La mentira obligatoria y la claudicación del periodismo

el comercio, 20 may. 2015El miércoles 20 de mayo el Estado ecuatoriano ordenó a diario El Comercio publicar una mentira. Tal cual. En plena tapa, arriba, abriendo periódico, a seis columnas y con despliegue de una página en el interior. Un ministro se lo pidió (a la patada, con insultos y vejaciones, como acostumbran los de su especie), el aparato de censura y control de la información se lo prescribió mediante notificación oficial y el presidente de la República lo celebró en su cuenta de Twitter. No sólo eso. El Estado ordenó también a diario El Comercio pedir disculpas públicas por haber dicho la verdad: que el costo del proyecto hidroeléctrico Coca-Codo tuvo un ajuste de 606 millones de dólares (nota del 5 abril). Todos los documentos oficiales certifican, en efecto, que el presupuesto de la hidroeléctrica pasó de 2.245 millones a 2.851 millones de dólares. Sin embargo, El Comercio fue obligado a publicar lo contrario (“El proyecto Coca-Codo no tendrá un ajuste de 606 millones”) y su director, Carlos Mantilla, a disculparse por la versión anterior: veraz, documentada y contextualizada.
Que el presupuesto inicial de la central hidroeléctrica era de 2.245 millones lo dijo el ministro coordinador de Sectores Estratégicos en su rendición de cuentas de 2011 y lo ratificó el ministro de Electricidad, Esteban Albornoz, en su informe de hace apenas dos meses. Que el presupuesto actual es 606 millones más alto consta, para empezar, en un oficio de la Secretaría Nacional de Planificación y Desarrollo (Senplades) enviado al ministro Albornoz en agosto de 2014. En ese oficio se habla de una “nueva versión del proyecto” con un nuevo costo. Ese nuevo costo (2.851 millones) aparece ya registrado en el plan anual de inversionesdel ministerio de Electricidad y en la tabla que el propio presidente de la República presentó al país en su sabatina 416, el 21 de marzo. La misma información fue publicada al día siguiente por el diario correísta El Telégrafo.
Alberto Araujo, el periodista de El Comercio que estuvo a cargo de este seguimiento, hizo todos sus deberes antes de publicar una palabra. Extrañado por la disparidad de las cifras,escribió a varios funcionarios del ministerio de Electricidad para pedirles aclarar la confusión y confirmar cuál de las dos era la correcta. Nunca recibió una respuesta. Se dirigió, pues, al representante de la empresa constructora china Synohidro. Nada, tampoco. Decidió entonces plantear la misma duda a Luis Ruales, gerente de la empresa pública Coca-Codo Sinclair. Ruales respondió escuetamente que “los dos valores son correctos”, salvo que el primero de ellos, el de 2.245 millones, “no considera obras de desarrollo territorial, compensación social, IVA e impuestos”. Se sobreentiende, pues, que la segunda cifra, la de 2.851 millones, proviene de sumar esos costos a la primera, o sea: es el resultado de un ajuste. Un ajuste de 606 millones de dólares. Lo que publicó El Comercio originalmente era exacto y está explicado con detalles en la nota correspondiente.
Vinieron entonces las cartas del ministro de Electricidad, acusando al periodista de mentir, de manipular, de distorsionar los hechos con mala fe y clara intención de hacer daño y empañar las grandes obras del gobierno; la denuncia ante la Superintendencia de Comunicación, las notificaciones, el proceso; la resolución final firmada por Carlos Ochoa, un documento de 32 páginas de escritura deplorable cuya sola estructura gramatical pone en duda las competencias intelectuales del funcionario para cumplir las tareas propias de su cargo (u otras cualesquiera). El texto de rectificación llegó diseñado, ilustrado, titulado y listo para montarse en la página. En él se asegura que el costo del proyecto Coca-Codo sigue siendo de 2.245 millones de dólares, lo cual, de ser cierto, nos colocaría ante una curiosa paradoja: significaría que la Senplades en sus cálculos, el ministro de Sectores Estratégicos en su informe, el de Electricidad en el suyo, el presidente de la República en su sabatina, el diario correísta en su información y el gerente de Coca-Codo en su respuesta al diario, todos ellos mintieron (cosa que, por lo demás, no representaría ninguna novedad). Y que si El Comercio, como sostiene la Supercom, faltó a la verdad en su nota del 5 de abril, no sería por otra causa que por haberlos citado. No es la primera vez que el gobierno se coloca en esta misma situación absurda: si no tiene la razón en su reclamo a diario El Comercio, miente; si la tiene, también miente.
Nos encontramos ante una situación extrema en la que el Estado, con todo su poder para imponer y reprimir, se entrega al servicio de la mentira de tal manera que no vacila en hacerla pasar por obligatoria. Semejante estado de cosas plantea una serie de desafíos para todos aquellos espíritus que han decidido mantenerse libres pese a las restricciones y se esfuerzan por permanecer fieles a la verdad en un mundo de mentiras, lo cual para un periodista es un derecho y un deber. Por eso, las preguntas que suscita este nuevo episodio de abuso de poder no son para el gobierno, que ya sabemos cómo piensa y cómo se comporta, sino para los medios de comunicación que, como dijo alguna vez un periodista que hoy goza de cargo diplomático, tienen que trabajar a diario (y a él le parecía muy bien) con el aliento del poder calentándoles la nuca. El aliento de la inquisición. Lo peor de este momento de presiones y persecuciones por el que atraviesa el periodismo ecuatoriano no son las presiones y las persecuciones en sí, sino el miedo que engendran. Los fantasmas y las claudicaciones del miedo. La paranoia. La cautela que conduce a rodearse de abogados y a deponer ante ellos las propias competencias. La pérdida de confianza en el poder de la verdad y en el poder del propio oficio. La falta de coraje. La tibieza. La sumisión ante la irracionalidad y ante la desvergüenza del poder.
“Frente a la marea en ascenso de la estupidez –escribió Albert Camus en su manifiesto en defensa de la libertad de expresión en 1939– es necesario oponer la fuerza del rechazo. Todas las imposiciones del mundo no harán que un espíritu un poco limpio acepte ser deshonesto. Por poco que se conozca el mecanismo de las informaciones, es fácil asegurarse de la autenticidad de una noticia. Es sobre esto que un periodista libre tiene que volcar toda su atención. Porque si no puede decir todo lo que piensa, sí le es posible no decir lo que no piensa o lo que cree falso”.
En los últimos días el correísmo atravesó ese nuevo límite: ya no se conforma con perseguir y asesinar simbólicamente a los medios de comunicación por publicar lo que sus periodistas piensan o creen verdadero; ahora se ha propuesto imponerles lo que tienen que decir y castigarlos por no publicar lo que no piensan, lo que creen falso o lo que simplemente no quieren. De eso se trata la sentencia contra diario La Hora por no cubrir el ridículo, deleznable informe de un alcalde, y la disposición que obliga a diario El Comercio a publicar una mentira que contradice todo su trabajo de reportería. Ante eso, La Hora se declaró en rebeldía. ¿Debió hacer lo mismo El Comercio? Sería tan fácil decirlo. Pero una decisión de esa naturaleza, que pone en riesgo el futuro de una empresa y el trabajo de cientos de empleados, no es algo que se le pueda exigir a nadie.
Lo que sí se extraña en la actitud de El Comercio es su falta de consecuencia editorial. Cumplir con lo mandado por la Supercom en todos sus detalles, reproducir la nota enviada con las especificaciones técnicas del caso y en los espacios designados por las autoridades aun sacrificando la portada, incluir la carta de disculpas públicas… Quizá todo eso era inevitable. Pero hizo falta una respuesta, una toma de posición ante la mentira y ante la obligación de la mentira, que no es cualquier cosa. No bastaba con afirmar que lo que hacían lo hacían porque no había más remedio. No lo había, es cierto, pero aún les quedaba su derecho al pataleo. Martín Pallares, uno de los más valientes periodistas de El Comercio,escribió en su blog a propósito de este caso: “La historia tiene un lugar para los pusilánimes que no se rebelan ante las injusticias”. Y uno hasta llegaría a pensar (pero esto puede ser una ilusión) que está enviando un mensaje casa adentro. Porque lejos, muy lejos estuvo El Comercio de rebelarse. ¿Acaso no tiene el periódico una posición editorial que defender? Y la defensa de una posición editorial ¿no requiere de un texto periodístico claro y apasionado que apele a los principios del oficio en lugar de una tibia nota a los lectores que parece haber salido directamente del despacho de los asesores jurídicos? Que el Estado obligue a publicar una mentira ¿implica para El Comercio renunciar a su obligación de defender la verdad?
La actitud del gobierno en este caso demuestra hasta qué punto está dispuesto a sobrepasar todos los límites y cómo, en su empeño por aferrarse a la mentira, ya perdió hasta el más elemental sentido de decencia. Para ello tiene funcionarios indecentes y de escasa inteligencia en los cargos adecuados. La actitud de El Comercio, en cambio, expresa el clima de temeroso sometimiento que prevalece en los medios en los días que corren. Porque la sujeción a una ley absurda escrita por ignorantes en la materia (¿o tiene Mauro Andino la menor noción de lo que es una redacción y en qué consiste el periodismo?), empieza a condicionar las conductas profesionales hasta el punto en que los principios rectores del oficio (la reportería, los datos, la verificación de los hechos…) pasan a un segundo plano frente a las recomendaciones de los asesores jurídicos. Es triste percibir que El Comercio perdió su fe en el periodismo. Evidentemente confía más en sus abogados. Y eso es una claudicación. Porque sólo hay una respuesta posible ante la persecución del periodismo: más periodismo.