Francisco Febres Cordero
Son tantos y tan graves los problemas de la capital que la
modificación de su himno suena (literalmente) a un problema menor. Que se lo
cante con tal o con cual estrofa será siempre discutible y creo que no se
llegará nunca a un consenso, pero como alguien tiene que dirimir el asunto,
pues que sea el Concejo Metropolitano el que lo haga. Yo estoy familiarizado
con esa estrofa que fue tachada (la he cantado desde mi niñez), pero cuando los
revolucionarios la sustituyeron por otra, si hubiera tenido que cantarla, la
cantaba (aunque con dificultad, porque los astros no se alinearon a mi favor y
nunca me aprendí la letra).
Pero ¿por qué debe ser el excelentísimo señor presidente de
la República el que salga a la palestra para tratar de imponer su criterio, con
el voluntarismo que lo caracteriza? Él no tiene por qué tocar pito (o trompeta,
mejor) en esta discrepancia ya que, simplemente, ese no es su ámbito de acción.
El argumento que esgrime el excelentísimo señor presidente de
la República es que, como un ecuatoriano que vive en Quito, tiene el derecho de
expresar su parecer. Pero entonces cabría preguntársele si todos los quiteños
tenemos la misma posibilidad que él, como ciudadano, tiene: un enlace sabatino
reproducido profusamente por la radio y la televisión. Eso, obviamente, no
convierte su palabra en la de un habitante de Quito más; sí, en la de un
privilegiado que, usando los medios de comunicación a su antojo, lo hace en su
condición de presidente de la República que, como tal, tiene otras funciones que
no son las de imponer sus opiniones en todos los asuntos, sean humanos o
divinos.
Zapatero, a tus zapatos, diríamos, como hace poco le dijeron
los chilenos cuando quiso convertirse en componedor de un litigio cuya solución
no le compete. Y como debió decirle, a su hora, el alcalde Barrera el instante
en que el burgomaestre anunció que, luego de una encuesta, se iba a cambiar el
nombre del aeropuerto. Al excelentísimo señor presidente de la República los
resultados de esa tal encuesta no le gustaron y, públicamente, dio un jalón de
orejas al alcalde que, apocado, azorado, contrito, bajó la vista en señal de
acatamiento a la palabra de su jefe supremo.
Por culpa del himno, el excelentísimo señor presidente de la
República calificó al nuevo alcalde de Quito de ser un representante de la
derecha: insistir en la estrofa que fue revolucionariamente suprimida significa
una vuelta al pasado. Y es que al excelentísimo señor presidente le huele a
derecha todo lo que no está alineado con lo que él piensa. En cambio es
revolucionario –y mucho– explotar el Yasuní. O algo tan increíblemente
imaginativo y novedoso como meter las manos en la justicia. O afirmar que, por
ser él el jefe del Estado, está sobre los otros poderes.
En fin, así como ha anunciado que él no cantará la estrofa
suprimida si se la vuelve a colocar en su lugar, sería bueno que, aprovechando
la viada, deje de cantar. Esa, claro, es solo la opinión de un quiteño que,
aunque no puede ser expresada en cadena nacional, cree hacer con esta
puntualización un servicio a la música nacional. E internacional.
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