viernes, 12 de diciembre de 2025

 

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 Cinco años atrás, durante la campaña universitaria, escuchamos un discurso que prometía una universidad “libre y valiente”, capaz de superar la fragmentación entre grupos sociales, académicos y administrativos. Se denunciaba —con razón o sin ella— que la administración de aquel entonces concentraba el poder, dividía a la comunidad y reproducía desigualdades internas. Sin embargo, vale la pena preguntarnos: ¿hasta qué punto quienes hoy sostienen ese discurso han logrado diferenciarse de aquello que criticaban?
Porque la universidad, más allá de personas específicas, sigue mostrando dinámicas casi feudales, donde los espacios de poder parecen heredarse, donde ciertos apellidos o afiliaciones pesan más que el mérito, donde algunos grupos acceden a proyectos, reconocimientos y espacios mientras otros, con la misma o mayor capacidad, permanecen marginados o invisibles.
Se condenaba la burocracia que daba la espalda a estudiantes vulnerables, pero la realidad no parece distar demasiado: procesos lentos, formularios improvisados, decisiones poco transparentes y la sensación de que el estudiante continúa siendo “la última rueda del coche”. La brecha entre discurso y acción se hace cada vez más evidente.
Se hablaba de valorar la experiencia del personal administrativo, del contrato colectivo; sin embargo, muchos trabajadores siguen experimentando reubicaciones arbitrarias, silenciamientos y la presión de alinearse con una sola narrativa institucional para conservar estabilidad. El miedo a disentir se mantiene intacto. El discurso sobre el respeto al personal administrativo tampoco ha resistido la prueba. Se prometió valorar su experiencia. Paradójicamente, los espacios más visibles los ocupan siempre los más leales al poder, aunque su desempeño sea más bien mediocre.
Lo mismo ocurre con los docentes ocasionales. Antes se denunciaba que estaban controlados y presionados para alinearse con la administración. ¿Y ahora? Exactamente lo mismo. La amenaza del contrato sigue siendo un método silencioso pero eficaz para garantizar sumisión. Quien no se alinea, se arriesga a desaparecer de la nómina (más ahora en época electoral).
La candidata también enarboló en su momento la defensa de la exvicerrectora Catalina L. como ejemplo de injusticia institucional. Pero cuando llegó el momento de apoyar a Monserrath J., quien mantuvo una política abierta e inclusiva, decidió guardarse el discurso. Y al final, Monserrath fue reemplazada por alguien alineado y poco preparado, validando justamente el tipo de prácticas que antes condenaba con tanto fervor.
La existencia de cinco candidaturas no es mera pluralidad: es síntoma de una fractura profunda que viene de arriba.
El problema, entonces, no es una persona, ni un apellido, ni un periodo administrativo específico. El problema es la coherencia, o mejor dicho, su ausencia. Porque nada daña más a una institución que quienes levantan banderas de cambio solo para perpetuar las mismas prácticas con otro envoltorio. Tanto se habla de liderazgo pero han sido cinco años (2020-2025) de un estilo que premia la fidelidad por encima del talento, que promueve élites internas, que acalla voces críticas y que fractura silenciosamente la institución. La división ya no se presenta como un accidente: es una consecuencia.

Y es allí donde la reflexión se vuelve urgente:
¿De qué sirve señalar la concentración de poder ajena si no se mira con igual rigor la propia?
¿De qué sirve hablar de valentía cuando el sistema castiga el disenso?
¿De qué sirve hablar de comunidad cuando se premia la obediencia y no el mérito?
El discurso de hace cinco años fue contundente, incluso inspirador. El problema es que el tiempo ha demostrado que esas palabras eran, más que una hoja de ruta, un recurso retórico. Una promesa vacía cuya finalidad era conquistar un espacio de poder que, una vez obtenido, terminó utilizándose exactamente como antes. Solo que ahora lleva un lazo más bonito (bueno un gato o el mismo).
Y es por eso que esta crítica no es gratuita. Es un llamado a recordar que las palabras —sobre todo las pronunciadas en campaña— tienen peso. Que la coherencia importa. Que no se puede condenar un sistema y luego reproducirlo bajo el pretexto de que ahora “sirve a un proyecto superior”.
Revisen las palabras, las promesas, los principios proclamados. Porque el poder, cuando se olvida del propósito que decía perseguir, tiene hambre. Y esa hambre suele devorarlo todo: el diálogo, la confianza, la integridad institucional.
Soy A. Medina —sí, existo, soy de carne y hueso y pienso— y esta reflexión no nace del rencor, sino del deseo de una Universidad de Cuenca que se mire a sí misma sin maquillajes, sin relatos convenientes, sin silencios impuestos. La próxima vez compartiré los mensajes y presiones que he recibido solo por invitar a pensar; no por escándalo, sino por evidencia de una cultura que necesita transformarse desde la raíz.

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