jueves, 16 de julio de 2015

Saber envejecer

Bernard Fougéres
bernardf@telconet.net
Jueves, 16 de julio, 2015 - 00h07


No resulta sencillo eso de guardar alma de niño, conciencia de adulto, mente dispuesta a los más atrevidos sueños. Recuerdo a Miguel Donoso Pareja diciéndome: “Después de los 80 cada día es yapa”. Rebasé aquella frontera, no la siento como un peso, una amenaza, simplemente asumo cada día como si fuese un regalo, parte de un ciclo en el que no cabe el suspenso, tampoco el temor; es tener las maletas listas para un viaje a lo desconocido, quedar disponible para cualquier cambio. Ciertamente, uno baja las escaleras con más cuidado, una caída es siempre posible, quizás las rodillas hacen sentir su fragilidad cuando estamos sentados largo tiempo, hay cirugía para la piel mas no la hay para el alma, no podemos evitar el envejecimiento, de nada sirve ocultar nuestra edad, envejecer es la única forma de no morirnos. Hemos vivido ausencias, asumido penas, se fueron seres muy amados, amigos entrañables. Pasamos entre las gotas de la eventual lluvia, estuve dieciséis veces en quirófano, sigo mi camino, me siento complacido mas no sé a quién agradecer por seguir teniendo una conciencia clara, una mente abierta, un montón de sueños para vivirlos. Soy plenamente consciente de mi insignificancia sobreviviendo en un planeta perdido entre trillones de estrellas.
Amo a las mujeres que revelan su edad sin temor, las que sortean la llegada de las arrugas, siguen irradiando su increíble luz interior. Cuando entrevisté a Liv Ullmann, me dijo: “El temor para el hombre es quedarse sin cabellos; para ella, ver cómo sus senos perdieron su firmeza”. En Quito, Audrey Hepburn me declaró: “La felicidad es armonía, morir es asumir el final de una obra”. Margaux Hemingway, de vuelta de Galápagos, me dejó pasmado al decir: “Un rey gritó: Mi reino por un caballo... pues una vida no vale tanto”. Shakespeare falleció a los 52 años, Margaux murió a los 42 por una sobredosis de fenobarbital. Dolores Veintimilla se quitó la vida a los 28 años, Rocío Jurado me confesó: “La muerte es la otra cara de la Luna, la otra faceta de la vida, no me atrae ni tampoco me aterra, mas temo a las enfermedades que constituyen la peor forma de morir en vida”; falleció de un cáncer al páncreas que la destruyó dolorosamente en dos años. En una de sus numerosas cartas, Brigitte Bardot me escribió: “La meta de mi vida me permite tener arrugas y cabellos blancos, pues adquirí cierta sabiduría”. Todo aquello me lleva a preguntarme por cuál motivo o casualidad sigo aún viviendo. Conocer a muchos seres famosos me permitió palpar a la vez su talento y su fragilidad. Carlota Jaramillo, a la que tanto quise, consideraba que morir era la posibilidad de ver nuevamente a Jorge Araujo, su esposo fallecido. En la última entrevista que le hice, al evocar la felicidad de su matrimonio, se le llenaron los ojos de lágrimas. Cuando la llevé a Calacalí, miró el campo verde y me dijo: “Bendigo cada día la suerte que tuve de vivir aquí” . Pues vivir es seguir, como doña Carlota o Violeta Parra, dándole gracias a la vida. (O)

No hay comentarios:

Publicar un comentario