lunes, 29 de junio de 2015

Presidente: todos somos conspiradores

Por José Hernández

“Muy atentos, hay un golpe en marcha. Muy atentos compañeros porque, insisto, somos la inmensa mayoría pacífica, pero vamos a defender nuestra revolución y, en el momento que quieran tocar al Presidente o al Gobierno Nacional, todos a la calle, a defender lo logrado”.
El Presidente ahora habla como Hugo Chávez. O como Nicolás Maduro. Habla de un golpe en marcha, de una conspiración en curso. Lo dice con una seguridad que impele a pedirle que diga quiénes lideran el golpe, dónde lo urden, qué persiguen, qué logística tienen, quiénes lo financian y, sobre todo, qué papel juegan ahí los militares.
¿Se debe entender que están involucrados? ¿O desinformados? Porque si conocen lo que el Presidente dice saber, es difícil aceptar que, ante tamaña inconstitucionalidad, se queden de brazos cruzados.
En cualquier caso, el sentido común dice que en vez de hacer alharaca, que sirve para prevenir a los golpistas y permitirles ocultarse, un Presidente debiera hacerles detener por las vías legales. Preparar un golpe de Estado no hace parte de los derechos de resistencia que asiste a los ciudadanos. Es una a acción inconstitucional, ilegal, ilegítima… Pero, claro, fuera de la alharaca presidencial, no hay nada. Lo que se ve en estos días son ríos de gente que, en el país, le piden que rectifique. Que archive las leyes de herencia y plusvalía, que no atente más contra los derechos ciudadanos y contra los valores republicanos.
¿Será esa la conspiración de la cual habla el Presidente? ¿Esto lo ha llevado a improvisar a Pabel Muñoz como sumo sacerdote de otro monólogo nacional? Si es eso -porque no hay nada visible en otro plano- el país no encara un intento de golpe de Estado sino otro golpe de resignificación a la Real Academia de la lengua.
Para entenderlo, hay que volver a la forma como Rafael Correa y sus amigos entienden el poder. En su concepción, la historia los eligió como los últimos administradores de un Estado donde los poderes los detenta el mismo partido; la misma persona. Cuando hablaron de permanecer 300 años en el poder, algunos imaginaron que cometían un ex abrupto. No. Estaban dándole cuerpo a la visión leninista que animaba a la vieja izquierda y que Correa, como autócrata-populista, recuperó de las cenizas.
La lección aprendida consiste en:
1. Llegar al poder y no devolverlo por ningún motivo.
2. Erigirse en vanguardia y única conciencia y voz de toda la sociedad. Un grupo de “manos limpias, mentes lúcidas y corazones ardientes”, por ejemplo.
3. Declarar que la historia cierra con ellos el ciclo y que la desaparición de los otros -la derecha porque ellos se dicen de izquierda- es un hecho ineluctable.
4. Insistir en que ellos saben cómo hacer felices a los ciudadanos y proceder en esa línea, así sea en contra de la voluntad de los ciudadanos.
El poder para ellos dejó de ser una instancia en disputa. Se volvió propiedad privada del partido y del líder. La reelección indefinida nunca ha sido un dilema: es una condición intrínseca e indiscutible del proyecto.
Cuando Rafael Correa habla de golpe de Estado no es muy original. La historia del (marxismo) leninismo está plagada de precedentes. Él no se refiere a un intento tipo Pinochet, Stroessner, Videla y demás gorilas que asesinaron, encarcelaron y desaparecieron a conciudadanos suyos en la segunda mitad del siglo pasado. Él habla de esos ciudadanos que, en la calle, cuestionan algo que le pertenece: el poder y el derecho soberano de hacer con él lo que le plazca.
Obviamente él (como sus predecesores en Cuba y Venezuela) no hará esa confesión. Él hace parte de la generación que prefiere hablar de golpe blando. La fórmula es menos drástica, pero la connotación es la misma: consiste en convertir a los ciudadanos que lo cuestionan, o que dicen sin miedo que desean no verlo eternamente en Carondelet, en sujetos fuera de la ley. Los ciudadanos que protestan no son, a sus ojos, demócratas que le recuerdan que le prestaron el cargo. No son ciudadanos que legítimamente le exigen que rectifique políticas y actitudes. No son ciudadanos que, tras ocho años de poder, le expresan hartazgo y hastío: son gente que está fuera de la ley. Son golpistas. Son conspiradores.
Quizá este sea el punto donde se note con mayor acritud la perversión que ha operado el correísmo en la escena pública: haber hecho creer -y creerse- que el poder es de su propiedad. Y haber transformado los derechos políticos de la sociedad, que incluye cambiar de gobierno, en un delito. Lo demás deriva de ahí: concentración del poder, judicialización de la rebeldía social, supremacía moral, opacidad en la administración, destrucción de medios de comunicación, tentativa de control absoluto de la opinión, creación de tribunales inquisitoriales… ¡Y el Presidente no entiende por qué los ciudadanos están en las calles!
¿Qué hace el Presidente? Desempolvar discursos manidos del leninismo: los que protestan son agentes de la reacción interna y de manipuladores foráneos. Son defensores del pasado. Amigos o asalariados de los explotadores. Bla bla bla…
El Presidente no admite que fue él quien subvirtió los valores democráticos. No entiende que Venezuela funcionó como un espejo en el cual Ecuador no quiere mirarse. No sabe (¿o sí?) que el Leninismo se transformó en un maquinaria asesina en los años veinte del siglo XX… Y que no puede funcionar de otra manera.
Estar en la calle para exigir que el poder no persevere en esa vía, no es una conspiración: es un deber democrático. Pero si el golpe a la Real Academia de la lengua llegó a ese extremo, y si en esta empresa de cambiar el contenido a las palabras está en ese punto, pues bien: no será la primera vez que los ciudadanos digan al poder lo que ese poder, sordo y prepotente, quiere oír: que todos somos conspiradores. Y que, en su caso, si se presenta en 2017 -y ojalá lo haga-, pues perderá.
Correa no entiende que se viró la tortilla y que el país -ahora sí todo- le grita que rectifique. Que se despierte. Que deje de hacer trampa, pues mientras habla de diálogo nacional, intimida, mete presos a jóvenes del Mejía y los miserables inquisidores que lo acompañan amenazan con disolver a Fundamedios y con juicios a periodistas tan honestos y decentes como mi amigo Roberto Aguilar. Ahora sí el país ve el modelo que preconizaba para destruir el periodismo nacional: vean sus canales, Gamavisión por ejemplo, y se entenderá.
No hay golpe en marcha, Presidente. Los conspiradores que usted ve, son los mismos forajidos que estuvieron con usted en la calle. Usted no fue el último rebelde. Y el deber de un rebelde, como escribió Albert Camus, es decir No. Usted aprendió la lección leninista; no la lección democrática.
Serénese. Abandone el lenguaje y las actitudes de guerra civil. Rectifique. Desmonte los aparatos de represión. Gobierne hasta su plazo y los dueños del poder, los ciudadanos, verán en 2017, si usted se presenta, si se lo prestan otros cuatro años. No hay conspiradores: hay ciudadanos activos.

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