martes, 23 de junio de 2015

¿Se volvió neurótico el gobierno del Ecuador?

EL MIRADOR POLÍTICO
Rafael Correa es la negación de Rafael Correa
por Cristina Vera Mendiu • JUNIO 22, 2015 • EDICIÓN #209

Rafael Correa parece no darse cuenta de quién es. Talvez, la virulencia que a veces lo consume —“soy fosforito” es una de sus frases predilectas— es cosa del constante encontrón entre su ello y su superyó: en el Presidente del Ecuador conviven un revolucionario y un burgués, un reformador y un ultraconservador. Su gobierno es una proyección de esa personalidad dualista, intrínsecamente contradictoria. En los últimos días, ha habido muchos ejemplos de la neurosis gubernamental ecuatoriana.
Alianza País no es un movimiento de izquierda, sino un catch-all: lo atraviesan todas las posiciones ideológicas. Solo así se explica que Carina Vance, ministra de Salud y activista de grupos LGBTI y Mónica Hernández, directora del Plan Familia y fundamentalista religiosa, se sienten en la misma mesa a planificar las políticas públicas de educación sexual y reproductiva. Lo mismo sucede con la ex banquera graduada en Harvard Nathalie Cely y la ex militante guerrillera Rosa Mireya Cárdenas, secretarias de Estado. No es que haya un problema en la diversidad, sino en la imposibilidad práctica de trabajar con individuos ideológicamente enemistados: la ministra Cely reconoció que desconocía los proyectos de impuestos a las herencias y a la plusvalía que desataron varios días de protestas en el país.
De pronto, el gobierno entendió que necesitaba abrir el diálogo. Es un diálogo necesario, ineludible, pero tardío: que la ministra más representativa de la derecha de Alianza País no haya sabido que existían lo demuestra. ¿Fue la ignorancia de Nathalie Cely excepcional, o es que en el corpus ministerial —para ponernos cristianos— la mano derecha no sabe lo que hace la izquierda?
El presidente Correa dice combatir a la burguesía. Las leyes de plusvalía y herencia —hoy en suspenso— han sido dos de sus intentos más recientes por acortar las distancias de una desigualdad más que evidente. Y el desgaste de esa lucha le ha pasado por el cuerpo: ya no es el hombre que era cuando asumió el cargo. Está canoso, calvo, arrugado. En la frente, una isla se le escapa del resto de su cabello. No que estar molido por el oficio tenga algo de malo, no. por el contrario: su entrega está clara. Lo que preocupa es que poco a poco va cambiando del original apostolado cívico a un mesianismo apocalíptico. En mayo de 2014, dijo: “ahora entiendo que mi vida ya no es mía, sino de mi Patria”.
El peso del poder lo ha cambiado. Correa no solo carga sobre él las jornadas de trabajo —que, se sabe, con él son extenuantes—, ni la defensa —a veces paranoica— en contra de una clase política que tiene al derrocamiento por herramienta legítima, sino que lleva esa contienda personal, introspectiva, donde Correa enfrenta a Correa. En la que Correa niega a Correa.
Es difícil luchar contra lo que uno es en esencia. Y el Presidente no es otra cosa que un producto de la burguesía guayaquileña, aunque le cueste aceptarlo: niño bien (aunque su familia haya atravesado dificultades económicas), escuela, colegio y universidad tradicional, maestría en Bélgica, PhD en Estados Unidos. Sus hijos estudiaron en un colegio binacional de élite, mientras él daba clases en la universidad privada más prestigiosa del Ecuador. Ni siquiera físicamente el presidente Correa deja lugar para la duda: alto, de ojos verdes, guapo. Todo un estereotipo burgués. Y no deja de serlo ni en su relación con las mujeres: es víctima de un machismo consumado que se le escapa de las manos. Y defecto que se puede esconder, al menos en el discurso. En su último enlace ciudadano, dijo que había unas compañeras a las que de niñas, seguro, les pusieron levadura en lugar de talco. Es un homófobo confeso —y, valga el matiz, penitente—. Por el otro lado, se siente progresista, tecnócrata, y —a ratos— hasta se pone cosmopolita, como cuando cita de ejemplo a los Estados Unidos. El frente externo de Rafael Correa es conocido por todos: oposición, restauración conservadora, prensa privada. Pero el flanco por el que pelea dentro de sí mismo es un enigma. Y esa fricción lo tiene en el falso dilema de pensar que toda crítica es una conspiración, que todo crítico es un enemigo.
Mientras tanto, la proyección de ese misterio, esa imposibilidad de separar la realidad de la percepción de la realidad, sigue produciendo cortocircuitos, espasmos neuróticos. El asambleísta Miguel Carvajal, por ejemplo, parece no diferenciar la realidad de un truco burdo de Photoshop que subió a su cuenta de Twitter y que luego borró, sin disculpas, ni rectificación. Como quien empuja la basura debajo de la alfombra, con la punta del zapato, cuando nadie lo ve.

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