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Los
barrios reos de ayer – el Vado, el Vecino, Todos Santos – ya lindan con el
llamado casco urbano.
EN LOS
AÑOS CINCUENTAS en
Cuenca no había mucho que hacer. La vida no ofrecía variantes ni
diversiones.
La gente se levantaba temprano a sus tareas cotidianas e iba a dormir a la
misma hora que las gallinas. No se conocía, ni de lejos, la vida nocturna. La
ciudad era diminuta . Tranquila. Conventual la llamaban. Sus habitantes eran
gentes de alma pacífica y de espíritu acendradamente religioso y conservador.
De día estallaba con las luces de un sol sin piedad. De noche, el silencio
opresivo, la penumbra, uno que otro tímido neón, los ebrios vivando a
Velasco, las voces de los Dávalos y de Olimpo Cárdenas, desde alguna
escondida rockola. Dos mercados, cinco o seis colegios fiscales, una veintena
de escuelas, una sola universidad.
Hoy,
cuando mucho agua ha corrido bajo – y sobre – los puentes, la ciudad ha
cuadruplicado su superficie, sus vías, sus servicios y ha multiplicado por
siete el número de sus habitantes. Claro, hay problemas de vivienda, pero no
hay favelas o villas miseria, no se han formado las ciudadelas de Dios y sin ley,
el tugurio sigue en el centro. Los barrios reos de ayer – el Vado, el Vecino,
Todos Santos – ya lindan con el llamado casco urbano. La actividad comercial
y administrativa se ha descentralizado y ha emigrado hacia las modernas
avenidas del sur . Mes a mes, día tras día, se inauguran nuevos centros
educativos y por el número de institutos superiores, probablemente es la
ciudad más universitaria del mundo, aunque esto no sea timbre de orgullo. Por
su historia, por su superficie, por su población, se mantiene como la tercera
ciudad del país, pese a que algunos afirman que es Nueva York por los 400.000
ecuatorianos que allí ¿viven?
Pero, ya
en la Cuenca de los sesentas, en la ciudad de las cruces – las de El Vado, El
Vecino, Todos Santos y San Sebastián la delimitaban en los cuatro puntos
cardinales - no todo era sopor, aburrimiento y rutina. Las gentes de la
tercera edad y los serios candidatos a ella recuerdan los sitios que, en esos
tiempos, los cuencanos frecuentaban. No había vértigo ni opresión por el reloj
y los horarios. Los pobladores podían matar sus horas en los cafés y en las
fondas ( sí, así se prefería llamar a los restaurantes ). . Uno de ellos, de
pronto, se hizo sitio de encuentro de intelectuales y poetas, de bohemios y
nocherniegos, de artistas y libre pensadores, de gentes que creían que podían
salvar al mundo con un verso, una diatriba, una pincelada, un manifiesto.
Privilegiadamente situado junto a la catedral, en el mero centro, el
Raymipamba – “18 nudos al sur de la alegría”, como dice el verso de Rubén
Astudillo uno de sus asiduos visitantes - reunía a los del grupo Syrma, a
algunas gentes obsesionadas y golpeadas por los textos de Kafka y a unos 4 o
5 comunistas, en torno al talento de Paco Estrella para gozar y sufrir con
los alfileres de su humor irreverente y total.
Ese era el
Raymipamba de los sesentas, el compadreo, el sitio en el que se destilaba el
jarabe de pico, el cotilleo, la broma sutil y aleccionadora, la fantasía que
llenaba la vaciedad de la realidad, la riqueza verbal, el jaque mate léxico,
el juego de palabras, la lengua viperina, el habla cuencana en todo su
apogeo, el cantadito, los esdrujulismos, las eres rastreras, los seseos, los
voseos, los leísmos, era la Real Academia de la Lengua Cuencana en todo su
esplendor. Guardando las siderales distancias el Raymipamba era la versión
cuencana del legendario café Tortoni de la gran Buenos Aires de los años
veintes. Del Raymi – el apócope lo hace más familiar e íntimo – de la época
gloriosa todavía algo queda. Acá, con insólita puntualidad, asisten amigos –
les une la edad, les diferencia las profesiones : arquitectos, agricultores,
ingenieros, profesores, artistas - que van para viejos, para ver pasar el
mundo y consumir, entre carcajadas y bromas, los tintos y las horas que les
va quedando. Acá llegan también, cada mañana, dos símbolos de la morlaquía
contemporánea: Luis Alberto Luna, cuencano por naturalización, con su
atiplada voz y toda su sabiduría o Jefferson Pérez solitario, cordial y
sencillo en su grandeza, a contestar todos los saludos y todas las preguntas.
Acá llegan oficinistas apuradas, soñadores que cuentan, a quien quiera oírle,
el último gran proyecto en el que están empeñados, hinchas del Cuenca que
hacen cálculos disparatados sobre lo cerca que está el equipo de quedar
campeón, algunos manifestantes que se cansaron de gritar y protestar
inútilmente, los empleados de la muy cercana Casa de la Cultura, abogados que
se dan un respiro en sus litigios, jueces que quieren un minuto de reflexión
antes de emitir la sentencia. Al mediodía, sin embargo, el espacio deja de
ser cuencano y se torna cosmopolita. Rostros rubicundos, ojos celestes,
cabelleras blondas, ropajes estrafalarios, voces en todos los idiomas –
predomina el francés y el inglés, aunque también se escucha hablar a gentes
que perecen tener una papa caliente en la boca – gritos altisonantes, órdenes
ininteligibles, pedidos gastronómicos insólitos. Es el precio que se debe
pagar por el afán de convertirnos en el nuevo destino turístico del país.
Claro, en
las épocas que rememoramos, había otros sitios de encuentro y zonas de
diversión . La famosa “Escuelita”, por ejemplo, una cantina, más o menos
depurada que era absolutamente fiel a su nombre, pues, a los últimos cursos,
es decir, a los aposentos más selectos, solamente accedían los que estaban de
vuelta de todos los caminos y habían logrado hacer de la trasgresión y la
vida bohemia un arte. Entre ellos, en la agonía de los cincuentas estuvieron
los redactores de “La Escoba”, un seminario que aparecía cuando
“le daba la gana”, un semanario que hacía temblar a los tontos y a los sucios
porque, “limpiaba, fijaba, daba esplendor”, un periódico que trabajaba
colectivamente sus secciones pero de una manera muy peculiar – por sorteo,
uno de los redactores debía permanecer sobrio para registrar y decantar los
improntus, las bromas no de todo mansas, las salidas de madre que el resto,
con los estímulos del alcohol y su malvado talento, iba desgranando a medida
que se consumían las horas y los temas – aunque, individualmente, destacó, el
“number one” del humor cuencano de todos los tiempos, Estuardo Cisneros
Semería, quien con su boina en la calva, su pañuelito de seda al cuello y,
“esta pinta de nazi que Dios me ha dado sin que sepa por qué ni para qué “
nos dejó el legado de su humor limpio y aleccionador y su profundo
conocimiento de los seres humanos, sus potencialidades y sus flaquezas. En
fin, “La Escoba”, con el poder de la ironía y la eficacia crítica del humor,
como bien dicen Claudio Cordero y Adrián Carrasco, cogida entre dos aguas,
entre dos maneras de ver el mundo e interpretar la existencia, marca la
transición entre la sociedad aristocrática y patriarcal y la nueva mentalidad
y actitud burguesa que, para bien o para mal, significa el ingreso de la
ciudad hacia la modernidad auténtica.
Modernidad
que, en lo cotidiano, no significó cambios bruscos ni virajes intempestivos.
Las cantinuchas del pasado, con su dosis exacta de sordidez y desamparo -
pungente olor a ataco, paredes descascaradas, focos pecosos por los
excrementos de los mosquitos, murciélagos ( los mashos del habla popular) en
las viejas y descoloridas puertas, el serrín listo para limpiar los
estropicios de los clientes - que recibían bautizos definitivos a través de
la perspicacia y el humor de Paco Estrella : “La Cueva del Oso”, “Las
Catacumbas”, “El Fondo del Problema”, “La sin nombre”, “Aquí me quedo”, en
las cuales era impensable la presencia femenina, ya no son, ya no existen y,
sus versiones modernas, son los bares y cervecerías en los cuales es evidente
la influencia norteamericana pues incluso, en algunos de ellos, ya existe el
ebrio consuetudinario que cuenta sus cuitas al barman y, a veces, funge de
mesero. No faltan, sin embargo, algunos que, sobre todo en la zona del Puente
Roto, muestran cierto toque individual y son dueñas de estilo.
Lo que sí se ha llevado la modernidad con su arrogante tecnología han
sido los viejos cines pomposamente llamados teatros. Así, en un incendio que
merecidamente fue llamado dantesco desapareció en los sesentas el teatro de
los pobres, el Cinema Paradiso cuencano, el Salesianos, en donde un viejo
sacerdote cuencanizado repartía campanillazos y su ternura mientras explicaba
los contenidos de la “chistosísima cómica final”. Así se fueron el Popular y
el México, los cines en los que se escuchaban rancheras a cien por hora en
las voces de Jorge Negrete, Pedrito Infante, los Aguilares y el cine más
pequeño del planeta Tierra, el Candilejas en cuya pantalla diminuta la Sarli
se desnudaba sin pudores y se recorría todos los recovecos del porno, así
desapareció también el Sucre, primitivamente llamado Universitario, en pleno
centro de la ciudad, con sus barrocas combinaciones pues muy bien podía
verse, en la misma función, una ingenua y piadosa película sobre los
pastorcitos y el milagro de Fátima junto a una cinta que mostraba a una nada
ingenua y totalmente impiadosa Brigitte Bardot.
Es verdad, la ciudad tristona, lenta, pacífica, de pacatas costumbres que se resistía a permitir que se legalicen las discotecas y los hoteles de paso o no permitía que los niños y niñas que carecían de un segundo apellido se inscriban en colegios confesionales o practiquen la danza, ha ido, al paso inexorable de los años y ante el avance arrollador de la tecnología, dejando en el camino muchos de sus espacios, costumbres y actividades más tradicionales y queribles. Es la factura que se debe cancelar en aras del confort y las comodidades de lo moderno. El Cuenca, el ya histórico teatro Cuenca, se convertirá muy pronto en parqueadero de vehículos o en algún centro comercial, pero, de alguna manera persistirá en el recuerdo de los que lo conocieron en sus mejores épocas, aquellas en las que convocaba a sus habitantes ávidos de ingresar en esa mágica fábrica de sueños que es el cine. “No hay que llorar sobre la leche derramada” dice la sabiduría popular, por eso es preferible asumir con buen humor los cambios, porque no hay duda posible, un pueblo que es capaz de reír de sí mismo, de sus lacras y de sus miserias, es un pueblo vacunado contra todos los males, es un pueblo que no ha perdido la esperanza.
Ese buen
humor nos puede permitir observar, registrar y, de alguna manera, decantar
los cambios de la aldea conservadora y tradicionalista a ultranza a la
pequeña ciudad pluralista y flexible aunque todavía guarde algunos residuos
de intolerancia en lo religioso y en lo sexual. .
Ese buen humor y la facilidad con la que se juega con los lugares comunes y
la colocación de los adjetivos para cambiar el significado, es el que permite
afirmar que si bien Cuenca nunca será una ciudad grande, sí puede llegar a
ser, una gran ciudad. Y, quizás esto sea verdad, más allá de las zonas
muertas, los pasos y los lugares perdidos, en la medida en la que logre
conciliar lo tradicional y lo nuevo, lo histórico y lo moderno, el humanismo
y la técnica.
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