domingo, 8 de noviembre de 2015

La ley del silencio

Francisco Febres Cordero
Domingo, 8 de noviembre, 2015 - 00h07


Dicen que ella es guapa, seductora, joven, experta en relaciones públicas. Y dicen que él, además de sacerdote, es abogado. Ambos han puesto en nuevos aprietos a la Iglesia, al filtrar detalles de malos manejos financieros en el Vaticano que vienen de tiempo atrás y que tienen relación con fraudes, desvíos de fondos, canonjías, despilfarros y lavado de dinero.
“Traidores”, “soplones”, “cuervos”, les llaman a los dos en los círculos eclesiásticos.
Tanto la chica como el sacerdote rompieron la regla de confidencialidad y quedan expuestos a purgar largos años de cárcel. Por alguna razón desconocida, no acataron la ley del silencio que les obligaba a callar lo que sabían.
Y es que allí donde se impone el silencio hay quienes se valen de él para, ignorándolo, lograr provecho. Al ventilar los trapos sucios obtienen cualquier beneficio, aunque solo sea el de una fama efímera o el afán de aparecer como impolutos en un ambiente viciado. El precio que pagan por ello, sin embargo, puede ser muy alto.
Si no, que lo digan los miembros de la mafia. Un mafioso hace un pacto de sangre con los suyos y jura así nunca decir lo que sabe. Es lo que llaman “omertá”: la ley de silencio.
El silencio se impone donde hay mucho que esconder, mucho que tapar. El silencio está envuelto por un perverso halo de misterio. La verdad debe permanecer enterrada, sepultada bajo el pesado peso de una lápida.
En el lado opuesto brilla la transparencia: las acciones están siempre a la luz, dispuestas a ser conocidas por todos. No hay nada que guardar, no hay nada que ocultar, no hay nada que callar. Al silencio se opone la palabra que surge, libre, para decir lo suyo. Coartarla, prohibirla, censurarla, no es más que un síntoma de miedo. Miedo a que algo turbio se descubra. Miedo a que alguien pueda traslucir lo que no debe.
Aquí, en esta revolución en que con renovada insistencia se afirma que todas las libertades imperan sin cortapisas, hay, sin embargo, una palabra que enmudece: proyecto. No puedo decir –dicen aquellos que más saben– porque decirlo significaría perjudicar al proyecto. Tal parecería que por el proyecto ellos han hecho su propio acuerdo y no quieren quedar como traidores, como soplones, como cuervos. El proyecto reemplaza con ventaja al interés nacional. El proyecto ha pasado a constituirse en una norma no escrita que nadie sabe qué significa, pero que está flotando sobre la Constitución, sobre las leyes, sobre el sentido común.
De ahí que causó estupor que alguien muy cercano al Gobierno –y por tanto al proyecto– hiciera una aseveración al final de esa farsa que se llamó debate y le dijera al excelentísimo señor presidente de la República que, para su campaña, había recibido fondos de los Isaías.
Ese instante resultó crucial y, al mismo tiempo, tranquilizador: esta revolución está exenta de pactos sellados con sangre y la ley del silencio –por lo menos para sus más conspicuos representantes– no tiene vigencia. (O)

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