea negra, de la Cooperativa Unión de Bananeros del Guasmo Sur, que gracias a una beca estudia ingeniería aeronáutica en la Universidad Estatal Rusa; Matías, el pequeño de tres años que padece de parálisis cerebral y hoy recibe fisioterapia gratuita en el nuevo centro de salud de Guamaní; Tania, la madre soltera de 24 años que abandonó el colegio cuando se quedó embarazada pero finalmente pudo terminar el bachillerato, rindió sus exámenes de educación superior y obtuvo la nota perfecta: mil sobre mil. Uno por uno los va nombrando el presidente; el público los ovaciona; los aludidos se ponen de pie, emocionados, a punto de llorar; los camarógrafos de la Secom, sobrevivientes de 400 sabatinas (hay que tener el alma galvanizada para tanto), ensayan su mejor zoom a los lagrimales; Rafael Correa los saluda, también aplaude, finge una sonrisa que casi, casi lo humaniza… “Tania, puedes estudiar en cualquier universidad del mundo”. Por un momento, el informe a la nación deviene en propaganda lacrimógena. Sólo falta la cocacola.
24-05-2015-QUITO-ECUADOR, 11:00-Informe de el Presidente de la Republica del Ecuador, Rafael Correa delgado. FOTOAPI/JUAN RUIZ
FOTOAPI/JUAN RUIZ
Seguramente el presidente preferiría ser recordado por esa imagen y no por aquella otra de las gafas negras que tanto lo asimilan a Pinochet. No podrá ser. La benevolencia que interpreta cuando el guión de su informe a la nación marca la hora de la lágrima no es más que un ardid publicitario y así es como se percibe: propaganda. Lo otro –el Hummer, los granaderos, el rostro de piedra, las armas, los gorilas–, esa es la realidad, ese es él y así será recordado. Y si quiere librarse de ese sino debería, en realidad, ensayar una regresión metafísica que lo retrotraiga a los orígenes de su poder; debería reflexionar sobre la naturaleza del poder; examinar la manera como ese poder lo configura como ser humano, lo modela, lo deforma; considerar hasta qué punto sus relaciones con las personas y las cosas están desfiguradas por el poder. Eso es imposible por dos razones: la primera es que, para lograrlo, Rafael Correa debería ser un filósofo y no lo es: Rafael Correa es un tecnócrata de organismo internacional con mediocre formación intelectual; eso era antes de lanzarse a la política (eso y no un académico como pretende) y eso es lo que sigue siendo; la segunda es que Rafael Correa ya está bien trepado en el Hummer y le encanta. Tanto le gusta que no quiere bajarse de ahí. Y desde el Hummer todo –el mundo, la vida, las personas y las cosas–, todo se ve distorsionado.