Mucho y poco a la vez se ha
dicho y escrito sobre la vida y obra del célebre colombiano Gabriel García
Márquez (1928-2014) que acaba de pagar su tributo al misterio más desgarrador
de la existencia humana: la muerte.
Su vida y su obra serán
siempre una cantera en cuyos linderos ni la pluma ni la tinta agotarán sus
entusiasmos por descubrir sus excelencias literarias y desvestir sus secretos
que irán configurando definitivamente su estatura de un clásico universal.
Nuestro continente
lingüístico tiene dentro de su transcurrir histórico-literario dos etapas de
las que orgullosamente nos sentimos
reivindicadores: la primera, iniciada en el último tercio del siglo XIX
con la llegada del Modernismo capitaneado por el poeta nicaragüense Rubén Darío
(1867-1916), movimiento o escuela literaria netamente nuestra, aunque
alimentada por dos manantiales de singulares aportes estéticos originarios de
Francia: el Simbolismo y el
Parnasianismo.
España, a partir del
romanticismo empezó a demostrar sus telares poéticos decadentes (a excepción de
Bécquer). El Modernismo vino, entonces, a significar la primera contribución original, su más segura prueba
de madurez e independencia con respecto a la tradición española, de la cual había
sido por naturaleza deudora inevitable. Nuestros modernistas, Darío, Lugones,
Nervo, Chocano, Herrera y Reising, Delmira Agustini y un poquito antes el
colombiano José Asunción Silva (1865-1896), al vigorizar los lenguajes a través
de nuevos recursos estilísticos, configuraciones semánticas percepcionales y
ritmos interiores dentro de los sintagmas, entre otras aportaciones de fondo y
forma, lograron salvar a la expresión literaria de la inmediata penuria, de los
lenguajes fosilizados y de las ideas vacías dominante en todo el ámbito hispánico.
El segundo aporte fundamental
y fundacional se da en la década de los años 60-70, desde la narrativa, período
en el que se producían importantes cambios en la forma en que la historia y la
literatura se planteaban. Lo que principalmente centró la atención fue el
triunfo de la revolución cubana en 1959. Después de esa generación de
novelistas: Pérez Galdós, Valera, Palacios Valdez, Pío Baroja, un largo
silencio –tiempo y espacio- se dan en las letras hispánicas: primero se
agotaron los temas de una ficción realista-sicológica-histórica; y, luego, les
pilló la guerra. En tiempos de metrallas y represiones, los espacios literarios
se entumecen, se esconden, desfallecen. Surge entonces el boom, fenómeno
editorial-literario, conformado por un grupo de novelistas latinoamericanos
relativamente jóvenes que, partiendo de nuevas codificaciones del lenguaje dio
a la palabra el espacio ya no denotativo –referencial, sino el asombro de la
imaginación en sus estructuras connotativas y semánticas.. Este grupo está más
relacionado con los autores, Julio Cortázar de Argentina, Carlos Fuentes de
México, Mario Vargas Llosa de Perú y Gabriel García Márquez de Colombia. Indudablemente que el aporte de cada uno de
ellos fue significativo dentro de las estructuras del lenguaje y la
codificación de los argumentos; mas, ninguno como García Márquez que hizo de su
Ingeniería verbal el edificio desde donde se divisaban y vislumbraban por
primera vez todas las realidades en la memoria de la fantasía. Toda su obra es
una sinfonía de situaciones, episodios, ocurrencias que bordeando los límites
de la fabulación ingresan a la realidad de nuestras percepciones
síquico-motoras con una asombrosa interrelación texto-lector. El mismo en una
carta dirigida a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza le dice: “ Esta es la línea que pienso
seguir en el relato de un pueblo común y corriente, donde las esteras vuelan,
donde hay una vieja que tiene jodido al médico para que le cure una enfermedad
mortal: la facultad de adivinar el pensamiento de los vecinos..”. Sin embargo, hay un libro
suyo, El Otoño del Patriarca, donde pese a utilizar un estilo muy simple,
García Márquez elabora algunas de sus formas originales y concluye su historia
utilizando largos párrafos, con escasos signos de puntuación en los que logra
entrelazar distintos puntos de vista narrativos; “una especie de monólogo
múltiple en el que intervienen varias voces sin identificarse”. Es su novela
más compleja y elaborada. No hay duda en considerarla como un largo poema en
prosa y la obra que mejor representa al mítico tirano de nuestra América. En
sus páginas los fulgores del realismo mágico llegan a su esplendor con que
García Márquez ha sabido moldear magistralmente gran parte de su narrativa. En
esta obra, el personaje central es el retrato más patético de todos los
dictadores contemporáneos. La soledad que acompaña y acompañará
siempre a estos “dueños de la conciencia ajena”, es la metáfora precisa con que
García Márquez cuestiona a los regímenes totalitaristas.
Pese a esta convicción suya,
sin embargo, su acercamiento al régimen cubano fue evidente. Parece que en el
ilustre nobel de literatura pesaba más su amistad con Fidel Castro que el
engranaje burocrático deprimente y represivo de su sistema. De allí se
desprende que en muchas ocasiones García Márquez abogó y logró la liberación de
algunos presos políticos como es el caso del escritor Armando Valladares, autor
de un libro que duele leerlo: Contra toda esperanza. En cambio, se distanció de
muchos de sus amigos intelectuales de América y Europa que hasta entonces,
habían respaldado a la revolución cubana, cuando explotó el episodio conocido
como “Caso Padilla”. La prisión del poeta y novelista Heberto Padilla
(1932-2000) y de su esposa en 1971 y que
adquirió repercusión internacional donde algunos de los más grandes escritores
contemporáneos pidieron en carta abierta a Fidel Castro su liberación firmando
entre ellos, Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Jorge Luis Borges, Alberto
Moravia, Juan Rulfo, Juan Goytisolo, Ernesto Sábato, Mario Vargas Llosa, Carlos
Fuentes, Octavio Paz entre otros, no lo hicieron, García Márquez, Julio
Cortázar ni Benedetti. Pero ante y sobre todas estas circunstancias, García
Márquez fue un escritor donde la libertad en la expresión, en el pensamiento y
en el accionar marcaron siempre la brújula de su inmarcesible personalidad.
Y aquí una primicia para
nuestros lectores, Gabo también escribía versos y versos con poesía y a
despecho de los versómanos de nuestro tiempo que con raras excepciones no
llegan sino hasta los renglones versales sin lograr aprehender la sustancia
poética, García Márquez, nos entrega en el molde sagrado del soneto, estos
versos de amor de envidiables connotaciones poéticas. Disfrutémoslo:
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