Francisco Febres Cordero
Los mortales tenemos limitaciones. Por eso: por mortales. Los
inmortales, en cambio, no tienen ninguna. Por eso: por inmortales.
Es que los mortales, entre otros defectos, carecemos del
sentido de la historia, de la trascendencia. Somos, en último término,
efímeros, pasajeros.
Los inmortales no. Ellos vislumbran el futuro y dictan
cátedra sobre los más diversos temas, sin posibilidad alguna de que alguien
refute su sabiduría. Lo que dicen marca pautas para el devenir y queda escrito
para siempre jamás en eso que llaman Historia o memoria colectiva.
Los mortales, como somos tan bastos, tan zafios, estamos
sujetos a leyes que norman nuestra conducta, única manera que se ha encontrado
para regular la convivencia y dirimir las controversias que van surgiendo en el
camino.
Los inmortales son, en cambio, quienes dictan esas leyes y
las imponen a rajatabla. Lo que dicen tiene que ser obedecido ciegamente; lo
que ordenan debe cumplirse sin dilación; lo que piensan debe ser interpretado
sin posibilidad de error (“No contemplo la posibilidad de una consulta
popular”, Libro de las Profecías, Yasunidos, capítulo V, versículo 18).
Los mortales somos llamados al orden no solo cuando usamos
mal ciertas palabras, sino cuando endilgamos a otros algún calificativo que
está mal visto o, mejor dicho, mal oído por quienes se encargan de hacer
cumplir lo que los inmortales decretan. Por ejemplo, si alguien nombra como
negro a un negro, tiene que pedir disculpas más temprano que tarde porque la
palabra políticamente correcta impuesta por los inmortales es afrodescendiente,
afroecuatoriano o algo así. Igual, si se le dice preso a un preso, o viejo a un
viejo. Los mortales tenemos que aprender que los presos son ciudadanos privados
de la libertad y los viejos son adultos mayores o, cuando menos, revolucionarios
de tercera… edad.
Para los inmortales, en cambio, no existe ningún tapujo
verbal y si quieren llamar a alguien enano lo hacen sin restricción alguna
porque su alta condición de inmortales les permite. No están con subterfugios,
melindres ni circunloquios y no dudan en echar mano a la condición física de
cualquier persona para mofarse de ella: enano. Los inmortales son los únicos
que llaman las cosas por su nombre, porque su condición no es humana sino
divina, son dioses encarnados, Primera Persona de la Santísima Trinidad, pero
con toga de honoris causa en la cabeza, que bajan a la tierra en su avión
privado como si vinieran en las alas de la Tercera Persona de esa misma
Trinidad.
Los mortales hemos sido hechos para recibir todas las
afrentas, mientras los inmortales existen para lanzarlas a boca de jarro,
cuando les viene en gana.
Por eso, para la posteridad Cléver Jiménez quedará signado
como enano, así como otros han quedado estigmatizados como brutos, basuras,
pobres hombres, limitaditos, ignorantes, corruptos o idiotas, para no seguir
con esa interminable lista que, en el rito sabatino, se engrosa gracias a la
palabra que sale de la boca de nuestro dios revolucionario, tonante y
prepotente, supremo hacedor del buen vivir, creador del verbo y dictador del
nuevo libro sagrado que se está escribiendo.
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