Un presidente en
las alcantarillas
El trabajo de quien se dedica a analizar el
discurso de Rafael Correa se parece a veces al de un minador de basura entre
las montañas de detritus: se requiere de guantes, mascarilla y botas de siete
vidas para sobrevivir a la aventura sin contaminarse de las bacterias
devastadoras que acechan entre los desperdicios. Como un buceador de ruinas,
como un aventurero en una tribu de pigmeos mentales, como un minero olvidado en
el fondo de un socavón oscuro, irrespirable y húmedo, el analista que
incursiona, por ejemplo, en las tres horas y media de monólogo sabatino, ha de
investirse del aplomo y la fortaleza anímica que le permitan emerger del fondo
de la alcantarilla sin ver comprometida su cordura ni afectados sus
sentimientos.
Al
Presidente hay que verlo cuando se rebaja de esa forma, normalmente para
insultar al prójimo: tiembla perceptiblemente del placer que su propio
desprecio le proporciona, saca pechito, proyecta la mandíbula hacia adelante
como diciendo qué cucharas, se sacude sobre el asiento, intercala exhalaciones
de intimidación que invitan a la bronca (¡tsss!, ¡pfff!) y, entre éstas y la
fingida risa sardónica que conserva activada mientras le dura el desplante,
mantiene a su auditorio en vilo con un vocabulario que se ve de pronto reducido
a un medio centenar de palabras que administra como piedras. Imprime a su
cuerpo un movimiento oscilante de izquierda a derecha, como el de un boxeador
en el cuadrilátero. Es un malandro de esquina, un gallito patético.
Muchas
veces, ante este espectáculo deplorable (el de un Presidente de la República
empeñado como ninguno de sus predecesores en rebajar el nivel del debate
público hasta la cloaca), el analista del discurso presidencial se pregunta si
vale la pena ocuparse de semejantes majaderías. Por ejemplo cuando el
Presidente, entre exhalaciones de intimidación y risitas de desprecio, decide
descalificar a la vicealcaldesa de Guayaquil, Doménica Tabacchi, tsss, porque
es “guapa, rubia, de ojos claros y apellido extranjero”, pfff, y por tanto,
según da a entender mientras se sacude sobre la silla con gesto pugilístico, no
puede representar a los guayaquileños, jejejé. ¿Vale la pena entrar a debatir
en ese nivel tan torpe y miserable? ¿Tiene algún sentido, por ejemplo,
preguntar al Presidente si el apellido extranjero de la vicealcaldesa la
descalificaría de igual modo si en lugar de Tabacchi fuera Kirchner o, para no
ir tan lejos, Baki? ¿Malherbe acaso? ¿Tiene algún sentido pedir al Presidente
que defina cuál es a su entender el biotipo étnico y los antecedentes genealógicos
que un ciudadano requiere para representar a una ciudad ecuatoriana? Los ojos
verdes del Presidente, por ejemplo, ¿califican o no califican? ¿Y cómo debe
leerse ahora, a la luz de esta nueva antropología física aplicada a la
política, la declaratoria del país como “multiétnico y pluricultural? ¿Quiénes
quedan excluidos de esa declaratoria? Los rubios lo están, por supuesto.
¿Alguien más, señor Presidente?
Por
supuesto que no, no vale la pena. Recoger el debate de la cloaca moral y
conceptual donde el Presidente de la República acostumbra a dejarlo no tiene el
menor sentido, simplemente porque ahí no hay ningún debate. ¿Eso significa que
debemos pasar por alto los ladrillazos que se manda cada sábado? Vamos a ver:
puestas sobre la mesa del debate público, las palabras de Rafael Correa sobre
Doménica Tabacchi son (con el debido respeto y estableciendo la necesaria
diferencia entre el calificativo que merece una declaración y el que se puede
aplicar a la persona que la emite) una estupidez sin atenuantes. Y de esas
tenemos al menos una por semana. Cuando se lanzan desde las alturas del poder,
más aún en el contexto de una actividad ritualizada como la sabatina, a la que
el propio Presidente confiere una importancia histórica especialísima, las
estupideces adquieren un carácter didáctico del que su hablante no puede
sustraerse aun deseándolo. En otras palabras, Rafael Correa no dice
estupideces: las imparte. Lo hace con aplicación y constancia semanal, con el
fin de ejercer presión sobre la sociedad y descalificar a las personas. ¿No
estamos entonces ante un tema del más alto interés público?
No
falta quien resta importancia a esas manifestaciones del discurso presidencial
asegurando que no pasan de ser la superflua expresión de una personalidad
expansiva, un simple tema de estilo, una veleidad, un cascarón sin importancia.
Sin embargo cabe reflexionar también sobre la posibilidad contraria: que sea
precisamente en esos arrebatos cuando aflora el verdadero yo de Rafael Correa;
que sean sus expresiones de cloaca moral e intelectual las que expresan su
pensamiento real y profundo. Si nos preguntamos, por ejemplo, qué piensa
realmente Rafael Correa sobre las mujeres, ¿dónde debemos buscar? ¿En el
discurso plagado de todos los lugares comunes de la corrección política que
alguien escribió para él y que él pronuncia en una ocasión solemne o en el
chiste vulgar y chabacano sobre las minifaldas de las asambleístas que
improvisa en una sabatina? ¿No es cuando menos lícito plantearse esta pregunta?
¿No es más bien obvia la respuesta? Y en el caso de las declaraciones del
sábado pasado sobre Doménica Tabacchi, ¿qué clase de resentimientos escondidos,
de racismos profundos, de complejos no resueltos expresan esas palabras dichas
entre exhalaciones de intimidación y risitas de desprecio?
Hay
quienes opinan que este debate es un señuelo que distrae a los ecuatorianos de
los temas importantes. Puede ser. Pero puede también ser que, si se plantean
las preguntas correctas, este asunto nos conduzca precisamente a los temas importantes.
Las preguntas pertinentes aquí no tienen que ver con los rasgos étnicos de
Doménica Tabacchi sino con las concepciones profundas que el Presidente de la
República tiene sobre la sociedad, concepciones que afloran cuando se pone
gallito. En el momento de la chacota, la guasada, el desplante de macho alfa,
la chambonería ramplona que llegan poco a poco al callejón sin salida de la
desvergüenza, Rafael Correa se retrata de cuerpo entero. Bajo esas conductas
late una fatuidad feroz que no encuentra puerta de escape y termina por
embarrarnos a todos.
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