La autonomía de las mujeres
Las mujeres pueden no ser un obstáculo obvio para el extractivismo –como son los indígenas y ecologistas en general–, pero sí atentan contra la esencia del poder político en toda la sociedad. Se salen de aquel libreto tecnocrático que les asigna funciones subordinadas a los distintos actores sociales. Contraponen unas lógicas diversas y versátiles –y por lo tanto inasibles e indescifrables desde el poder convencional– al Estado patriarcal.
24 de enero del 2019
POR: Juan Cuvi
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Hasta la máxima autoridad de la Iglesia católica ha tenido que admitir que la sagrada institución del matri-monio tiene límites terre-nales inter-puestos por la violencia doméstica".
La reacción ciudadana frente a los últimos episodios de violencia en contra de dos mujeres actualiza el debate sobre la relación entre la sociedad y el Estado. Debate fundamental al calor del fracaso de los autodenominados gobiernos progresistas de la región, gobiernos que hicieron de la tutela estatal la esencia de sus administraciones.
La discusión resulta imprescindible sobre todo para la izquierda latinoamericana, que confundió la prestidigitación populista con un proyecto de transformación social, y que soslayó el principio de que la democracia se construye desde abajo. Tal como lo hace el movimiento de mujeres frente al poder vertical del patriarcado.
En efecto, uno de los peores retrocesos dentro de los llamados gobiernos progresistas ha sido la subordinación de las organizaciones y movimientos sociales a las lógicas estatales. Una esperpéntica adaptación del estalinismo ha servido para justificar el control burocrático de la sociedad. Poco a poco los movimientos sociales han sido cooptados, o han renunciado a la autonomía indispensable para construir y luchar por agendas propias. En síntesis, han perdido iniciativa.
En el fondo, las nuevas élites surgidas al amparo de la burocracia estatal necesitan neutralizar cualquier atisbo contestatario desde las bases. Les aterra todo aquello que huela a respuestas en contra de las viejas estructuras que sostienen al sistema: por ejemplo, la plurinacionalidad contra el Estado-nación, el ecologismo contra el desarrollo capitalista, los derechos de las mujeres contra el machismo institucionalizado. Una vez debilitado el movimiento obrero histórico, ahora le toca el turno a aquellas expresiones políticas que pongan en duda el statu-quo.
Estos tres movimientos en particular (indígenas, ecologistas y mujeres) fueron la piedra de toque del anterior régimen. Contra ellos enfiló las medidas más represivas, sobre todo desde una perspectiva simbólica. El correato necesitaba desprestigiarlos para reducir la resistencia a su proyecto de modernización capitalista. En su desaforada carrera por controlar territorios y extraer recursos no intentó únicamente arrollarlos; tenía que imponerles una visión hegemónica de la realidad. Además de criminalizarlos, quiso obligarlos a renunciar a su discurso, a tragarse una concepción supuestamente superior del mundo.
En el caso del movimiento de mujeres, la ofensiva del correato fue particularmente envenenada, odiosamente fundamentalista, asquerosamente machista. Desde la imposición del Plan Familia hasta el llamado al silencio a varias asambleístas que se pronunciaron a favor del aborto median innumerables episodios de un moralismo, de una agresividad y de una indecencia insufribles.
¿A qué se debió tanto empecinamiento? Pues simple: aunque las mujeres pueden no ser un obstáculo obvio para el extractivismo –como son los indígenas y ecologistas en general–, sí atentan contra la esencia del poder político en toda la sociedad. Se salen de aquel libreto tecnocrático que les asigna funciones subordinadas a los distintos actores sociales. Contraponen unas lógicas diversas y versátiles –y por lo tanto inasibles e indescifrables desde el poder convencional– al Estado patriarcal. Intervienen desde su autonomía y, desde allí, interpelan al poder con mayor impacto que los intermediarios políticos.
Lo acaban de demostrar. Luego de las masivas marchas de los últimos días han obligado a todos los actores sociales y políticos a responder al margen de la formalidad jurídica y de los buenos modales. Hasta la máxima autoridad de la Iglesia católica ha tenido que admitir que la sagrada institución del matrimonio tiene límites terrenales interpuestos por la violencia doméstica. Y el Estado ha mostrado su anquilosamiento frente a un movimiento que exige democracia desde las calles.
La discusión resulta imprescindible sobre todo para la izquierda latinoamericana, que confundió la prestidigitación populista con un proyecto de transformación social, y que soslayó el principio de que la democracia se construye desde abajo. Tal como lo hace el movimiento de mujeres frente al poder vertical del patriarcado.
En efecto, uno de los peores retrocesos dentro de los llamados gobiernos progresistas ha sido la subordinación de las organizaciones y movimientos sociales a las lógicas estatales. Una esperpéntica adaptación del estalinismo ha servido para justificar el control burocrático de la sociedad. Poco a poco los movimientos sociales han sido cooptados, o han renunciado a la autonomía indispensable para construir y luchar por agendas propias. En síntesis, han perdido iniciativa.
En el fondo, las nuevas élites surgidas al amparo de la burocracia estatal necesitan neutralizar cualquier atisbo contestatario desde las bases. Les aterra todo aquello que huela a respuestas en contra de las viejas estructuras que sostienen al sistema: por ejemplo, la plurinacionalidad contra el Estado-nación, el ecologismo contra el desarrollo capitalista, los derechos de las mujeres contra el machismo institucionalizado. Una vez debilitado el movimiento obrero histórico, ahora le toca el turno a aquellas expresiones políticas que pongan en duda el statu-quo.
Estos tres movimientos en particular (indígenas, ecologistas y mujeres) fueron la piedra de toque del anterior régimen. Contra ellos enfiló las medidas más represivas, sobre todo desde una perspectiva simbólica. El correato necesitaba desprestigiarlos para reducir la resistencia a su proyecto de modernización capitalista. En su desaforada carrera por controlar territorios y extraer recursos no intentó únicamente arrollarlos; tenía que imponerles una visión hegemónica de la realidad. Además de criminalizarlos, quiso obligarlos a renunciar a su discurso, a tragarse una concepción supuestamente superior del mundo.
En el caso del movimiento de mujeres, la ofensiva del correato fue particularmente envenenada, odiosamente fundamentalista, asquerosamente machista. Desde la imposición del Plan Familia hasta el llamado al silencio a varias asambleístas que se pronunciaron a favor del aborto median innumerables episodios de un moralismo, de una agresividad y de una indecencia insufribles.
¿A qué se debió tanto empecinamiento? Pues simple: aunque las mujeres pueden no ser un obstáculo obvio para el extractivismo –como son los indígenas y ecologistas en general–, sí atentan contra la esencia del poder político en toda la sociedad. Se salen de aquel libreto tecnocrático que les asigna funciones subordinadas a los distintos actores sociales. Contraponen unas lógicas diversas y versátiles –y por lo tanto inasibles e indescifrables desde el poder convencional– al Estado patriarcal. Intervienen desde su autonomía y, desde allí, interpelan al poder con mayor impacto que los intermediarios políticos.
Lo acaban de demostrar. Luego de las masivas marchas de los últimos días han obligado a todos los actores sociales y políticos a responder al margen de la formalidad jurídica y de los buenos modales. Hasta la máxima autoridad de la Iglesia católica ha tenido que admitir que la sagrada institución del matrimonio tiene límites terrenales interpuestos por la violencia doméstica. Y el Estado ha mostrado su anquilosamiento frente a un movimiento que exige democracia desde las calles.
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