lunes, 29 de junio de 2015

Radiografía de un zapato

…No le preguntemos nada de esto, porque él ha de responder: ‘Mi derecho está en la punta de mi puñal; mi derecho está en las puntas de mis uñas, largas como veis, sucias y retorcidas; mi derecho está en la punta de mi nariz, con la cual husmeo y descubro lo que cuadra con mi apetito; mi derecho está en mi negadez; mi derecho está en mi ignorancia; mi derecho está en mi proclividad; mi derecho está en mi impudicia; mi derecho está en este zurrón de vicios y perversidades que escondo en mi negro pecho’.
Juan Montalvo, Las Catilinarias
Suyos son los jueces. Suyo es el Consejo que vigila y sanciona a los jueces. Suya es la secretaría presidencial que instruye por escrito a los jueces. Suyos son los órganos administrativos, los tribunales de interpretación, las cortes de última instancia. Con todo eso a su favor ellos no pueden perder, no van a perder, no pierden nunca. Fue para no perder que se inventaron este sistema. Y, con el fin de justificarlo, hasta resignificaron las palabras. Si durante décadas la idea de “meter la mano en la justicia” fue ominosa y degradante, con ellos se convirtió en expresión de lo necesario y lo deseable. Si el concepto de independencia de las funciones del Estado implicaba la no intromisión de unas en otras, con ellos alude al trabajo coordinado de todas ellas en pro de un mismo objetivo político. Y ese objetivo político está claro: ganar siempre. Cualquier juez con dos dedos de frente ya entendió el mensaje: fallar en contra de ellos es arriesgar el cargo. ¿Perder? ¿Ellos? ¿Cómo habrían de perder?
En estas circunstancias la justicia es un mecanismo de intimidación como cualquier otro. Como mandarte flores y decirte que tienes una familia muy pero muy linda. O romper el vidrio de tu carro y dejarte en el asiento del conductor un paquete de fotografías en las que reconoces tus lugares cotidianos, la oficina de tu esposa, la escuela de tus hijos. O pintar un grafiti infamante en la pared de tu casa. O llamar a tu casero y contarle lo perverso que es el inquilino del tercero. O exhibir tu foto en un acto público y por televisión para que una multitud de fanáticos azuzados contra ti aprendan a reconocerte por si alguna vez te encuentran en la calle. Cosas así y otras aún más retorcidas han ocurrido ya en el Ecuador del correísmo, ocurren todo el tiempo, las conocemos al dedillo, nos hemos acostumbrado a ellas. Son los procedimientos habituales de la intimidación fascista. O mafiosa. En las películas de Coppola tienen un nombre: ofertas que uno no puede rechazar. Los políticos de oposición están expuestos a ellas; los periodistas están expuestos a ellas; los líderes sociales, los disidentes, hasta los caricaturistas están expuestos a ellas. Y entre ellas: el aparato de justicia. Por cierto: esta última palabra, a estas alturas, se ha resignificado por sí sola.
Debo reconocer que he corrido con suerte: nadie me ha mandado flores ni sobres con fotografías, no he recibido amenazas tan explícitas. Nomás han llamado a mi casero y han exhibido mi carota en las sabatinas mientras una multitud enardecida reclamaba mi decapitación. Poca cosa. Pero esa suerte se acabó: esta semana he sido citado por el aparato de justicia, prueba máxima de la intimidación en el Ecuador correísta, y eso sólo puede significar una cosa: ya perdí.
El secretario de Comunicación Fernando Alvarado, hombre de pocas luces y no precisamente muy intensas, entiende (si tal verbo se le aplica) que las opiniones que he expresado en este blog sobre su actividad pública (y sus competencias para ejercerla) constituyen calumnia y desprestigio continuo y sistemático. Y quiere llevarme a juicio por ello, lo cual no deja de tener gracia: que Fernando Alvarado te acuse de atentar contra su prestigio es como que Sasha Grey te acuse de atentar contra su virginidad. Si existiera una calumnia clara y demostrable de mi parte, él me enjuiciaría directamente. Como no la hay, recurre al ardid de la confesión judicial, “diligencia preparatoria” en la jerga de los abogados, que consiste básicamente en un interrogatorio sobre la base de un cuestionario redactado por el propio denunciante. Lo que Fernando Alvarado persigue con su denuncia es intimidarme. Lo que busca con su intimidación es que me calle, que pare de criticarlo. Pierde el tiempo.
Ahora bien: las palabras “cuestionario redactado por Fernando Alvarado” se dicen fácilmente, pero cuando uno conoce las condiciones intelectuales –que son, aunque invisibles, públicas– del redactor de las preguntas, su precario manejo del lenguaje, la hostilidad indeclinable que profesa contra la lógica formal y la gramática, no toca sino rogar para que el trámite nos agarre confesados. En serio. Si no me creen revisen la tesis de doctorado del caballero, fárrago deplorable plagado de pasajes herméticos e incomprensibles de lo puro mal concebidos y peor escritos, compendio de todos los tipos conocidos (y algunos no clasificados por la ciencia) de errores y horrores ortográficos, sintácticos, semánticos, lógicos y mecanográficos, atribuibles por igual a su hermano Vinicio, a su padre y a su madre, coperpetradores del engendro. Fernando Alvarado escribe a martillazos porque piensa a martillazos. Al fin y al cabo, él es solamente el secretario de Comunicación del correísmo: no se necesita leer y escribir para eso. Si las preguntas que tiene preparadas fueron redactadas con el mismo estilo con que pergeñó su tesis, lo más seguro es que tendrán dos, tres o hasta cuatro significados posibles. O ninguno. Me encomiendo a las competencias lingüísticas de mis jueces.
Fernando Alvarado quiere defender su prestigio. Da risa. Él. No hablemos de los negocios, de la manera como la Secom administra los contratos en materia de producción publicitaria y servicios de comunicación. No. Él es un hombre honestísimo. Ya nos contará. Centrémonos en los seis años que lleva al frente de un aparato de propaganda que miente, difama, calumnia y siembra el odio entre los ecuatorianos. Fernando Alvarado ha perfeccionado todas las técnicas de la manipulación y la intriga que ensayaron los noticieros de los hermanos Isaías en los tiempos de la gran crisis bancaria. Pero lo que ellos practicaban eventualmente, cada vez que sentían necesidad de defender sus intereses, él aplica 24 horas al día y siete días a la semana. Desde hace seis años. Él dirige el aparato que ha convertido la insidia, la hipocresía, el embuste, el cinismo y la impudicia en las materias fundamentales de las que está hecho el debate político que se plantea desde el Estado; el aparato que maneja un ejército de tuiteros anónimos para incordiar a la gente con mentiras y amenazas; el que persigue a gente honesta; el que, falseando los hechos, acusa de borrachos violentos y desenfrenados a los ciudadanos inconformes que se manifiestan en paz; el que cambia biografías a su antojo; el que incrimina a cualquiera de cualquier cosa sin pruebas; el que comete la miseria moral de embarrar a Martha Roldós con la muerte de su padre; el mismo aparato que acusó a Diego Cornejo de ser un extremista de derecha y un amigo de torturadores, ¡a Diego Cornejo, el periodista que se jugó contra la represión de Febres Cordero, que denunció a Dahik, que defendió públicamente los derechos humanos, que abrazó como ningún otro la causa de los hermanos Restrepo! El responsable de todos estos atropellos no puede ser sino un canalla. Un bajo, ruin y despreciable canalla. Y este bloguero no le reconoce ninguna autoridad moral para enjuiciarlo.
Empecé a ejercer el periodismo en 1984. Nunca puse un pie en las facultades de comunicación porque me parecía, y sigo opinando lo mismo, que este es un oficio que se aprende en los talleres, es decir, en las redacciones. Y yo aprendí con los mejores: con mi padre, Eugenio Aguilar, a quien toda una generación de periodistas ecuatorianos, desde el Pájaro Febres Cordero hasta Diego Oquendo, considera su maestro; con el mismo Pájaro, que fue mi primer mentor en la sección cultural de diario Hoy; con Gerardo González, un español que ejercía de delegado de la agencia EFE en Quito y me transmitió su vocación por el oficio entendido como aventura; con José Hernández, que se convirtió en mi amigo cotidiano y con quien aspiro a trabajar de nuevo porque es el mejor editor que conocí en mi vida. En estos 31 años he hecho todo lo que se puede hacer en una redacción, salvo el café de los editores.
Hay muchas maneras de ascender en este oficio (pregúntenle a Carlos Ochoa, que saltó de reportero de cuarta a director de noticiero de la noche a la mañana) pero sólo una vale la pena: tomándose el tiempo. Así hice yo, sometiéndome con paciencia a las reglas de esa “precisa estructura feudal” que, según Kapuscinski, es el periodismo. Los lectores son justos y generosos: reconocen de inmediato la calidad de un trabajo y empiezan, con la misma rapidez, a asociarlo con un nombre. Y poco a poco aprenden a confiar en ese nombre, a respetarlo. 31 años después de mi primer artículo en la sección cultural de diario Hoy, puedo decir humildemente que he llegado a ese nivel: tengo mis lectores, personas que confían en mí y creen en lo que escribo, gente que me respeta y a la cual respeto. Es una relación bastante fuerte porque se ha cimentado en el tiempo, que es el mejor de los ingredientes. Después de todo, tras 31 años de ejercer este oficio en el que sólo se enriquecen los sapos y los mercenarios, mis lectores son todo lo que tengo. No me quejo: es bastante. Tanto, que resulta muy difícil intimidarme. Por supuesto que Fernando Alvarado en su ínfima, despreciable pequeñez, no tiene la menor idea de lo que estoy hablando. Él es doctor en Comunicación Social porque hizo una tesis que es una basura. Y luego se dedicó a la publicidad, actividad que no tiene mayor relación con el periodismo que la pesca de larvas. Por eso se atreve a demandarme sin medir con quién se está metiendo: no conmigo, con mis lectores. No sabe nada. No entiende nada.
31 años y es la primera vez que escribo un artículo en primera persona, cosa que detesto hacer por elección personal y por simple rigor periodístico. Lo he visto muchas veces: la primera persona, cuando uno empieza a acostumbrarse a ella, tiende a anular la distancia entre el periodista y los hechos o, peor aún, termina convirtiendo al periodista en la medida de todos los hechos. Me disculpo por hablar de mí. Ahora mismo yo debiera estar escribiendo sobre la jornada de protestas del 25 de junio, sobre la que hay tanto que decir, pero he aquí que me siento obligado a sacarme a este señor de encima para que entienda de una vez cuál es el puesto que le corresponde. Es una molestia. Fernando Alvarado intentará confundirme con sus preguntas, probablemente me llevará a juicio y me ganará porque no puede perder, ellos no pierden nunca. Él puede hacer lo que le plazca. Hasta puede mandarme flores. Tiene el poder. Pero el mayor daño que está en capacidad de causarme es este: haberme obligado a escribir en primera persona. Mierda. Espero que no vuelva a ocurrir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario