El problema se presenta cuando
partidos, organizaciones, dirigentes, gobernantes o regímenes que hablan y
actúan a nombre de la izquierda desempolvan algunas reliquias del fascismo para
operativizar sus proyectos. Como ocurre en nuestro país, por ejemplo, con una
enmienda constitucional sobre el tema de la comunicación.
17 de julio del 2014
POR: Juan Cuvi
Master en Desarrollo Local. Director
de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Una opinión de semejante calibre
implicaba un exceso que ni siquiera a la propia derecha se le podía permitir.
En otras épocas, las recientes
declaraciones de Vinicio Alvarado,Secretario de la Administración Pública,
habrían provocado la indignación virulenta y escandalizada de muchos de los
actuales funcionarios de gobierno y dirigentes de Alianza País que alguna vez
militaron en las filas de la izquierda. Insinuar como positiva la obra pública
de los regímenes fascistas europeos sin señalar la política criminal e inhumana
con que gobernaron habría sido motivo –con justa razón– de una condena
inmisericorde. Una opinión de semejante calibre implicaba un exceso que ni
siquiera a la propia derecha se le podía permitir. El horror político, moral,
espiritual e ideológico del fascismo no admitía ninguna relativización que no
se circunscribiera a la rigurosidad de los estudios históricos o académicos.
Cualquier comentario medianamente favorable era inconcebible.
La izquierda europea jamás negó
la impresionante capacidad movilizadora del nazi-fascismo, ni la adhesión
fanática que suscitó en las masas, ni la eficacia de sus políticas económica y
comunicativa; hacerlo habría constituido no sólo una apreciación antojadiza,
sino un imperdonable error teórico en su estrategia para combatirlo. Lo que
siempre estuvo claro es que todos estos éxitos se lograron sobre el sacrificio
de la libertad, de los derechos y de millones de vidas inocentes. Por eso eran
éxitos absolutamente injustificables… y mucho menos admisibles. Ni siquiera
como ejemplo. Debajo de las espectaculares autopistas construidas por Hitler
yacían –inocultables– miles de cadáveres de judíos, homosexuales, gitanos,
negros y comunistas. Detrás de la monumental y huachafa parafernalia diseñada
por Mussolini asomaban los muros de las prisiones, donde se pudrió más de una
generación de comunistas y socialistas italianos. Por eso, justamente, la
izquierda europea no dudó en aliarse con liberales y socialdemócratas para
librarse de la brutalidad del fascismo.
En América Latina, la perspectiva
desde la cual se interpretó al fascismo difirió a consecuencia de dos factores
fundamentales. Por un lado, no existió una constatación directa ni vivencial de
sus efectos más brutales. No fue sino hasta la guerra civil española que los
latinoamericanos pudimos tener una visión más objetiva sobre la verdadera
naturaleza de un proyecto que, en varios aspectos, había logrado encandilar a
muchos incautos. Las masacres del franquismo, y el posterior éxodo de los
republicanos españoles, fue un anticipo del holocausto judío.
Por otro lado, el incipiente
desarrollo teórico de la mayor parte de la izquierda latinoamericana a inicios
del siglo XX tampoco permitió dilucidar con claridad el meollo del discurso
fascista. En muchos casos, los fenómenos de desarticulación de las viejas
sociedades oligárquicas, mediante la irrupción de las masas urbanas en la
política, derivaron en abiertas simpatías con algunos postulados y prácticas
del fascismo, como la reivindicación del Estado, el corporativismo, la
militarización de la organización popular, la retórica nacionalista y
patriótica, las políticas clientelares o la movilización frenética de las
masas. Frente a las estructuras obsoletas y retardatarias que dominaban en
América Latina, estas expresiones aparecían como novedosas, progresistas y en
algunas circunstancias como antimperialistas. Sobre todo por la confrontación
con los Estados Unidos.
Son estas imprecisiones y
ambigüedades conceptuales las que están en el origen del simplismo teórico con
que una buena parte de la izquierda latinoamericana acabó utilizando el término
fascismo para clasificar el espectro político-ideológico del continente. Bajo
esta denominación se encasilló a las fuerzas de la derecha a partir de rasgos,
prácticas y conductas más que de doctrinas.
En tal virtud, el fascismo fue identificado con el ejercicio violento
del poder, con la represión extrema o con las lógicas elitistas o dinásticas de
gobierno, sin ponerle mayor atención a sus principios filosóficos. Así, dentro
de esta categorización podían caber regímenes tan dispares como las dictaduras
del Cono Sur, el somocismo nicaragüense, los gobiernos militares
centroamericanos, una que otra dictadura de la región andina, el gobierno de
Nixon e incluso algunos partidos y personajes de la derecha que abogaban por
mecanismos fuertes y autoritarios de hacer política.
En tales circunstancias, el
fascismo terminó reducido a particularidades como el rompimiento del orden constitucional,
la retórica belicosa y la aplicación de formas criminales y profundamente
autoritarias de hacer política (alguna vez, en uno de los interminables debates
políticos que se desarrollaban en los cenáculos universitarios, escuché
calificar a García Moreno como fascista, lo que significaba que mediante este
mecanismo de simplificación teórica se podía atropellar incluso la más
elemental noción de tiempo histórico). En varios casos, esta simplificación
condujo a graves errores de interpretación política desde la izquierda. Por
ejemplo, no haber entendido a tiempo que las dictaduras del Cono Sur no
implicaban un retroceso hacia formas de totalitarismo trasnochado, sino el
ingreso a un nuevo modelo de dominación global: el neoliberalismo. Empecinada
en revelar la supuesta naturaleza fascista de esas dictaduras, la izquierda no
se dio cuenta de que el neoliberalismo también podía asumir formas inhumanas,
atroces, violentas y abiertamente criminales. Probablemente las estrategias de
lucha en estas cuatro décadas habrían cambiado.
En estas condiciones, la
izquierda latinoamericana tuvo serias dificultades para entender que dos de los
pilares más importantes del fascismo fueron la legitimidad electoral y la
adhesión masiva de la población. Es decir, todo lo opuesto de las expresiones
políticas que en nuestro continente supuestamente cabían bajo esta
denominación. No se podía entender, por ejemplo, por qué el nombre del partido
nazi era Partido Nacional Socialista Obrero Alemán. Es decir, una nomenclatura
digna de las posturas más avanzadas de la izquierda. Ni por qué Mussolini
provenía de las filas del partido socialista italiano.
La salida más cómoda a este
intrincado laberinto discursivo y conceptual consistió en ocultar aquellos
elementos que pudieran prestarse a interpretaciones confusas, al tiempo que se
resaltaban los elementos más obvios e inequívocos. Este reduccionismo culminó
con la sacralización de un sofisma que perdura hasta nuestros días: únicamente
a quienes formalmente se identifican con o están ubicados en la derecha puede
atribuírseles la reivindicación de posturas, propuestas, expresiones o
normativas fascistas. La izquierda, por el simple hecho de autocalificarse como
tal, está exenta de este pecado.
El problema se presenta,
entonces, cuando partidos, organizaciones, dirigentes, gobernantes o regímenes
que hablan y actúan a nombre de la izquierda desempolvan algunas reliquias del
fascismo para operativizar sus proyectos. Como ocurre en nuestro país, por
ejemplo, con una enmienda constitucional sobre el tema de la comunicación,
cuyos antecedentes han sido ubicados –de acuerdo con una entrevista concedida
por la Vicepresidenta de la Unión Nacional de Periodistas– en los gobiernos de
Franco y Mussolini. Amparado en el sofisma antes señalado, el Secretario de la
Administración Pública no tiene ningún reparo en pasar por alto esta
advertencia.
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