Rafael Correa acudió a la Asamblea para declarar su acuerdo
con la enmienda constitucional que le permitiría reelegirse. Antes resumió su
libro y las partes más monas de sus magistrales conferencias en el extranjero.
Por: Roberto Aguilar
La Crónica
Huele a bosta de caballo. Desde temprano montan guardia,
enjaezados y empenachados frente a la entrada principal de la sede legislativa,
los más finos ejemplares de los establos presidenciales, decenas de ellos,
montados por gallardos granaderos, tensos los correajes, ajustadas las bridas,
sueltos los estómagos como dicta su equina naturaleza. Para cuando llega el
Presidente, a las diez menos cuarto, la canícula quiteña ha activado ya los
procesos bioquímicos propios de las sustancias en descomposición, y el vaho
fétido que se levanta sobre la calzada es el inevitable acompañante de la
castrense ceremonia de recepción que se desarrolla sobre la alfombra roja:
toque de cornetas, honores militares, himno patrio. Todo muy protocolario, todo
muy formal. Pero huele a penetrante mierda de caballo.
Correa presume de sencillez y llaneza pero gusta, en
realidad, de los fastos premodernos del poder, de las augustas pompas, de los
ingresos triunfales. Su llegada al edificio de la Asamblea es digna de un
Coriolano que viene de derrotar a los volsgos. Una veintena de motocicletas
policiales lo preceden, formadas de a dos en fondo. Sus conductores,
uniformados con impecable traje blanco de parada, hacen alarde de un dominio
perfecto del aparato, que mantienen en correcta alineación, sin zigzaguear un
ápice, a la velocidad mínima que requiere el mandatario para saludar a diestra
y siniestra con grandes aspavientos. Tras las motocicletas, los caballos.
Vienen también en doble hilera, ornados con ampulosos jaeces
que se entrenzan en las crines, montados por granaderos de Tarqui brillantes de
espuelas, botones, charreteras… Avanzan a paso fino, como en los desfiles
militares, con ese movimiento sincopado que consiste en mantener en suspenso la
pata delantera recogida. Alguno, con ingentes cantidades de excremento, va
marcando el camino de la personalidad augusta que viene a la zaga. A los lados,
el personal de seguridad vestido de paisano –el cable a la oreja, la mano a la
altura pecho, donde abulta la Glock tras la chaqueta– se disemina a la carrera
y copa hasta el último de los espacios, observándolo todo, mientras los
todoterreno de cristales ahumados toman sus posiciones junto a las veredas. Al
final, en vehículo militar de camuflaje, de pie en medio de su séquito, con la cinta
tricolor en bandolera, él.
Adentro ya están todos reunidos. Siete años de crecimiento
sostenido del Estado se convierten en un problema protocolario a la hora de
designar lugares para todas las autoridades en función de su rango. El grupo de
quienes merecen puestos de preferencia ha crecido tanto en los últimos años que
ya copa las dos alas del hemiciclo a los lados del estrado presidencial.
Sentados en doble fila, hay sesenta o más de ellos. El resto de la sala, donde
los escaños parlamentarios con sus escritorios presuntuosos y sus aparatosos
sillones han sido sustituidos por un mar de sillas, es para los invitados
especiales: asambleístas, embajadores, funcionarios de menor rango,
deportistas, algún escritor oficial con buenos contactos en el Ministerio de
Cultura, cuadros del partido, en fin, gente que el correísmo quiere consigo o
carga a su pesar. Es tanta la concurrencia que el lugar parece estrecho.
Arriba, sin embargo, el espacio destinado a las barras no ha podido llenarse.
Tampoco, extrañamente, hay masas verdeagüita velando en los exteriores ni buses
con militantes traídos de Calceta. ¿Alguien no hizo su trabajo?
En cada silla se ha dejado una hoja volante con la letra del
himno a Quito que le gusta al Presidente, que es guayaquileño. Los que van
llegando, la conservan para no cometer errores al cantarlo al final de la
ceremonia. Al fin y al cabo, nadie se la sabe.
Rafael Correa se ha sentado entre la presidenta de la
Asamblea, Gabriela Rivadeneira, por una vez vestida completamente a la manera
occidental (¿revisionismo ideológico?), y su vicepresidente, Jorge Glas,
emperifollado con flamante corbata verdeagüita. A los extremos de la mesa,
Marcela Aguiñaga y Rosana Alvarado, cuyos aplausos a lo largo de la ceremonia
constituirán un termómetro de las divisiones internas del correísmo. Será
Gabriela Rivadeneira, en su condición de anfitriona, la encargada de dar la
bienvenida al Presidente, cosa que hará con su pirotecnia retórica de
costumbre: “Queridas ecuatorianas y ecuatorianos, compañeras y compañeros,
amigas y amigos, es un honor para mí darles la bienvenida a todas y todos
ustedes, recibirles a nombre de cada uno de los y los asambleístas”. Los y los:
la presidenta de la Asamblea tiene problemas de género. Luego dirá: “cada
ciudadana y cado ciudadano”. Estas palabras son las más recordables de un
discurso candongo y melifluo sobre el cual planea la sombra de Tomás Moro.
Antes de que el Presidente tome la palabra y no la suelte por
espacio de dos horas, los organizadores de la ceremonia han preparado un
homenaje musical a cargo de las voces insignia del correísmo: Carla Canora,
Mariela Condo, Fausto Miño, La Toquilla, los hermanos Núñez… Artistas de tarima
verdeagüita donde los hay. Con ojos entornados y frente marchita acompañan
Correa y Rivadeneira las canciones que desgranan por turno los artistas
(Romance de mi destino, Sombras, Pasito tun tun, Tejedora manabita) y estallan
de emoción cuando las voces de todos se juntan para despachar Esta mi tierra
linda el Ecuador. Se pone de pie Correa y bate palmas. La concurrencia, como
activada por un mecanismo de resorte, hace lo propio, ministros y autoridades
incluidas. El espectáculo de la doble fila de altos funcionarios vestidos con
sus mejores galas, de pie a ambos lados del estrado presidencial, aplaudiendo
al compás de la música, recuerda al coro de los Boston Pops vibrando con los
éxitos de Frank Pourcel. No es de extrañar que, concluida semejante exhibición,
las voces de la concurrencia se junten en un nítido reclamo: “¡¡¡Reeleción,
reelección!!!”.
La proclama se repite al menos siete veces a lo largo de la
ceremonia: “¡¡¡Reeleción, reelección!!!”. En cada ocasión, el aludido esboza la
más preparada de sus sonrisas (lo cual es decir mucho) y sacude la cabeza con
el gesto de quien dice: “no me abrumen”.
Llega, por fin, el momento de escuchar el informe
presidencial sobre el último año de labores, que resulta no ser ni lo uno ni lo
otro: ni presidencial, porque son el Vicepresidente y los ministros los que
informan, mientras el Presidente se limita a hacer declaraciones de orden
político y de otro tipo; ni anual, porque las cifras, datos, listas, y
compendios de obras cumplidas y entregadas se refieren no al último año, sino a
los siete que Correa lleva en el Gobierno. Lo del Presidente es, básicamente,
un resumen de su libro mezclado con fragmentos que le quedaron bonitos de sus
conferencias magistrales en el exterior. Nada para la historia. Ni siquiera
para los diarios. Cuatro pantallas de alta definición reproducen el rostro del
mandatario en las cuatro esquinas del recinto, y los espectadores tienen dos
horas para considerar el relamido corte de cabello que mal cubre la
irremediable calvicie que lo adorna, diríase una brocha que cuelga sobre la
parte alta de su frente: atusado, es la palabra castiza que lo define. Los
observadores atentos pueden juzgar también, con extrañeza variable, el nuevo
rictus que sustituye al tradicional de las muelas apretadas: se trata de una
torsión del labio inferior que, en su comisura izquierda, parece despeñarse
hacia el mentón y confiere al mandatario un inquietante carácter de chico malo
de película de Sergio Leone.
Y eso es todo. Hacia el final de la ceremonia, Correa anuncia
su acuerdo con la reelección, noticia que todo el Ecuador sabia pero que los presentes
reciben sobrecogidos de entusiasmo; algunos, con lágrimas en los ojos.
“¡¡¡Reeleción, reelección!!!”, grita de nuevo el hemiciclo a voz en cuello, y
esta vez el aludido no ríe: permanece de pie, con cara de estar accediendo a un
trance místico, la mirada perdida en un punto indeterminado del horizonte,
seguramente en el lugar por donde pasa la historia. Y para terminar, consultada
a ratos sí y a ratos no la hoja volante que se repartió al principio, canta el
Himno a Quito como le da la gana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario