lunes, 6 de abril de 2015

Tiempos idos y no volvidos

POR: Felipe Aguilar A.
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Los barrios reos de ayer – el Vado, el Vecino, Todos Santos – ya lindan con el llamado casco urbano.

EN LOS AÑOS CINCUENTAS en Cuenca no había mucho que hacer. La vida no ofrecía variantes ni 
diversiones. La gente se levantaba temprano a sus tareas cotidianas e iba a dormir a la misma hora que las gallinas. No se conocía, ni de lejos, la vida nocturna. La ciudad era diminuta . Tranquila. Conventual la llamaban. Sus habitantes eran gentes de alma pacífica y de espíritu acendradamente religioso y conservador. De día estallaba con las luces de un sol sin piedad. De noche, el silencio opresivo, la penumbra, uno que otro tímido neón, los ebrios vivando a Velasco, las voces de los Dávalos y de Olimpo Cárdenas, desde alguna escondida rockola. Dos mercados, cinco o seis colegios fiscales, una veintena de escuelas, una sola universidad.

Hoy, cuando mucho agua ha corrido bajo – y sobre – los puentes, la ciudad ha cuadruplicado su superficie, sus vías, sus servicios y ha multiplicado por siete el número de sus habitantes. Claro, hay problemas de vivienda, pero no hay favelas o villas miseria, no se han formado las ciudadelas de Dios y sin ley, el tugurio sigue en el centro. Los barrios reos de ayer – el Vado, el Vecino, Todos Santos – ya lindan con el llamado casco urbano. La actividad comercial y administrativa se ha descentralizado y ha emigrado hacia las modernas avenidas del sur . Mes a mes, día tras día, se inauguran nuevos centros educativos y por el número de institutos superiores, probablemente es la ciudad más universitaria del mundo, aunque esto no sea timbre de orgullo. Por su historia, por su superficie, por su población, se mantiene como la tercera ciudad del país, pese a que algunos afirman que es Nueva York por los 400.000 ecuatorianos que allí ¿viven?

Pero, ya en la Cuenca de los sesentas, en la ciudad de las cruces – las de El Vado, El Vecino, Todos Santos y San Sebastián la delimitaban en los cuatro puntos cardinales - no todo era sopor, aburrimiento y rutina. Las gentes de la tercera edad y los serios candidatos a ella recuerdan los sitios que, en esos tiempos, los cuencanos frecuentaban. No había vértigo ni opresión por el reloj y los horarios. Los pobladores podían matar sus horas en los cafés y en las fondas ( sí, así se prefería llamar a los restaurantes ). . Uno de ellos, de pronto, se hizo sitio de encuentro de intelectuales y poetas, de bohemios y nocherniegos, de artistas y libre pensadores, de gentes que creían que podían salvar al mundo con un verso, una diatriba, una pincelada, un manifiesto. Privilegiadamente situado junto a la catedral, en el mero centro, el Raymipamba – “18 nudos al sur de la alegría”, como dice el verso de Rubén Astudillo uno de sus asiduos visitantes - reunía a los del grupo Syrma, a algunas gentes obsesionadas y golpeadas por los textos de Kafka y a unos 4 o 5 comunistas, en torno al talento de Paco Estrella para gozar y sufrir con los alfileres de su humor irreverente y total.

Ese era el Raymipamba de los sesentas, el compadreo, el sitio en el que se destilaba el jarabe de pico, el cotilleo, la broma sutil y aleccionadora, la fantasía que llenaba la vaciedad de la realidad, la riqueza verbal, el jaque mate léxico, el juego de palabras, la lengua viperina, el habla cuencana en todo su apogeo, el cantadito, los esdrujulismos, las eres rastreras, los seseos, los voseos, los leísmos, era la Real Academia de la Lengua Cuencana en todo su esplendor. Guardando las siderales distancias el Raymipamba era la versión cuencana del legendario café Tortoni de la gran Buenos Aires de los años veintes. Del Raymi – el apócope lo hace más familiar e íntimo – de la época gloriosa todavía algo queda. Acá, con insólita puntualidad, asisten amigos – les une la edad, les diferencia las profesiones : arquitectos, agricultores, ingenieros, profesores, artistas - que van para viejos, para ver pasar el mundo y consumir, entre carcajadas y bromas, los tintos y las horas que les va quedando. Acá llegan también, cada mañana, dos símbolos de la morlaquía contemporánea: Luis Alberto Luna, cuencano por naturalización, con su atiplada voz y toda su sabiduría o Jefferson Pérez solitario, cordial y sencillo en su grandeza, a contestar todos los saludos y todas las preguntas. Acá llegan oficinistas apuradas, soñadores que cuentan, a quien quiera oírle, el último gran proyecto en el que están empeñados, hinchas del Cuenca que hacen cálculos disparatados sobre lo cerca que está el equipo de quedar campeón, algunos manifestantes que se cansaron de gritar y protestar inútilmente, los empleados de la muy cercana Casa de la Cultura, abogados que se dan un respiro en sus litigios, jueces que quieren un minuto de reflexión antes de emitir la sentencia. Al mediodía, sin embargo, el espacio deja de ser cuencano y se torna cosmopolita. Rostros rubicundos, ojos celestes, cabelleras blondas, ropajes estrafalarios, voces en todos los idiomas – predomina el francés y el inglés, aunque también se escucha hablar a gentes que perecen tener una papa caliente en la boca – gritos altisonantes, órdenes ininteligibles, pedidos gastronómicos insólitos. Es el precio que se debe pagar por el afán de convertirnos en el nuevo destino turístico del país.

Claro, en las épocas que rememoramos, había otros sitios de encuentro y zonas de diversión . La famosa “Escuelita”, por ejemplo, una cantina, más o menos depurada que era absolutamente fiel a su nombre, pues, a los últimos cursos, es decir, a los aposentos más selectos, solamente accedían los que estaban de vuelta de todos los caminos y habían logrado hacer de la trasgresión y la vida bohemia un arte. Entre ellos, en la agonía de los cincuentas estuvieron los redactores de “La Escoba”, un seminario que aparecía cuando “le daba la gana”, un semanario que hacía temblar a los tontos y a los sucios porque, “limpiaba, fijaba, daba esplendor”, un periódico que trabajaba colectivamente sus secciones pero de una manera muy peculiar – por sorteo, uno de los redactores debía permanecer sobrio para registrar y decantar los improntus, las bromas no de todo mansas, las salidas de madre que el resto, con los estímulos del alcohol y su malvado talento, iba desgranando a medida que se consumían las horas y los temas – aunque, individualmente, destacó, el “number one” del humor cuencano de todos los tiempos, Estuardo Cisneros Semería, quien con su boina en la calva, su pañuelito de seda al cuello y, “esta pinta de nazi que Dios me ha dado sin que sepa por qué ni para qué “ nos dejó el legado de su humor limpio y aleccionador y su profundo conocimiento de los seres humanos, sus potencialidades y sus flaquezas. En fin, “La Escoba”, con el poder de la ironía y la eficacia crítica del humor, como bien dicen Claudio Cordero y Adrián Carrasco, cogida entre dos aguas, entre dos maneras de ver el mundo e interpretar la existencia, marca la transición entre la sociedad aristocrática y patriarcal y la nueva mentalidad y actitud burguesa que, para bien o para mal, significa el ingreso de la ciudad hacia la modernidad auténtica.

Modernidad que, en lo cotidiano, no significó cambios bruscos ni virajes intempestivos. Las cantinuchas del pasado, con su dosis exacta de sordidez y desamparo - pungente olor a ataco, paredes descascaradas, focos pecosos por los excrementos de los mosquitos, murciélagos ( los mashos del habla popular) en las viejas y descoloridas puertas, el serrín listo para limpiar los estropicios de los clientes - que recibían bautizos definitivos a través de la perspicacia y el humor de Paco Estrella : “La Cueva del Oso”, “Las Catacumbas”, “El Fondo del Problema”, “La sin nombre”, “Aquí me quedo”, en las cuales era impensable la presencia femenina, ya no son, ya no existen y, sus versiones modernas, son los bares y cervecerías en los cuales es evidente la influencia norteamericana pues incluso, en algunos de ellos, ya existe el ebrio consuetudinario que cuenta sus cuitas al barman y, a veces, funge de mesero. No faltan, sin embargo, algunos que, sobre todo en la zona del Puente Roto, muestran cierto toque individual y son dueñas de estilo.

Lo que sí se ha llevado la modernidad con su arrogante tecnología han sido los viejos cines pomposamente llamados teatros. Así, en un incendio que merecidamente fue llamado dantesco desapareció en los sesentas el teatro de los pobres, el Cinema Paradiso cuencano, el Salesianos, en donde un viejo sacerdote cuencanizado repartía campanillazos y su ternura mientras explicaba los contenidos de la “chistosísima cómica final”. Así se fueron el Popular y el México, los cines en los que se escuchaban rancheras a cien por hora en las voces de Jorge Negrete, Pedrito Infante, los Aguilares y el cine más pequeño del planeta Tierra, el Candilejas en cuya pantalla diminuta la Sarli se desnudaba sin pudores y se recorría todos los recovecos del porno, así desapareció también el Sucre, primitivamente llamado Universitario, en pleno centro de la ciudad, con sus barrocas combinaciones pues muy bien podía verse, en la misma función, una ingenua y piadosa película sobre los pastorcitos y el milagro de Fátima junto a una cinta que mostraba a una nada ingenua y totalmente impiadosa Brigitte Bardot.

Hoy ha fenecido silenciosamente el Cuenca . Sin una despedida. Sin un réquiem. Sin nostalgias. Sin suspiros ni quejas. Pero, los que hicimos de él una auténtica segunda casa, sabemos que, con su cierre, se ha muerto una etapa de la vida cultural de la ciudad. Porque el Cuenca fue el cine por antonomasia, el cine en el que conocimos el cinemascope, las películas en tercera dimensión, las superproducciones a lo Cecil B, de Mille, el centro de encuentro de todas las edades y niveles sociales y económicos para ver las Estampas Quiteñas del Omoto Albán, los recitales de Bertha Singerman o el Indio Duarte, las magia de Fassman, las canciones de los Miño Naranjo, el Cuenca con su muy original galería baja, para acceder a la cual tuvimos que inventarnos el verbo “riguear” ( no se compraba la entrada en la taquilla sino que la mitad de su precio ¡ un sucre¡ se la depositaba con mucho tacto y disimulo en las manos del conserje, Don Rigoberto ).

Es verdad, la ciudad tristona, lenta, pacífica, de pacatas costumbres que se resistía a permitir que se legalicen las discotecas y los hoteles de paso o no permitía que los niños y niñas que carecían de un segundo apellido se inscriban en colegios confesionales o practiquen la danza, ha ido, al paso inexorable de los años y ante el avance arrollador de la tecnología, dejando en el camino muchos de sus espacios, costumbres y actividades más tradicionales y queribles. Es la factura que se debe cancelar en aras del confort y las comodidades de lo moderno. El Cuenca, el ya histórico teatro Cuenca, se convertirá muy pronto en parqueadero de vehículos o en algún centro comercial, pero, de alguna manera persistirá en el recuerdo de los que lo conocieron en sus mejores épocas, aquellas en las que convocaba a sus habitantes ávidos de ingresar en esa mágica fábrica de sueños que es el cine.

“No hay que llorar sobre la leche derramada” dice la sabiduría popular, por eso es preferible asumir con buen humor los cambios, porque no hay duda posible, un pueblo que es capaz de reír de sí mismo, de sus lacras y de sus miserias, es un pueblo vacunado contra todos los males, es un pueblo que no ha perdido la esperanza.
Ese buen humor nos puede permitir observar, registrar y, de alguna manera, decantar los cambios de la aldea conservadora y tradicionalista a ultranza a la pequeña ciudad pluralista y flexible aunque todavía guarde algunos residuos de intolerancia en lo religioso y en lo sexual. .
Ese buen humor y la facilidad con la que se juega con los lugares comunes y la colocación de los adjetivos para cambiar el significado, es el que permite afirmar que si bien Cuenca nunca será una ciudad grande, sí puede llegar a ser, una gran ciudad. Y, quizás esto sea verdad, más allá de las zonas muertas, los pasos y los lugares perdidos, en la medida en la que logre conciliar lo tradicional y lo nuevo, lo histórico y lo moderno, el humanismo y la técnica.

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