lunes, 22 de junio de 2015

Diálogo Nacional: el Presidente busca Susos, no ciudadanos

Por José Hernández

Diálogo Nacional, dijo el Presidente. Diálogo a propósito de los dos proyectos de ley que llevaron el hartazgo y el cabreo, ya existentes, hasta la efervescencia callejera.
Invitar a un diálogo es una propuesta que se celebra. Pero, claro, Correa lleva más de ocho años mostrando lo que entiende por diálogo: un monólogo que su aparato político llama socialización y que concluye, irremediablemente, en el punto en el cual arranca: dándose la razón.
Esa socialización, que él llama diálogo, incluye mecanismos conocidos: comisiones y delegaciones encargadas de reunirse con representantes de la sociedad. ¿Con quiénes? Con comités barriales, cantonales… es decir, con su propio aparato. Basta ver con quiénes se reúnen los asambleístas oficialistas para socializar su paquete de enmiendas constitucionales. Basta ver cómo se ha hecho la “socialización” sobre proyectos que afectan el medio ambiente. Ha habido hasta empresas contratadas para reunir a los vecinos. Se les convoca por medio de avisos en los medios escritos y emisoras locales a horas en que la comunidad trabaja. Y, luego, en los informes de esas empresas se lee que, “lamentablemente hubo poca concurrencia”… Pero la socialización se da por hecha.
Invitar a un diálogo es una propuesta que se celebra. Pero, claro, el Presidente tiene una curiosa forma de preparar el terreno y tratar a los interlocutores. Él no discute bajo presión. Él no discute con gente que –de la forma que sea– él conecta con los gobiernos que le precedieron. Él se erige, además, en expendedor de certificados de buena conducta, mala fe, mediocridad, deshonestidad intelectual… Él califica quién merece representar un colectivo y es apto para hacerlo. Es la manera que él utiliza para achicar la cancha hasta llegar al punto que le interesa: no discutir con aquellos que impugnan sus políticas. Él solo dialoga con aquellos que coinciden con él.
Para él, el diálogo es un monólogo en el cual su lógica, su gente y su discurso gozan de protagonismo exclusivo. Los otros están convidados a comportarse como Suso: ese personaje genial, teatral y burlesco que inventó Bucaram para que estuviera a su lado, hundido en un mutismo extremo y presto a oírlo y aprobarlo.
El diálogo para Correa es un motivo más para montar otra tarima desde la cual esparcir su verdad y deshonrar a los impenitentes. Dialogar para el Presidente no es hacerse cargo de razones ajenas a su lógica: es ir a la guerra. Ir por otra victoria y derrotar hasta la humillación a los que se atreven a desafiarlo. Para eso usa el Estado y sus funcionarios. Usa la logística que no paga y el aparato mediático que no ha devuelto al país. Porque el diálogo ha adquirido significados insólitos en su gobierno. Catequización es uno; cruzada es otro. Los tribunales de la inquisición están listos para castigar a aquellos que, no entendiendo que el diálogo es monólogo organizado por el Estado, dan juego a los disidentes.
El Presidente y sus partidarios dirán que los sicarios de tinta siempre exageran. Vean lo que han hecho después de la invitación al diálogo de marras: una cadena para desprestigiar hasta lo indecible la protesta callejera. ¿Se puede ser más innoble frente a los hechos? ¿Se puede ser más falaz ante esas decenas de miles de personas que han salido a la calle a decir su hartazgo y han sido convertidas prácticamente en delincuentes?
¿Con quién quiere dialogar el Presidente? No con los que salen a la calle, es evidente: Son cuatro pelagatos. Y son peligrosos. Borrachos. Tirapiedras. Inmorales. Defensores del atraco bancario. Golpistas. Un puñado de millonarios desalmados… Ya pasaron ocho años de gobierno y no se acostumbra (no está en el libreto) a la presencia del otro, del diferente. No lo concibe, no lo tolera, no lo respeta. El otro existe para él en la medida que su presencia le ratifica que tiene la razón. Que él es superior. Un ser con atributos morales y éticos que ese otro –que no piensa como él– no puede tener.
El otro existe para el Presidente y para el correísmo solamente en el papel de Suso. O como enemigo. En definitiva como un esperpento que debe ser denostado, aniquilado, pulverizado, borrado del imaginario colectivo. Correa se piensa como si fuera discípulo de Rilke: quiere dialogar en la múltiple compañía de sí mismo. Diálogo franco, por supuesto, como los que se han inventado los canales que son de la nación y que su gobierno usa contra ella: en esos programas que le preparan, el Presidente pasea su verdad ante televidentes e interlocutores condenados a recibir lecciones.
El Presidente dialoga de esa forma con el país desde hace ocho años. Y quiere seguir embutiendo a la fuerza su poción que perdió sus poderes mágicos. Como si esa forma de maltrato no hiciera parte, precisamente, del hartazgo. Lo obvio sería que el Presidente descargara un diccionario de la Real Academia de la Lengua y empezara por restituir el significado que tienen las palabras. Dialogar –se lee en cualquier diccionario– es “una plática entre dos o más personas que alternativamente manifiestan sus ideas o afectos”. Es una “discusión o trato en busca de avenencia”. Es “debatir puntos de vista para llegar a un acuerdo”.
Platón fue el primero que usó la dialéctica, pensada como “arte del diálogo” para –según la etimología de ese verbo– “oponer dos discursos racionales y de esa manera llegar a la verdad”. Desde Platón, el grado de complejidad de las sociedades se ha sofisticado. Pues bien, Correa cree que solo hay una verdad: la suya.
El Presidente busca Susos, no ciudadanos. Busca fans y eventuales candidatos a ser catequizados. Su promesa de Diálogo Nacional no busca organizar la convivencia civilizada con sus contradictores sino imponer, por la fuerza, su dominio político. Por eso el show de diálogo nacional nace –otra vez– muerto. Así lleva ocho años. Y ahora incrementar el nivel de amenaza, solo embarulla más el laberinto en que se metió.

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