¡Oh, Gabriela, inmarcesible y perínclita!

En su mensaje al país este 24 de mayo, la presidenta de la asamblea Gabriela Rivadeneira dijo que la pasión por la lectura la acompaña desde muy niña. La verdad es que resulta difícil, cuando se la escucha hablar, imaginar qué libros pudo haber leído. Todo o casi todo se puede fingir en esta vida pero hay algo que resulta imposible de aparentar: el hábito de la lectura. Quien ha leído desde niño reconoce de inmediato a cualquiera que, por arribismo o por fatuidad, pretenda hacerse pasar por amante de los libros sin tener más que una cultura de solapas o de Wikipedia. Hay una serie de señales inequívocas para este reconocimiento. Entre ellas, no es la menos patética el hecho de que los simuladores sean incapaces de reconocer la diferencia. De ahí el confiado desparpajo con que citan, siempre mal, autores que no han leído, gracias a lo cual caen tan fácil como inadvertidamente en el ridículo. Esto no tiene nada que ver con títulos académicos: bachiller era Julio Cortázar.
“Para mí la formación intelectual siempre ha sido y seguirá siendo un compromiso revolucionario porque es una tarea militante”, se dio lija la licenciada. En el seno del correísmo, un movimiento político de pocas luces y no particularmente muy intensas, ella resplandece. Todavía hay quien se pregunta con qué méritos llegó a ser presidenta de la Asamblea Nacional. ¿No está claro? Cuando Gabriela Rivadeneira habla, Clío, la musa de la historia y de la épica, se detiene para escucharla y Demóstenes enmudece de la envidia. La suya es una voz que clama –más que clamar, canta– desde aquel secreto rincón de la eternidad reservado para el pequeño grupo de privilegiados que, poseedores de la verdad inmutable e intérpretes absolutos del sentido de la historia, tocaron la inmortalidad con ambas manos.
Normalmente, para alcanzar la inmortalidad histórica primero hay que morirse. Sólo los más grandes pueden presumir de ella en vida. Kundera cuenta (en su novela La inmortalidad precisamente) el encuentro entre dos de esos gigantes: Goethe, para ese entonces consagrado ya como el mayor poeta de la lengua alemana, sabio de vocación cosmopolita y conocimientos enciclopédicos para quien ninguna rama del saber humano era ajena, y Napoleón, el conquistador de Europa. Ambos se sabían inmortales y vivían esclavizados por esa certeza: no podían permitirse un gesto que no fuera expresión de su grandeza, una frase que no fuera histórica, una postura que no fuera augusta. Cuando se reunieron eran conscientes de que ese momento sería recordado por los siglos de los siglos, así que Goethe echó los hombros hacia atrás con aire egregio, se sujetó las manos por detrás de la espalda y flexionó ligeramente la rodilla izquierda, Napoleón metió la mano derecha debajo del chaleco y dijo: “¡He aquí un hombre!”. Semejante sentencia, interpreta Kundera, es lo que los franceses llaman une petite phrase, o sea una frasecita: un golpe de efecto tan hueco como rimbombante cuyo valor reside no en su significado sino en su capacidad para impresionar; una cita citable; una fanfarronada sonora. Uno no dice una petite phrase para comunicar una idea sino para que se repita y se recuerde. Goethe juzgó que la frasecita en cuestión era estupenda para la inmortalidad de ambos y se sintió satisfecho.
Junto a Goethe y Napoleón, Gabriela Rivadeneira. Sea porque se tomó al pie de la letra eso que dijo el ex vicepresidente Lenin Moreno, que “esta revolución ya es una leyenda” (una frasecita en toda regla), sea porque la obliga su fidelidad a un líder cuya vida ya no le pertenece, pues pertenece al pueblo (frasecita perfecta y espejismo mayúsculo de la inmortalidad), o porque el cargo a ella confiado se le subió simplemente a la cabeza, lo cierto es que Gabriela Rivadeneira, apasionada por la lectura desde la niñez, militante de la formación intelectual, se conduce con la misma estudiada afectación del poeta alemán y del gran corso. Cada frase suya está cuajada de inmortalidad. Y por supuesto su discurso es un artero encadenamiento de frasecitas hilvanadas una tras otra. Después de todo ella trabaja para “convertir a nuestro Ecuador en tierra fértil donde germine la democracia verdadera y el buen vivir”. Ella ha asumido “el riesgo luminoso de la libertad”. Ella ha hecho de la política “un acto de supremo amor al prójimo”. Ella es “la primera chagra, la warmiproveniente de una ciudad pequeña”. Un ser de “inquebrantable disciplina e insobornable lealtad”. Ella ha comprendido que, “igual que en el amor, tenemos que regresar a ver nuestra historia, regresar a ver ese momento en que nos enamoramos de este proyecto y lo abrazamos como se abraza una razón de vida”. Ella está ahí “para servir a todo un pueblo, para seguir luchando juntos en una misma trinchera, juntos como pueblo porque somos parte del mismo pueblo”. Ella es tan noble, tan entregada, tan amante de la patria grande, tan moralmente superior a todos y a todas, tan consecuente con el rumbo de la historia que ya conoce de antemano porque desde la eternidad se ve todo clarito y, por si fuera poco, tan poeta, que tiene la inmortalidad asegurada.
¿Cómo describir a la presidenta? No hay palabras en el español contemporáneo que le hagan honor. Para aproximarse medianamente a sus virtudes toca recurrir al ampuloso, altisonante, enfático y facundo lenguaje de los himnos nacionales de América Latina, decimonónicos y trasnochados, tan ahítos de inmortalidad todos ellos.
Ella, que en la cima de heroico baluarte, de los libres el verbo encarnó.
Ella, que si fuere mil veces esclava, otras tantas ser libre sabrá.
Ella, repitiendo con eco triunfal: ¡A los libres, perínclita gloria! ¡A la Patria, laurel inmortal!
Ella, encendida en patrio ardimiento, otra manera de decir que su pecho, su pecho rebosa.
¿Que por qué es Gabriela Rivadeneira presidenta de la Asamblea Nacional? Vea y compare. ¿Quién podría sustituirla en su inmortalidad gozosa? ¿Rosana Alvarado? Sí, ella también es chagra, también es warmi de ciudad no tan pequeña, también desgrana metáforas de amor encendido por la patria grande y también se indigna contra “los representantes de esa vieja casta política que no han escatimado recursos para desestabilizar a la democracia” (esta frasecita, de hecho, la pudo decir cualquiera). Pero Rosana Alvarado no tiene control sobre sus emociones: se altera, grita, vocifera, se desgañita. Es una rabiosa sin estilo. ¿Marcela Aguiñaga? Sí, ella también cita libros que no ha leído, habla de Montesquieu sin tener la más pálida idea de qué trata El espíritu de las leyes, ella también se somete como dios manda. Pero es atropellada en sus reacciones y se ofende fácilmente, carece del talante para disimular sus propias patochadas y con demasiada frecuencia se convierte en el hazmerreír de la opinión pública. En cambio Gabriela… ¡Ah, Gabriela!
Considérese el entorno correísta, un mundito de gente sin iniciativas donde hasta los ministros tiemblan perceptiblemente cuando tienen que rendir cuentas en las sabatinas y donde todos, desde el último de los subsecretarios hasta el vicepresidente de la República, tienden a parecerse a Rafael Correa (sea por esfuerzo propio o por un proceso de mimetismo involuntario) hasta en la manera de hablar y de sentarse. En ese mundito, sólo Gabriela Rivadeneira ha sido capaz de forjar su propio estilo y de imponerlo como modelo retórico para el ala femenina del oficialismo. Los correístas, según su sexo, imitan al presidente de la República o a ella. Cada vez son más las militantes de PAIS que reproducen esa vocecita ora aflautada, ora campanuda, esa musiquilla candonga y meliflua que actúa como fórmula de distracción para ocultar la vaciedad de las ideas, ese recurso melódico utilizado para imprimir énfasis en ciertas oraciones separando el sujeto del predicado, de modo que el sujeto termine una octava por encima de como empezó y el predicado concluya en tonalidad menor tras medio compás de silencio. A Gabriela Rivadeneira y sus imitadoras se aplica con exactitud la metáfora ornitológica que Goethe aplicó a Bettina Von Arnim (la joven que se enamoró de la inmortalidad del poeta) cuando se hartó de ella: “Habla de los ruiseñores y trina como un canario”. También le dijo “moscón antipático”, lo cual tiene que ver con un zumbido.
Y sus ecos repiten los montes / cual gigantes poniéndose en pie.
Ese estilo retórico tan terriblemente engreído y petulante es propio de los inmortales y confiere a Gabriela Rivadeneira una sensible ventaja sobre sus compañeras de la tríada legislativa. La presidenta de la Asamblea irritará continuamente a quienes no la quieren, pero nadie la acusará de rabiosa y de violenta ni siquiera cuando mande a comer mierda; nadie le enrostrará sus patochadas ni siquiera cuando tenga el desparpajo de citar a Tomás Moro. Ese estilo aflautado y campanudo le permitirá incluso disimular la precariedad de su lenguaje, que llega a tal extremo que la mayor parte del tiempo, cuando no está leyendo, Gabriela Rivadeneira no dice nada: habla a martillazos, haciendo calzar los elementos de la sintaxis a la patada, sin concordancias de ningún tipo, y en el transcurso de las larguísimas oraciones olvida por dónde comenzó y para dónde iba. Como en la entrevista que concedió el 20 de mayo a Andrés Carrión y puede ser vista en el sitio Web de EcuadoRadio.
Por ejemplo cuando dice: “Necesitamos en algunas comisiones equiparar esa experticia decompañeros ya adquiridos pero también el acompañamiento de nuevos cuadros políticos que también son cuadros que puedan ir cogiendo esa experticia a posteriori”.
O cuando dice: “Yo lamento por demás que haya incluso propias mujeres que cuestionan un tema de una crítica que va en desmendro del género y de la posibilidad de que esta posición que hemos ganado las mujeres desde una visión de género pueda ser a futuro ocupada por otras mujeres de la patria ecuatoriana”.
O cuando dice: “Contratos obsoletos que dejaban en prejuicio a nuestro país”.
O cuando dice: “Nuestro trabajo ha sido poner en vanguardia con la Constitución un montón de normas obsoletas”.
O cuando dice: “A mí me parece también falta de desconocimiento y de ignorancia también en este caso”.
O cuando dice: “Para aquellos que creían que me insultaban llamándome bachiller, quiero contarles que en el tiempo apretado que ha sido también bastante arduo en esta construcción pues nunca ha sido un impedimento”.
Así habla una apasionada por la lectura desde niña, una militante de la formación intelectual. En realidad sus únicos recursos retóricos, que no intelectuales, son los melódicos. Y las palabras grandes con que se tejen las frasecitas fatuas, mensajes de una inmortal lanzados desde la eternidad donde las generaciones la contemplan.
28 minutos duró el mensaje a la nación pronunciado por la presidenta de la Asamblea el domingo 24 de mayo. 42 veces fue interrumpida por aplausos, que se convirtieron en rabiosas ovaciones cuando reivindicó, desafiante, su recién adquirida condición de licenciada, su estatus previo de bachiller, su amor por los libros y su vocación por la ilustración y el conocimiento. Hay que oír esos 28 minutos de discurso sin perderse ni uno de sus aplausos: representan mejor que ninguna otra cosa la verdadera imagen que la llamada revolución ciudadana tiene de sí misma. De una fatuidad intolerable (entendida la fatuidad como la suma en partes iguales de ignorancia y vanidad) el estilo de Gabriela Rivadeneira es,¡oh gloria inmarcesible, oh júbilo inmortal!, la quintaescencia del correísmo.