domingo, 24 de mayo de 2015

Monseñor Óscar Romero, beato en un país con heridas abiertas

Domingo, 24 de mayo, 2015



Júbilo en El Salvador por beatificación de Monseñor Óscar Arnulfo Romero
Mártir por odio a la fe”, dice uno de los miles de afiches alusivos al sacerdote Óscar Arnulfo Romero y Galdámez que por estos días copan las calles de la capital salvadoreña, San Salvador. La frase proviene del decreto del papa Francisco emitido el 3 de febrero pasado y que permitió seguir el proceso que ayer conllevó a la beatificación de este arzobispo conocido en el país centroamericano como “la voz de los sin voz”.
La figura del hoy beato Romero aún enciende pasiones en una nación con altas desigualdades sociales y violencia delincuencial. Para la derecha extrema salvadoreña es un “guerrillero con sotana”, mientras que la izquierda lo incluye en sus discursos. “La izquierda lo ha querido hacer como bandera para ellos, lo han politizado, y la derecha también lo ha politizado al denigrarlo”, dice Ricardo Urioste, quien era vicario general de la Iglesia católica en ese país en la época de Romero.
Esa interpretación dilató su beatificación, según reconoce el postulador, Vincenzo Paglia, involucrado en este proceso que empezó hace 25 años, en 1990.
El postulador cuenta que su beatificación se convirtió en una prioridad para el papa Francisco. Dice que cuando el primer papa latinoamericano inició su pontificado y regresaba a su residencia en Santa Marta (junto a la Basílica de San Pedro en Ciudad del Vaticano) al final de la misa hizo parar su vehículo para saludar a Paglia y al hablar de Romero le apremió: “Tenemos que ir deprisa”.
A nivel técnico, el papa aprobó el decreto en el que se reconocía el “martirio” de Romero “in odium fidei”, es decir, que fue asesinado por “odio a la fe” y por el que no necesitó un milagro para ser beatificado.
Esto tras 35 años de que el hoy beato Romero fuera asesinado. Su muerte ocurrió un lunes 24 de marzo de 1980, cuando mientras Romero consagraba el vino en el altar, momento clave para el rito católico, un francotirador contratado por grupos derechistas le disparó en el pecho.
Gáspar Romero, de 85 años, hermano del ahora beato, narra el ambiente que arropaba a San Salvador tras el crimen: “Se sintió la presión que había contra monseñor. Quien hablara de monseñor era hombre perdido (muerto o desaparecido), el que andaba con una Biblia o con un crucifijo era hombre perdido y había algunos eslóganes que decían: haga patria, mate un cura, todo eso se sufría”, recuerda.
Aquella fue una noche larga, de apagones, de bombas que explotaban los postes del alumbrado, agrega Gáspar. De hecho fue el preludio de la guerra civil que sobrevendría los doce años siguientes (1980-1992) y que dejó más de 75 mil muertos.
El día previo, en su homilía dominical, Romero había implorado a los militares lo que se había convertido en su costumbre: “En nombre de Dios y de este sufrido pueblo les ruego, les suplico, les ordeno, en nombre de Dios, cese la represión”. Era un mensaje a detener la violencia contra los campesinos en la polarizada sociedad salvadoreña de los años setenta y al iniciar los ochenta del siglo XX.
El mismo Romero había palpado el sufrimiento de los campesinos ante los grupos militares de derecha que en los llamados ‘escuadrones de la muerte’ recorrían las zonas rurales para asesinar a quienes se los identificaba con la ideología de izquierda. Esto luego de que en 1977 llegara a ser nombrado obispo de San Salvador.
“A monseñor Romero se le cayó el velo de los ojos poco a poco”, agrega monseñor Ricardo Urioste, quien dice que siempre estuvo cerca de los pobres, y que durante los tres años en que fue arzobispo se dio cuenta de que las raíces profundas del conflicto se centraban en la injusticia social que imperaba.
Son heridas que no cierran en un país con una de las tasas de homicidios más altas del mundo, consumido por los enfrentamientos entre pandillas. Las muertes que estos han dejado suman al menos 75.000, la misma cantidad de los que murieron en los 12 años de guerra civil, que comenzó poco después del asesinato de Romero y que culminó en 1992 con un acuerdo de paz auspiciado por la ONU.
Para Jesús Delgado, biógrafo del hoy beato, la situación actual del país, dice, es peor que en la época de Romero, por lo que se requiere revivir su mensaje de “conversión radical del ser humano y de la sociedad” que monseñor pregonaba en sus homilías.
El legado de Romero yace en cómo en medio de situaciones violentas buscó mediar para evitar más muertes. Por ejemplo, puso la Arquidiócesis al servicio de la justicia y la reconciliación. Incluso, dice Delgado, en muchas ocasiones se le pidió ser mediador de los conflictos laborales. Creó una oficina de defensa de los derechos humanos y abrió las puertas de la iglesia para dar refugio a los campesinos que venían huyendo de la persecución en el campo.
La decisión de hablar desde el púlpito los domingos la tomó, según la biografía de Delgado, después de que el presidente militar de ese entonces, Arturo Molina, dijera que el arzobispo estaba de acuerdo con los planes de seguridad del gobierno. “Cuando monseñor oyó eso dijo: ‘Nunca más voy a volver a visitar a esa gente, todo se los voy a hablar desde el púlpito de la verdad’. Y allí comenzaron las homilías”, dice el biógrafo.
Mientras, el informe final de la Comisión de la Verdad de las Naciones Unidas difundido en 1993 determina que el prelado ya había recibido varias amenazas de muerte. Incluso los crímenes siguieron durante sus funerales cuando francotiradores dispararon a los más de 50.000 asistentes. Hubo entre 27 y 40 muertos y más de 200 heridos, según el informe de la ONU.
Esta Comisión determinó que uno de los autores intelectuales del asesinato fue el mayor Roberto D’Aubuisson, uno de los fundadores del partido de derecha Alianza Republicana Nacionalista, que gobernó el país durante 20 años (1989-2009).
Una de las hermanas de D’Aubuisson, María Luisa de Martínez, es hoy una de las defensoras de Romero y una muestra de las diferencias que persisten. Dice que está convencida de que su hermano lo asesinó: “Por su discurso contra los sacerdotes, los jesuitas y monseñor Romero”.
Gerardo Muyshdont, autor de la trilogía de documentales ‘El Salvador: Archivos perdidos del Conflicto’ (1980-1992), resume lo que el hoy beato debería significar para la sociedad salvadoreña: “Tenemos que dejar de hacer un uso político de la figura de monseñor Romero porque mientras eso suceda será un elemento divisor en vez de unificador”, afirma

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