jueves, 21 de mayo de 2015

Las Manuelas cuestionan a "las Marcelas"

Mujeres contando en voz alta
Desde la sumisión jamás se defienden derechos, tan solo se pierden.
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Foto: Armands Grundmanis de Letonia

Así como ser obrero no garantiza no ser patronalista, o ser mestizo no garantiza no ser racista, o ser gay no garantiza no ser transfóbico, o ser de izquierda no garantiza no ser  patriarcal, el ser mujer no es garantía de no ser machista y no reproducir la cultura patriarcal en su cotidianidad.

El modelo patriarcal de Estado, agresivamente conservador, reinstalado con fuerza en Ecuador sobre todo durante los últimos tres años, se legitimó también gracias al actuar o callar de determinadas mujeres, entre ellas dirigentes femeninas del pasado, o asambleístas actuales, funcionarias del Ejecutivo o de medios de comunicación estatales, que estigmatizaron o ayudaron a sepultar, caricaturizaron o no defendieron, los derechos de las mujeres y, en especial, aquellos referidos a la equidad, a la sexualidad, a la autonomía del cuerpo, el género, el laicismo, etcétera. 

No se trata, por supuesto, de ‘victimizarlas’ ni victimizarnos como mujeres, pero sí de poner la balanza en una justa dimensión.

Aclaramos que no hacemos ninguna reflexión o análisis desde el enfoque de ‘la culpa’, tan metida en la humanidad patriarcal desde hace dos milenios con el mito judaico de ‘la manzana prohibida y el castigo divino’. Ni debatimos desde la auto-culpa femenina, porque culpa y auto-culpa, además de letales y usadas por machistas, políticos y religiones, especialmente la hegemónica en América Latina, consolidaron al sistema patriarcal que nos ha 'fregado' a la humanidad y ante todo a las mujeres, no sólo con la violencia y vulneración de nuestros derechos, sino con la educación femenina en la culpa. 

Nosotras diferenciamos bien entre ‘culpa’ y responsabilidad. Y aquí, en Ecuador, se trata de eso: de establecer que esas mujeres tienen responsabilidad concreta al haber afianzado, desde el poder, el enfoque machista y profundamente patriarcal imperante en el gobierno. La lealtad, asumida como incondicionalidad o sumisión, es similar a otro penoso fenómeno humano: ‘la obediencia debida’, un delito ético que además fue convertido en delito social y penal desde los procesos de Nüremberg en 1948. 

Y no puede ser justificación acomodarse a las circunstancias, no importa lo que el poder, cualquiera que sea, haga, piense, diga, viole u omita.  

Hoy, se puso en boga la palabra sumisión y qué bueno que así sea, porque nos ayuda a conocer los profundos intersticios del poder y el subconsciente donde se asume la ideología individual que sostiene al gobierno de Rafael Correa.

Las_50_sombras_de_Agui_aga.jpgLa lamentable fraseología de la sumisión para ‘reivindicar' a las mujeres, expresada por la asambleísta, Marcela Aguiñaga, que no provino de ningún proceso de lucha de las mujeres, sino del aval de las fracciones del poder que la apuntalaron para ministra primero, luego para asambleísta y finalmente para segunda vicepresidenta, es la evidencia del patriarcalismo paternal que nos gobierna y del neo-machismo como nueva filosofía de ciertos procesos latinoamericanos, revolucionarios y retrógrados a la vez. El neo-machismo es el eje que nunca fue desmantelado, como sí lo fueron otros ejes de “la larga noche neoliberal”, pero tampoco fue desmontado el patrón cultural conservador en el que se formó la generación que gobierna.

El neo-machismo de ahora es una versión más devastadora del machismo ramplón de la antigüedad, porque es más sutil y fuerte, precisamente porque es un‘machismo light’ que ‘normaliza’ el patriarcalismo reaccionario y naturaliza sus prácticas machistas.

Solo así se explica que desde esa plataforma ideológica, revestida del barniz de equidades genéricas en lo político, se den el lujo de nombrar como lideresa nacional de su movimiento a una mujer: ese nombramiento también trae cosechas a favor de una imagen social “de equidad de género”, aunque no afecta en nada el modelo patriarcal que esas mismas mujeres afianzan internamente. Por eso el Ejecutivo se da el lujo de reelegir tres presidentas mujeres en sus cargos de conducción del poder legislativo -¿por ‘sumisas’ como citó Marcela Aguiñaga, orgullosa, o porque coadyuvarán a construir la publicidad local de ‘récord Guinness’ en equidad de género y participación política de la mujer ecuatoriana, desde luego, en segundo lugar después de la Nicaragua patriarcalmente católica y sandinista?

No olvidemos, que las cifras indican que en 2014 Ecuador pasó al puesto 21 entre 142 países que buscan reducir la equidad de género. Un dato que, sin duda, indica un salto importante, que no se puede desconocer, en acceso a oportunidades en diversos campos, pero que en el caso de la participación política de las mujeres, no las califica por la formación en temas de género ni por las leyes que han promovido para mejorar nuestras condiciones. El número puede resultar engañoso, pues cuerpos de mujeres no garantizan conciencia de mujer ni ejercicio de derechos desde la condición de mujeres.

Las tres conductoras, Gabriela Rivadeneira, Marcela Aguiñaga y Rosana Alvarado, con matices pasados la última (fue crítica del machismo patriarcal en Montecristi y el 2012, pero decidió afianzar el paternal statu-quo a partir de las advertencias públicas que el Presidente les hiciera el año pasado a las asambleístas mujeres), no abanderaron en el poder la causa, ni la agenda, ni la crítica a la actual problemática de regresión de derechos de las mujeres.

Claro que siguen usando, ellas también, el ‘todas y todos’ y el ‘compañeros y compañeras’, como gran cosa, en los discursos que legitiman al Padre de Electraque tienen arriba, a la derecha, o a la izquierda, según donde se siente cada una de ellas.

En el caso de Rosana Alvarado -por decirlo de alguna forma, la más ‘feminista’ de las tres- el símil usado por Eduardo Galeano con Alexandra Kollontai bajo el estalinismo, hoy sería triste evidencia localista: "Cuando Stalin decapitó la revolución, Alexandra consiguió conservar la cabeza. Pero dejó de ser Alexandra"

Marcela Aguiñaga, confundida, despierta un ahogado sentimiento de solidaria tristeza. Quizás aún no entienda, pero algún día tal vez descubra, la trágica advertencia emancipatoria de Max Stirner: “El Señor es un producto del siervo. Si la sumisión llegara a cesar, ello sería el fin de la dominación”.

Las preguntas que nos hacemos las Manuelas: las Sáenz, las Cañizares y las León del presente, son: ¿Cuánto le ayudan al sistema las prácticas de peldaño, acomodamiento, sumisión y vitrina de esas mujeres? y ¿cuánto le restan al ejercicio de derechos de las ecuatorianas?

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