Análisis de HOY
Por: José Hernández
El Presidente reconoce, cada cierto tiempo, que ha cometido
errores. ¿Cuáles? Rara vez, y al paso, ha anotado alguno. No se sabe, entonces,
de qué habla el Presidente cuando admite que es humano.
Sus compañeros de partido o funcionarios pusieron de manifiesto
algunas equivocaciones, que se pueden leer todavía en Internet. Basta con
buscar Foro de los comunes. Es curiosa pero muy reveladora la forma cómo
procedieron. Primer acto: con ímpetu militante acopiaron, antes del Congreso
del 1 de mayo, las fallas que se pudieran considerar de bulto. Segundo acto: en
Esmeraldas, Rafael Correa y la cúpula oficialista las ignoraron olímpicamente.
Tercer acto: los famosos comunes se evaporaron con la misma celeridad que
aparecieron.
Así vive la política el oficialismo. El Presidente no corrige
nada porque, si comete errores, nunca los verbaliza. La dirigencia convirtió la
política en un acto de obsecuencia eterna al líder. Y los militantes, cuando se
hacen preguntas, las esbozan con una reverencia que aturde y si Correa insiste
–en lo que ellos consideran errores– mutan inmediatamente en artistas
performáticos: tras el ensayo, abandonan la escena.
Esta vez, no obstante, el documento de los comunes que no
despeinó al Presidente, estaba atravesado por una comprobación central: en el
oficialismo no se hace política. Esto preocupa a los zurdistas, como llaman
internamente a los militantes no identificados con los Business club, como
denominan a los otros.
No hacer política no es solo dar prelación a la propaganda y
al mercadeo. Es creer que una derrota se camufla si se llama revés. Es sumar
votos para decir que no perdieron las grandes ciudades. Es hablar de Sarayaku,
como hace la Ministra de la política, sin dar muestras de que, por lo menos, ha
ido al Oriente de turismo. Es creer que con Policía y FFAA las comunidades
dejarán que se lleven la tierra a China y se destruya su entorno. No hacer
Política es, en esa dinámica, pedir que Cléver Jiménez acate un fallo polémico,
mientras el Gobierno desconoce otro fallo. O creer, y celebrar, que el Gobierno
evite una consulta gracias a las artimañas del CNE. Lo cierto es que esa
consulta por el Yasuní ya la perdió el Gobierno en las conciencias.
Esas convicciones han ensanchado la fractura que hay entre
dos bloques (con matices a veces enormes) en el oficialismo. Los pragmáticos
por un lado y aquellos que, de una u otra forma, se reconocieron (o
participaron) en el Foro de los comunes. El único puente sigue siendo Rafael
Correa. Él sostiene a los zurdistas en su Gobierno por algunos símbolos que aún
maneja y lo demostró reintegrando, otra vez, a Betty Tola en el gabinete, a
pesar de la oposición que tuvo a su alrededor. Pero, al mismo tiempo, Correa es
el responsable de que la política se haya vaciado de contenido. Él tiene los
votos y es visto internamente como un líder que funcionaliza todo según
circunstancias y necesidades.
Correa es pragmático y la derrota del 23-F ha mostrado cómo
entiende la política: no se hizo preguntas sobre sus desconexiones con la clase
media. Ni sobre el modelo autoritario que quiere implantar. No cuestionó la
defensa que hace del régimen inepto y corrupto que gobierna Venezuela. Prefirió
echar la culpa a Barrera (cuando perdió muchas otras capitales), habló de
alianzas fallidas y endosó a su aparato la estrategia errada.
Correa no necesita entender políticamente al país y no
permite que en su entorno haya reflexiones políticas. Es obvio: la política
implica diferencias y debates. Por eso comete un error monumental cuando cree
que la prensa independiente, por mirar en múltiples direcciones, es su enemiga:
eso le otorga triunfos pírricos pero lo priva –a él, sus funcionarios, sus
militantes, la sociedad en general– de caudales de información y de opiniones,
valiosas por la diversidad, para administrar la cosa pública.
Correa no necesitó de la gran política mientras subía. Pero
el 23-F mostró que esa era se acabó. Y que la complejidad de la sociedad ya no
puede ser administrada con meros sondeos y sumas electorales exitosas. La
acción política no puede ser ejercida por gerentes y administradores. Ni puede
ser reemplazada por la fuerza, disuasiva o efectiva, de la Policía Nacional y
de las Fuerzas Armadas.
El 23-F, el electorado envió un mensaje al correísmo:
reinvéntese. En vez de oír, en vez de hacer política, el Gobierno asumió una
actitud policial con la sociedad y puertas adentro. ¿Tienen sustento político y
ético el caso de los Yasunidos, las amenazas y presiones en Sarayaku, la
presencia policial en Íntag, el uso –eventual– de Fuerzas Armadas en temas de
orden público?...
El nombramiento de Viviana Bonilla al Ministerio de la
Política y la elección de Doris Soliz, prueban que Correa no está pensando en
aprender de sus errores. Bonilla no conoce el país y tiene serios problemas de
tino y sensibilidad, a juzgar por lo que dijo del caso Sarayaku y del asesinato
del alcalde de Muisne. Doris Soliz es una mujer experimentada pero no parece
encarnar la renovación que impone la derrota del 23-F. Lo que está en camino,
si se juntan todas las piezas expuestas, es una operación de mano dura, de
comisarios, de administradores de una visión política en crisis. A eso llega el
poder cuando prescinde de la política –el arte de convencer– y recurre a la
fuerza para imponer.
El correísmo vive sus peores días. Es un aparato desdibujado
con una militancia que espera que el Presidente sea candidato porque es el
único capaz de ganar. Con Correa que quiere irse pero no ve quién lo pueda
reemplazar (fuentes cercanas dicen que teme a los amigos de Lenin Moreno y no
cree que Jorge Glas logre mantener unido al movimiento para ganar). Y una
dirigencia que ha convertido la política en un acto de obediencia. Ahora hasta
los correístas del Foro de los comunes lo saben.
Lo que está en camino... es una operación de comisarios. A
eso llega el poder cuando prescinde de la política
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