miércoles, 18 de noviembre de 2015

Gorilas 1 – Correa 0

Hay que oír a Rafael Correa cuando no le queda más remedio que criticar a los militares: cuidadoso, vulnerable, con pies de plomo, con guantes de seda. Se le quita lo gallito.
Sabatina 450 (ya sólo faltan 78 y a él mismo le parecen demasiadas): el presidente arremete contra Juan Pablo Albán, abogado de derechos humanos que actúa como defensor de las víctimas (tres ex guerrilleros de Alfaro Vive Carajo) en el juicio por crímenes de lesa humanidad que se sigue contra siete generales de las Fuerzas Armadas. Le dedica “la cantinflada de la semana” y lo llama “seudoactivista de la gallada de la CIDH”. Es la sexta vez que Correa insulta a Albán en su monólogo de los sábados. Ya antes lo había calificado como “miserable tirapiedras”. De ahí para arriba (o para abajo, según se mire). En cambio al alto mando, a los treinta generales que esta semana acudieron al juzgado con sus uniformes de gala y sus condecoraciones para respaldar a los acusados y presionar a las cortes sin el menor sentido no digamos del tacto sino de la decencia, a ellos… ¡Ah! A ellos se dirige “con todo cariño”. Ante ellos baja el tono, mide sus palabras. Y asegura que “no lo hicieron con mala intención”. ¡Qué va! Su demostración de fuerza es apenas “inoportuna”, “no pertinente”. ¿Quisieron intimidar a los jueces?, se pregunta el presidente. Y se responde: “Dios no quiera”.
Todo esto suena muy confuso. Fue el gobierno correísta el que desempolvó a los viejos militantes de Alfaro Vive Carajo para convertirlos en héroes, condecorarlos, nombrarlos asambleístas o ministros. No a aquellos que, como Juan Cuvi, revisaron sus posiciones, renunciaron con convicción a la lucha armada, abrazaron la democracia y hoy se encuentran en la oposición, sino a los otros: a quienes todavía creen en la legitimidad de la violencia siempre y cuando se levante contra un gobierno que no sea el suyo. Es el aparato correísta (el mismo aparato que hoy quiere reformar la Constitución para que los militares cuiden el orden público) el que ha hecho posible estos juicios.
Es una lástima. Y un desperdicio, porque la justicia correísta distorsiona todo lo que toca. Y lo que debería ser un juicio de derechos humanos y una oportunidad para castigar a quienes torturaron, violaron y desaparecieron a personas se ha convertido en un tira y afloja con una institución militar que se siente agredida por el poder civil. Después del intolerable despliegue de charreteras y medallas protagonizado esta semana por los generales en las cortes y habiendo escuchado al presidente su tibio balbuceo de este sábado, queda claro que en este tira y afloja los militares se adjudicaron el primer punto en disputa.
Un despistado diría que no, que Correa criticó a los generales. Sí, lo hizo, pero también se declaró amigo de los acusados (sólo nombró a uno que le cae mal) y dijo: “me duele mucho la situación que están pasando”. Repitió una y mil veces que la decisión final en este caso corresponde a los jueces pero también les envió un mensaje: “Yo tengo –dijo– mi propio criterio sobre ese proceso, no coincide con el criterio del fiscal”. Bueno saberlo, porque en los temas relacionados con la justicia, como en cualquier otro, qué duda cabe, el criterio decisivo es el de Rafael Correa. Y luego, claro, están los insultos contra Juan Pablo Albán. Que el presidente eligiera la misma sabatina para ponerlo en la picota, aunque fuera por otras razones, no es ni puede ser una coincidencia. Al contrario, es un mensaje claro que a estas alturas ya debe estar siendo digerido en los cuarteles. Y en las cortes.
Vaya si todo es confuso en este caso: mientras el presidente arrastraba a Albán en su sabatina los anticorreístas más radicales hacían lo propio en las redes sociales: “perro de Correa”, le escribían. “Maldito terrorista”.
Y esto también da lástima. Porque el hecho de que el correísmo manipule a su antojo a la justicia, se conduzca como elefante en cristalería con los militares y utilice a los ex guerrilleros jurásicos que hoy lo apoyan para ejercer una pedagogía miserable sobre lo que entiende por democracia, todo ello no debe hacernos olvidar que en este país hubo una guerra sucia. Aquí se mató, se torturó y se violó sistemática y alevosamente. Hubo personas desaparecidas, gente que fue sorprendida con nocturnidad y asesinada en su cama, desarmada. Y no, no fueron excesos de un grupo de malos elementos: fue una política de Estado. Aquí las autoridades civiles que no han sido ni serán juzgadas hablaban de matar a los pavos en la víspera, hablaban de exterminio sin ruborizarse siquiera, deshumanizaban a sus enemigos como hacen los fachos antes de acabar con ellos, los llamaban gusanos, ratas, alimañas… Todos los días. Aquí, en los tiempos de León Febres Cordero, la tortura no fue una excepción: fue el protocolo que policías y militares aplicaron religiosamente cada vez que detenían a un sospechoso de pertenecer a la guerrilla. Palo, picana, ahogamiento… Está demostrado.
Con todo eso, que venga el general José Gallardo, héroe de guerra y todo lo que quiera, a decir que “lo que hicieron (los militares) fue cumplir con sus responsabilidades”, es algo que no sólo causa indignación: produce asco. Que venga el candidato Guillermo Lasso a felicitar a los generales que estuvieron en las cortes presionando a los jueces, que además cante alabanzas a la doctrina de la seguridad nacional que se aplicó en la guerra sucia y termine afirmando que los torturadores y asesinos “actuaron en función de la defensa de los ciudadanos”… Bueno, da para dudar no sólo de su intuición política sino de su sensibilidad humana o de su inteligencia, una de dos. Todo esto es despreciable. Y asusta.
Estar en la oposición es una cosa. Los derechos humanos, otra muy distinta.
Sí: en el Ecuador hubo una guerra sucia y nadie ha pagado por ella. Y es una lástima, una auténtica pena y una vergüenza infinita que el aparato de justicia correísta monte hoy con ello una farsa con pretensiones políticas y que todo termine convirtiéndose en una medición de fuerzas con una institución militar que parece no haber aprendido nada de la democracia. ¿De quién iba a aprender? ¿Del Estado correísta? No. Esta semana el alto mando terminó haciendo lo único que, según enseña la experiencia, puede funcionar cuando se es enjuiciado por el correísmo: presionar a la justicia. Dichosos ellos que sí pueden, a los ciudadanos de a pie nos toca apechugar. Claro que es un escándalo. Y sería una falta gravísima de no ser porque se trata de la justicia correísta nomás. Al fin y al cabo estas cosas no se resuelven en las cortes sino en Carondelet. Desde esta perspectiva y adoptando la lógica que el correísmo ha impuesto, lo que hicieron los generales (acudir a las cortes para enviar un mensaje a Carondelet) podría ser hasta un acto irreprochable. De hecho el presidente (o sea, el comandante en jefe) dijo que no va a sancionar a los generales. ¿Con qué cara, si él hace lo mismo? ¿De quién sino de él procede el ejemplo que siguieron? Él lo sabe perfectamente y sabe también que con los militares no hay tu tía. A cualquier otro no se lo toleraría, pero a ellos…
El juicio a los responsables de la guerra sucia pudo ser una oportunidad para que el país se uniera en una común causa democrática, ahogara los fantasmas del pasado, abrazara la verdad. En manos del correísmo se convirtió en un sainete. Nada desnuda de mejor manera la farsa institucional que vive la República como el tan cacareado primer juicio de lesa humanidad de nuestra historia. En él está todo fielmente retratado. Un aparato de justicia incapaz de moverse por fuera de la lógica política. Un gobierno que pone los principios, la verdad y la justicia sobre la mesa de negociaciones. Una institución militar con la jeta y la desfachatez suficientes para darnos a entender que mientras sus integrantes sean bien pagados, mientras se respeten sus privilegios, mientras les compren sus juguetes nuevos y nadie se meta con ellos, estarán dispuestos a acatar hasta las órdenes más descabelladas, hasta la tortura y el crimen “en cumplimiento de su deber”.
La buena noticia que se desprende de todo esto es el hecho de que el correísmo no controla a los militares. Es algo: por lo menos la reforma constitucional que pretende ponerlos a cuidar el orden público tambalea. Y nos queda la certeza de que el país no será Venezuela.
No será, es cierto, pero igual da vómito.

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