Por: Christian Oquendo Sánchez
La Revolución del Siglo XXI tiene a la esfera mediática como
su campo de batalla privilegiado. Desde esa perspectiva, el énfasis en la
propaganda y el monólogo requieren que
los sentidos de los mensajes oficiales sean recibidos con la menor distorsión
posible. Es preciso educar a la población para que recepte los mensajes
revolucionarios como es debido, sin “ruido”, y eso implica una pedagogía social
(una más de otras tantas que hemos visto en estos años). Quizás por eso en la
cadena sabatina número 372 del sábado 3 de mayo de 2014, el Presidente de la República manifestó que:
“Estamos preparando toda una campaña para que la gente sepa estrategias para
defenderse de la manipulación de la prensa”.
Esta iniciativa me hace pensar en la larga tradición de los
estudios de la comunicación en América Latina que ha analizado de forma crítica
el aparataje que permite la producción y circulación de mensajes hegemónicos,
es decir que apuntalan la dominación de una élite. Allá por 1972 Armand
Mattelart y Ariel Dorfman publicaron ‘Para leer al Pato Donald’. Este texto,
inspirado en el análisis marxista de la cultura popular, consistió en un
enfoque que pretendía evidenciar la forma en que los comics de Disney
reflejaban y justificaban la desigualdad social, el racismo y las agresiones
que acarrea la acumulación capitalista. La obra de estos dos autores, que en
ese momento fueron cercanos el régimen de Salvador Allende, es un punto de
referencia ineludible si se quiere examinar la historia de cómo decodificar los
mensajes que perpetúan la dominación.
Es extensa la lista de intelectuales que han propuesto una
comunicación más horizontal, en términos de diálogo, que eluda los atropellos
de la sumisión de raigambre colonial y neo-colonial. En esa hoja de papel no
deberían faltar personajes que fungían de investigadores y activistas cercanos
al común de la gente, experiencias a través de las cuales pudieron desarrollar
sus tesis: Paulo Freire, Juan Díaz Bordenave y Mario Kaplún, para dar algunos
nombres imprescindibles. La pregunta aquí es si sus argumentos son coherentes
con la aspiración del Presidente.
La revolución ecuatoriana se ha especializado en inyectarle a
sus discursos mediáticos ideas extraídas de investigaciones académicas, en
especial de la esfera de las ciencias sociales. El pensamiento crítico
elaborado durante décadas por intelectuales de izquierda ahora forma parte de
las alocuciones de funcionarios públicos y de la propaganda oficial. En
principio no hay nada de sorprendente o irregular en este procedimiento, pues
cada quién es libre de consultar los libros que le parezcan. Que el autor
citado esté de acuerdo con la revolución ecuatorial y que se piense que el
Socialismo del Siglo XXI es el representante intelectual de la izquierda en
todas sus gamas, son cosas distintas. Dada la forma en la que el oficialismo
toma decisiones, también es pertinente preguntarse si es que se está usando un
análisis crítico y progresista, que en principio suena coherente, para implementar soluciones regresivas que
terminarán por restringir las libertades ciudadanas.
Esto da para sospechar que las intenciones del Presidente
realmente estén enfiladas a apuntalar unas comunicaciones de ida y vuelta, más
democráticas, para darles un nombre constructivo. Vivimos un estado de
propaganda machacona en la que los “enlaces ciudadanos” podrían considerarse
como el ‘buque insignia’ de una ofensiva discursiva que pretende cerrar los
significados de todo lo que se dice sobre el Gobierno. Las alocuciones
sabatinas del Presidente de diálogo horizontal tienen poco y se parecen más a
la dinámica de un programa televisado de concursos en que al presentador se le
celebran sus ocurrencias, apenas el productor del show muestra el letrero que
dice “aplausos”.
Entonces, despierta suspicacia el interés del Presidente de
que se inicie una campaña para que la gente aprenda a discernir, para evitar
que la prensa le manipule. Lo problemático para los funcionarios
gubernamentales a los que les corresponda poner en marcha tal campaña, será
cerciorarse que las metodologías de tal capacitación masiva no sean utilizadas
para desentrañar la manipulación del aparato de propaganda oficial. Para el
propósito quizás tengan que incurrir en la triste y paradójica tarea de
enseñarle a la gente cómo decodificar activamente los mensajes hegemónicos de
la prensa de una forma impositiva, que no admita salirse del libreto de los
‘pedagogos’ oficiales que han llenado con sus mensajes las pantallas, grandes y
chicas, de esta nación.
Estas preocupaciones patentizan una situación en la que el
Gobierno quiere decir hasta la última palabra en términos de la comunicación y
cómo se supone que la gente debe reaccionar respecto de un mensaje. El
resultado dista mucho de lo que gente como Freire o Kaplún anhelaban, de hecho
es lo contrario, es el imperio del monólogo autocomplaciente que se emite desde
un púlpito sagrado, frente a un auditorio al que se le ha educado para entender
a pie juntillas el sentido cristalino del mensaje de los estrategas de
propaganda oficial.
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